14 de diciembre de 2006

El baile

por Ricardo Gondim

-¿Bailamos?- Con esa pregunta conquisté a mi primera compañera de baile. En aquellos tiempos había pocas oportunidades para acercarse a una chica, y yo comenzaba a derrochar hormonas. Por eso, no faltaba a las fiestas de las tardes de Maguary, el club de mi adolescencia; allí tendría buenas oportunidades para oler el perfume en el cuello de una mujer.

Fui un desastre cuando intenté bailar por primera vez. Sin dejarme encantar por la melodía, mis pies se confundieron en el compás del bolero. Sin ritmo, tropecé varias veces en las sandalias ajenas. ¡Que horror! no pude hacer el "dos para allá, dos para acá". Cuanto más me preocupaba, más me parecía a un robot desfilando por la feria de informática. Bailé sin soltura, inflexible como un eje de tractor. Abrumé a mi compañera. La fiesta terminó y regresé a casa humillado. Desaprendí lo que nunca había aprendido. De ahí en más, acumulé peores humillaciones. Cada nueva tertulia musical se transformaba en una tortura.

Mi salvación vino cuando me afilié a una comunidad evangélica. Allá se prohibían las danzas profanas. Entre los creyentes no volvería a la vergüenza de pisar los lindos pies femeninos.

A pesar de todo, hoy percibo que perdí mucho tiempo al nunca haber aprendido a bailar el vals. La danza es una manera elegante de moverse no sólo en las fiestas, sino por la vida. Cuando bailamos, la música penetra nuestra piel afectando el alma y el espíritu, enseñándonos a ser leves.

Que elegante es observar a un caballero deslizándose con su dama por el salón. Sincronizados magistralmente, los dos parecen uno, estimulados por el sonido embriagador que viene de la orquesta. Una vez contemplé una pareja moviéndose con tanta gracia que parecían levitar. El hombre trazaba líneas imaginarias con los pies y ella lo seguía, rendida; ambos sumaban armonía con espontaneidad. A nosotros, los que tenemos pies de plomo, nos queda la envidia.

Los buenos bailarines son alquimistas que transforman melodías en gestos. Como artistas, se burlan de las reglas fijas. Se comportan semejantes a los músicos de jazz, que deslumbran con su improvisación. Son mariposas que vuelan graciosamente por el espacio del salón, obedeciendo la orden mágica de la música. El caballero apoya la mano en la espalda de la dama dando órdenes con toques sutiles, pero con tal delicadeza que ella reconoce que él también está siendo llevado, sometido por la melodía.

Después de casarme llegué a pedirle a mi esposa que me enseñe a bailar, en un intento desesperado de recuperar los años perdidos sin música y sin levedad. ¡Demasiado tarde! Continué sin mecerme, sin ritmo y sin sensibilidad para dejarme empapar por la melodía.

Reconozco que soy exageradamente conciente de mis incapacidades motoras, pues aún vacilo entre la izquierda y la derecha. No me gusta que noten el tamaño de mi torpeza. Traumatizado, me imagino que se reirán por mi falta de juego de cintura.

Bailar consiste en una de las pocas actividades aún no mecanizadas, ya que espontaneidad, improvisación y levedad son sus atributos esenciales.

Los bailes acompañan al homo sapiens desde el principio. Nuestros antepasados saltaron de alegría cuando controlaron el fuego. Había danza en las más remotas manifestaciones de felicidad. Después, cuando las sociedades se aglutinaron para celebrar las victorias de la guerra y los ritos de pasaje, los movimientos evolucionaron más acompasados. Más tarde, intentaron imitar los ritmos y las pulsaciones que sentían venir del universo. Así nació la práctica religiosa, en la búsqueda de esa sintonía artística con la esencia de la vida, ya sea rodeando la fogata o intentando imitar el volar gracioso de los pájaros. Religión y danza brotaron juntas.

Más tarde, los magos ansiaron entender por qué las estrellas titilaban, intuyendo correctamente, que existe ritmo en la expansión del universo. Ellos notaban música en el susurro de los árboles, en la bruma plateada que desciende de la montaña helada, en el vaivén de los mares, en los movimientos de los girasoles, y obviamente, en el canto de los pájaros. Los cultos se propagaron con mucha danza.

En la edad media, físicos, matemáticos y filósofos descubrieron leyes fijas y comenzaron a describir al universo como un enorme reloj. Con el enunciado de la gravedad se descubrieron algunos porqués de la mecánica universal, descrita como una rueda dentada. Para ellos, el mundo no era más que una máquina sin gracia; todo engranado en la cadencia de un tic-tac repetitivo; la vida seguida por senderos conocidos de causa y efecto. Presos de la lógica y de la linealidad empírica, descartaron la belleza de lo imprevisto y el encanto de la sorpresa. En la física newtoniana determinista no existe danza, ni bailarines.

Sólo con la física cuántica se aprendió que las subpartículas bailan; y que los electrodos vanidosos, danzan de a pares. En el inmenso baile existencial, todo improvisa delante de la observación atenta de la platea. No existe el determinismo.

Por adoptar la percepción mecánica de la realidad, la religión prestó un (in)servicio a la humanidad. En occidente prevaleció la espiritualidad especulativa y cerebral. La religión pasó a competir con la ciencia en la fútil tentativa de controlar los procesos cósmicos de causa y efecto. Gracias a esto, lamentablemente, grandes segmentos cristianos descartaron la celebración devocional, perdiendo el encanto del misterio. Se relegó a los místicos la adoración maravillada de un Dios que excede a la razón. En el ansia de codificar la fe, se olvidaron de la noción de un Padre que organiza grandes fiestas y banquetes.

Las escrituras hebreas y cristianas no revelan a un Dios controlando el universo como un relojero que da cuerda a una máquina bien ajustada. El no se revela microgerenciando los actos humanos como un bondadoso y noble dictador. En la fiesta de la creación Dios hizo música, y tal cuál un excelente Caballero invita a sus hijos para el baile.

El Dios bailarín busca conducir a sus hijos con imperceptibles toques en la espalda, queriendo, delicadamente, enseñar a sus compañeros a querer ser estimulados por el sonido de su orquesta.
Que privilegio bailar con Dios, siendo seducidos por la fe, con la conciencia que nuestro próximo paso será siempre inédito; sabiendo que nadie repetirá las pisadas que dejamos en el salón.

Continúo tímido, prefiriendo la previsibilidad cartesiana. Sospecho, mientras tanto, que seré mucho más feliz al aceptar la invitación divina para el próximo vals.

Soli Deo Gloria.