También soy un sobreviviente
por Ricardo Gondim
Leí y releí “Sobreviviente. A pesar de todo mi fe sobrevive” de Philip Yancey (Unilit, 2003). En el libro, Yancey confiesa su casi abandono de la iglesia evangélica. El fundamentalismo, racismo y oscurantismo de su pequeña comunidad en el sur de Estados Unidos casi lo asfixiaron en la fe. Me identifiqué con el autor en su desencanto.
Por otras razones, ya pensé en auto-exiliarme del mundo evangélico; por cierto, ya medité; hasta en cometer un “suicidio institucional”. Sólo no lo hice porque mi biografía, como la de él, también fue marcada por gente, historias conmovedoras y testimonios formidables que me preservan la fe cristiana. Yo también puedo hacer una lista de personas y eventos que no me dejan desistir. Me acuerdo de dos acontecimientos significativos.
Hace algunos años, fui invitado para predicar en una iglesia evangélica carismática en Canadá. Mi familia y yo aterrizamos en aquella pequeña ciudad, bajo un frió de 28 grados bajo cero. Un espanto, para quien llegaba del caluroso estado brasileño de Ceará. Sin embargo, no me asusté con el clima caliente de los cultos pentecostales canadienses. Viniendo de las Asambleas de Dios brasileña, ya estaba acostumbrado a reuniones emotivas y siempre eufóricas.
Hablé en tres ocasiones diferentes. El domingo, después de finalizado el culto, fuimos invitados para una reunión de un “grupo casero”. Esa iglesia participaba de un movimiento que buscaba identificar los intereses de los miembros para establecer “redes ministeriales” que servían para formar vínculos entre las personas y para la evangelización. En la casa que fuimos a visitar, todos tenían el “don de coleccionar trenes en miniatura”.
El sistema funcionaba de la siguiente manera: ocho o nueve matrimonios que estaban interesados en coleccionar trenes en miniaturas, se reunían semanalmente y, mientras intercambiaban ideas, arreglaban, montaban y paseaban los trenes, desarrollaban una buena fraternidad. Los encuentros servían también de “cebo” para atraer personas renuentes a la fe. No cristianos que se interesaran por trencitos podrían ser invitados a esas reuniones y ser evangelizados.
Como éramos de un país pobre y nunca habíamos participado de una fraternidad cristiana que usara trenes en miniatura para generar interés por los contenidos del evangelio, recibimos una verdadera lección sobre el funcionamiento del grupo y su lógica ministerial. Cada uno quería mostrar su colección de vagones, el montaje de los rieles y las mini estaciones con minúsculos pasajeros. Me espanté con la cantidad de dinero gastado con el pasatiempo de los hermanos. Una auténtica réplica de una locomotora a vapor de inicio del siglo XX, si no me engaño, había costado 8.000 dólares.
Me fui a dormir angustiado aquella noche. Mi corazón no me dejaba dormir. Yo me preguntaba: “¿Dónde el cristianismo occidental se perdió?”.
Cinco horas después, llegué a Estados Unidos, al estado de Virginia, para tres conferencias en el fin de semana. Pero, esta vez, mi vida sería impactada de forma distinta. Yo experimentaría uno de los momentos más significativos de mi vida y cuya memoria mantiene mi fe viva hasta hoy.
Prediqué en una iglesia también carismática. Cuando terminó el culto del sábado, un joven me invito a cenar en la casa del rector de la Universidad Estatal. Según él, el rector ya había visitado Brasil y se sentiría muy feliz en conocerme.
Hoy, ya no me recuerdo del nombre del rector, pero voy a llamarlo John Doe. Al lado de su mujer, él me recibió con una gran sonrisa. Los dos abrieron los brazos y saludaron con un “ben vindo” en portugués con fuertísimo acento.
La familia frecuentaba una iglesia presbiteriana bien formal en su liturgia y bien liberal en su teología. Bastaron algunos minutos y entendí la relación del matrimonio con Brasil.
Ellos tenían una familia de trece hijos, todos adoptivos y con alguna deficiencia física. El matrimonio decidió que adoptaría niños de varios países del mundo en situación de abandono, o por cargar alguna enfermedad genética o por sufrir algún estigma cultural. Así que, tenían una hija coreana que era ciega, sorda y muda, un niño africano que había nacido sin piernas, dos o tres con síndrome de Down, y otros con diferentes anomalías genéticas. Los brasileños eran tres: una niña ciega, venida de la agreste Paraíba y dos niños infractores, que vivían abandonados en las unidades de la Febem (Fundación Estatal de Bienestar del Menor) de San Pablo y Rio de Janeiro.
Nos sentamos a la mesa y agradecimos a Dios por los alimentos; mientras comíamos yo tomaba conciencia de que jamás sería el mismo. La gloria de Dios llenó aquel hogar con una levedad que, en algunos momentos, necesité pellizcarme para darme cuenta que no estaba soñando. Intenté contener mis lágrimas que escaparon dos o tres veces y que limpié con la servilleta de papel.
No resistí y les narré a ellos la diferencia abismal ente aquella noche y la de los trencitos, que tanto me chocaron. John Doe, educado y discretísimo, no quiso extender mi observación, sólo comentó: “Es una pena, allá ellos nunca oirán la dulce voz de un niño, diciendo, ¡gracias, papá!”.
Me despedí de la familia y mi jornada espiritual dio un giro. Primero, percibí lo fácil que es adecuar el evangelio de Jesucristo a la mentalidad consumista de una clase media burguesa, y aun justificar esa manipulación, con un rótulo espiritual. Después, rogué para que mi vocación, como pastor pentecostal, no contribuyese a fomentar una espiritualidad desencarnada. Yo ya participaba de muchos ambientes en que el clima emocional no se transformaba en hechos de justicia.
Pero encima de todo, aquella noche, perdí algunos de mis preconceptos. Yo había sido entrenado en una formación teológica que evitaba el contacto con los liberales. Gente que no leyese la Biblia y que no supiese repetir nuestro catecismo, debería ser mantenida a distancia. De repente, yo estaba sentado a la mesa de un hombre que rendía culto a Dios en una iglesia que yo consideraba fría. No obstante, sus valores cristianos eran mucho más nobles que los míos.
A partir de aquella cena, me abrí a las personas que viven fuera de los límites de mi gueto religioso. Aprendí que muchas veces, otros también encarnan los valores del Reino de Dios hasta con mayor plenitud que aquellos que se auto titulan defensores de la sana doctrina.
Creo que fue San Agustín que dijo: “Dios ya posee ovejas en su redil que la iglesia no alcanzó”. Hoy celebro los gestos nobles de instituciones como Médicos Sin Fronteras, reverencio el altruismo de las monjas que cuidan orfanatos y respeto la disposición de los padres que se entregan a los leprosos. Alabo a Dios por cristianos que, aun sin participar de ninguna institución, se comportan como buenos samaritanos.
Mientras cenaba con el señor John Doe y su linda familia, recordé las palabras de Jesús cuando él reunirá a todas las naciones en el último día. El Señor separará unas de otras, como el pastor separa las ovejas de los cabritos y dirá a los que estén a su derecha: “Vengan ustedes, a quienes mi Padre ha bendecido; reciban su herencia, el reino preparado para ustedes desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; fui forastero, y me dieron alojamiento; necesité ropa, y me vistieron; estuve enfermo, y me atendieron; estuve en la cárcel, y me visitaron”. (Mateo 25:31-46)
La Madre Teresa repetía que cuidaba de mendigos y leprosos con todo amor, porque Dios podría estar disfrazado en medio de ellos. Y las palabras de Jesús lo confirman: “Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño, lo hicieron por mí”.
En diciembre de 2004, un cristiano sugirió que yo usara reloj, no para dar la hora, sino como una joya. Él confesó que coleccionaba varios modelos suizos como verdaderas reliquias. Mientras él intentaba convencerme, me recordé del rector John Doe, y la noche de fin de año, preferí dar mi dinero a las víctimas del tsunami.
Soli Deo Gloria.