29 de diciembre de 2006

También soy un sobreviviente

por Ricardo Gondim

Leí y releí “Sobreviviente. A pesar de todo mi fe sobrevive” de Philip Yancey (Unilit, 2003). En el libro, Yancey confiesa su casi abandono de la iglesia evangélica. El fundamentalismo, racismo y oscurantismo de su pequeña comunidad en el sur de Estados Unidos casi lo asfixiaron en la fe. Me identifiqué con el autor en su desencanto.

Por otras razones, ya pensé en auto-exiliarme del mundo evangélico; por cierto, ya medité; hasta en cometer un “suicidio institucional”. Sólo no lo hice porque mi biografía, como la de él, también fue marcada por gente, historias conmovedoras y testimonios formidables que me preservan la fe cristiana. Yo también puedo hacer una lista de personas y eventos que no me dejan desistir. Me acuerdo de dos acontecimientos significativos.

Hace algunos años, fui invitado para predicar en una iglesia evangélica carismática en Canadá. Mi familia y yo aterrizamos en aquella pequeña ciudad, bajo un frió de 28 grados bajo cero. Un espanto, para quien llegaba del caluroso estado brasileño de Ceará. Sin embargo, no me asusté con el clima caliente de los cultos pentecostales canadienses. Viniendo de las Asambleas de Dios brasileña, ya estaba acostumbrado a reuniones emotivas y siempre eufóricas.

Hablé en tres ocasiones diferentes. El domingo, después de finalizado el culto, fuimos invitados para una reunión de un “grupo casero”. Esa iglesia participaba de un movimiento que buscaba identificar los intereses de los miembros para establecer “redes ministeriales” que servían para formar vínculos entre las personas y para la evangelización. En la casa que fuimos a visitar, todos tenían el “don de coleccionar trenes en miniatura”.

El sistema funcionaba de la siguiente manera: ocho o nueve matrimonios que estaban interesados en coleccionar trenes en miniaturas, se reunían semanalmente y, mientras intercambiaban ideas, arreglaban, montaban y paseaban los trenes, desarrollaban una buena fraternidad. Los encuentros servían también de “cebo” para atraer personas renuentes a la fe. No cristianos que se interesaran por trencitos podrían ser invitados a esas reuniones y ser evangelizados.

Como éramos de un país pobre y nunca habíamos participado de una fraternidad cristiana que usara trenes en miniatura para generar interés por los contenidos del evangelio, recibimos una verdadera lección sobre el funcionamiento del grupo y su lógica ministerial. Cada uno quería mostrar su colección de vagones, el montaje de los rieles y las mini estaciones con minúsculos pasajeros. Me espanté con la cantidad de dinero gastado con el pasatiempo de los hermanos. Una auténtica réplica de una locomotora a vapor de inicio del siglo XX, si no me engaño, había costado 8.000 dólares.

Me fui a dormir angustiado aquella noche. Mi corazón no me dejaba dormir. Yo me preguntaba: “¿Dónde el cristianismo occidental se perdió?”.

Cinco horas después, llegué a Estados Unidos, al estado de Virginia, para tres conferencias en el fin de semana. Pero, esta vez, mi vida sería impactada de forma distinta. Yo experimentaría uno de los momentos más significativos de mi vida y cuya memoria mantiene mi fe viva hasta hoy.

Prediqué en una iglesia también carismática. Cuando terminó el culto del sábado, un joven me invito a cenar en la casa del rector de la Universidad Estatal. Según él, el rector ya había visitado Brasil y se sentiría muy feliz en conocerme.

Hoy, ya no me recuerdo del nombre del rector, pero voy a llamarlo John Doe. Al lado de su mujer, él me recibió con una gran sonrisa. Los dos abrieron los brazos y saludaron con un “ben vindo” en portugués con fuertísimo acento.

La familia frecuentaba una iglesia presbiteriana bien formal en su liturgia y bien liberal en su teología. Bastaron algunos minutos y entendí la relación del matrimonio con Brasil.

Ellos tenían una familia de trece hijos, todos adoptivos y con alguna deficiencia física. El matrimonio decidió que adoptaría niños de varios países del mundo en situación de abandono, o por cargar alguna enfermedad genética o por sufrir algún estigma cultural. Así que, tenían una hija coreana que era ciega, sorda y muda, un niño africano que había nacido sin piernas, dos o tres con síndrome de Down, y otros con diferentes anomalías genéticas. Los brasileños eran tres: una niña ciega, venida de la agreste Paraíba y dos niños infractores, que vivían abandonados en las unidades de la Febem (Fundación Estatal de Bienestar del Menor) de San Pablo y Rio de Janeiro.

Nos sentamos a la mesa y agradecimos a Dios por los alimentos; mientras comíamos yo tomaba conciencia de que jamás sería el mismo. La gloria de Dios llenó aquel hogar con una levedad que, en algunos momentos, necesité pellizcarme para darme cuenta que no estaba soñando. Intenté contener mis lágrimas que escaparon dos o tres veces y que limpié con la servilleta de papel.

No resistí y les narré a ellos la diferencia abismal ente aquella noche y la de los trencitos, que tanto me chocaron. John Doe, educado y discretísimo, no quiso extender mi observación, sólo comentó: “Es una pena, allá ellos nunca oirán la dulce voz de un niño, diciendo, ¡gracias, papá!”.

Me despedí de la familia y mi jornada espiritual dio un giro. Primero, percibí lo fácil que es adecuar el evangelio de Jesucristo a la mentalidad consumista de una clase media burguesa, y aun justificar esa manipulación, con un rótulo espiritual. Después, rogué para que mi vocación, como pastor pentecostal, no contribuyese a fomentar una espiritualidad desencarnada. Yo ya participaba de muchos ambientes en que el clima emocional no se transformaba en hechos de justicia.

Pero encima de todo, aquella noche, perdí algunos de mis preconceptos. Yo había sido entrenado en una formación teológica que evitaba el contacto con los liberales. Gente que no leyese la Biblia y que no supiese repetir nuestro catecismo, debería ser mantenida a distancia. De repente, yo estaba sentado a la mesa de un hombre que rendía culto a Dios en una iglesia que yo consideraba fría. No obstante, sus valores cristianos eran mucho más nobles que los míos.

A partir de aquella cena, me abrí a las personas que viven fuera de los límites de mi gueto religioso. Aprendí que muchas veces, otros también encarnan los valores del Reino de Dios hasta con mayor plenitud que aquellos que se auto titulan defensores de la sana doctrina.

Creo que fue San Agustín que dijo: “Dios ya posee ovejas en su redil que la iglesia no alcanzó”. Hoy celebro los gestos nobles de instituciones como Médicos Sin Fronteras, reverencio el altruismo de las monjas que cuidan orfanatos y respeto la disposición de los padres que se entregan a los leprosos. Alabo a Dios por cristianos que, aun sin participar de ninguna institución, se comportan como buenos samaritanos.

Mientras cenaba con el señor John Doe y su linda familia, recordé las palabras de Jesús cuando él reunirá a todas las naciones en el último día. El Señor separará unas de otras, como el pastor separa las ovejas de los cabritos y dirá a los que estén a su derecha: “Vengan ustedes, a quienes mi Padre ha bendecido; reciban su herencia, el reino preparado para ustedes desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; fui forastero, y me dieron alojamiento; necesité ropa, y me vistieron; estuve enfermo, y me atendieron; estuve en la cárcel, y me visitaron”. (Mateo 25:31-46)

La Madre Teresa repetía que cuidaba de mendigos y leprosos con todo amor, porque Dios podría estar disfrazado en medio de ellos. Y las palabras de Jesús lo confirman: “Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño, lo hicieron por mí”.

En diciembre de 2004, un cristiano sugirió que yo usara reloj, no para dar la hora, sino como una joya. Él confesó que coleccionaba varios modelos suizos como verdaderas reliquias. Mientras él intentaba convencerme, me recordé del rector John Doe, y la noche de fin de año, preferí dar mi dinero a las víctimas del tsunami.

Soli Deo Gloria.

Yo quería mucho ser americano

por Ricardo Gondim

Crecí, como muchos brasileños, deseando ser americano. Los jeans de mi juventud tenían que ser de la marca Lee. Yo soñaba con poder vivir como los jóvenes rubios que surfean en las playas de California o Hawai. Después que me convertí, los evangélicos estadounidenses me encantaban. Los himnos, el acento sureño de los predicadores, sus trajes brillantes, sus camisas sin arrugas, sus inmensas bíblias. Ah, como quería ser americano. Ahora que los Estados Unidos invadieron Irak, nunca deseé tanto haber nacido allá.

Yo quería mucho ser americano.

Para poder marchar por las calles de San Francisco o Nueva York y protestar contra esta guerra sanguinaria. No me involucraría con grupos radicales o violentos. Mi marcha seria circunspecta, triste, avergonzada. Cargaría un enorme cartel sólo con una palabra: SHAME.

Yo quería mucho ser americano.

Para escribir muchas cartas. La primera sería abierta al presidente de Chile elogiándole por no sentirse obligado a agradecer el favor que la CIA prestó a su país cuando financió un golpe de estado; asesinó a Salvador Allende y después dio posesión a Pinochet como un gran estadista. También enviaría correspondencia al presidente de México reconociendo sus méritos por mostrar al mundo que su país, aunque pobre, no es nuestro vasallo. Enviaría mis felicitaciones a los países africanos, incluso a Angola, por no dar su aval a la guerra inhumana.

Yo quería mucho ser americano.

Para recordar cual es el estado que el senador Robert Byrd representa en el Congreso. Llamaría para agradecerle por más de medio siglo de vida pública y por mostrar, al final de su larga carrera, tanta coherencia. Yo aplaudiría su discurso en el Parlamento donde demostró que George W. Bush atropella el equilibrio de los poderes democráticos, y que usó el horroroso ataque terrorista del 11 de septiembre para legitimar su doctrina expansionista.

Yo quería mucho ser americano.

Para escribir a todos los periódicos estadounidenses reclamando la parcialidad con que los medios cubren la guerra. Escribiría a Fox News y a la CNN para recordarles que las dos serán usadas en el futuro en las escuelas del mundo entero como ejemplo de cómo no debe hacerse periodismo. Diría a los editores que la falta de imparcialidad, ocultando hechos, escamoteando atrocidades, hace el juego de los señores de la guerra.

Yo quería mucho ser americano.

Para predicar un sermón en mi iglesia a favor de la paz. Entiendo que sería muy criticado. El clima de patriotismo y la adhesión de grandes segmentos evangélicos fundamentalistas intentarían intimidarme. Pero yo no me dejaría amordazar y, aun corriendo el riesgo de perder mi empleo, hablaría de mi compromiso con la vida. Yo no pactaría con personas que, en nombre de Dios, justifican la muerte de millares de niños, mujeres y ancianos. No aceptaría que nuestra preocupación religiosa empequeñeciera restringiéndose a “cuestiones de sexo antes y después del casamiento, con el aborto, la eutanasia y la homosexualidad”. Hay otras injusticias que no pasan desapercibidas.

Yo quería mucho ser americano.

Para decirle al mundo que no todos están de acuerdo con nuestra política de colonialismo económico, con nuestros astronómicos gastos militares, ni con nuestro revanchismo vengativo. Tomar represalias haciendo estallar con bombas una nación entera para salvar nuestro rostro delante de los ataques que sufrimos de apenas un grupo terrorista, no nos vuelve honrados.

Yo quería mucho ser americano.

Para escribir una carta abierta a mi presidente George W. Bush y decirle que no hay ningún mérito en destruir a un adversario ya fragilizado por mas de una década de sanciones económicas. Pisotear al débil y después vanagloriarnos de nuestra máquina bélica no es virtuoso, sólo es inmoral.

Yo quería mucho ser americano.

Para preguntar a mi presidente si él ya se encontró en su lectura devocional diaria con el texto de Pablo en Romanos 12:17-18 “No paguen a nadie mal por mal. Procuren hacer lo bueno delante de todos. Si es posible, y en cuanto dependa de ustedes, vivan en paz con todos”.

Yo quería mucho ser americano.

Para llorar, llorar mucho. La sangre de las criaturas muertas en la maternidad de cualquier ciudad de Irak pide que se lamente como se lamentaban las madres de Belén. Les recordaría a mis compatriotas que en breve, muy pronto, el Dios de justicia pedirá cuentas por nuestra soberbia. El abate al que se exalta.

Soli Deo Gloria.

Cristo, las riquezas y los cristianos occidentales

por Ricardo Gondim

Encuentro que necesitamos tomar más seriamente las enseñanzas de Jesús.

Él afirmó que nadie debe pedir nada a Dios con la angustia de los idólatras, sin embargo la mayoría de los creyentes siente que necesita arrastrarse cuando hace sus oraciones.

Él afirmó que nadie debe pedir cosas materiales – ni siquiera comida y vestido – pues Dios sabe de las necesidades de sus hijos, sin embargo las iglesias enseñan a “bombardear” el cielo para conseguir una u otra bendición.

Él afirmó que ninguno de sus amigos puede acumular riquezas aquí donde la polilla y el óxido destruyen y donde los ladrones se meten a robar, sin embargo las personas se angustian queriendo almacenar lo máximo que les garantice el futuro.

Él afirmó que sus seguidores deben buscar en primer lugar el reino de Dios y su justicia, pero los cristianos posmodernos se ocupan en escalar las estrechas mallas sociales, por eso el culto queda exprimido a un tiempito que sobra los fines de semana.

Él afirmó que todos los que aman su vida la pierden y que los dispuestos a perder su vida por amor a Dios la ganan. Como a los cristianos no les gusta ese texto, yace en un estante, esperando alguna interpretación más amena.

Él afirmó que las personas deben vender sus posesiones y dar limosnas, sin embargo los cristianos hacen exactamente lo opuesto, acumulan y cuando ofrendan alguna cosa, dan la sobra – generalmente muy poco.

Él afirmó que le resulta más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el cielo, sin embargo los cristianos prefieren interpretar que Jesús exageró en algunas de sus declaraciones.

Soli Deo Gloria.

28 de diciembre de 2006

Mi amor por el libro

por Ricardo Gondim

Mi padre leía obsesivamente. Todas las veces que lo sorprendía, abriendo la puerta de su cuarto sin golpear, lo encontraba con un libro en la mano. Él estaba suscripto por lo menos a dos revistas de noticias semanales y varios pasquines. Él compraba folletos subversivos no se donde y los traía peligrosamente a casa. Papá era profesor de historia, pero su mayor fascinación era la Segunda Guerra Mundial. En su biblioteca, sobraban tomos, fotografías y artículos sobre el conflicto que marcó su infancia.

Sólo hay un tipo de consumismo al que no me opongo: comprar libros. Por cierto, todas las veces que entro en una librería, gasto más de lo que puedo – divido en cuotas lo que no logro pagar al contado. No imagino hacer cualquier viaje en avión sin leer todo el tiempo. Sólo hay un momento donde odio el sueño, cuando estoy ávidamente envuelto en una novela.

Antiguamente resumía mi lectura a los textos conceptuales, de no-ficción. Por causa de mi necesidad de aprender a escribir – falté a las clases de portugués de la escuela secundaria – aprendí a devorar literatura brasileña y portuguesa. Hoy mastico con igual apetito, biografías, novelas, poesía, ficción científica y cuentos. Los libros gruesos ya no me meten miedo. Soy capaz de perseverar en mil páginas.

Tengo tanta avidez de compensar los años perdidos en que no abrí una página, que hago vigilia hasta altas horas de la madrugada para terminar un libro – sólo no paso toda la noche despierto, porque, casado, obedezco ordenes superiores, que vigilan por mi salud.

Creo que el libro hace parte de la conspiración divina. Cuando Dios quiso hablar a los hombres, no hizo pirotecnia celestial, nomás inspiró a hombres que escribiesen. Por eso, todas las veces que Moisés subía a la montaña, Jehová le mandaba traer un bloc de anotaciones. Tiene razón la frase latina: Scripta manent, verba volant – “Lo escrito queda, las palabras vuelan”.

Digo sin miedo: todo libro es sagrado. El libro es el relicario santo donde se registran las memorias, las fantasías, las angustias, los miedos, el coraje, la grandeza y los pecados de la humanidad.

No existe libro impuro, sólo el mal escrito. La literatura es la más completa de todas las artes. Si un personaje de una pintura, escultura o cine aparece contemplando la hierba, nadie conocerá con exactitud lo que él piensa. El buen escritor, no obstante, discierne no sólo sus pensamientos sino también lo que mueve sus entrañas.

Alabado sea el libro, pues sin él no conocerías el amor trágico de Tristán e Isolda, de Romeo y Julieta, y de Benito y Capitolina*; jamás celebraríamos el valor enloquecido de Don Quijote; no sabríamos sobre la fuerza de los celos en Otelo; y nunca participaríamos de la valentía del capitán Ahab.

Jorge Luis Borges afirmó que, en su vida, buscó más releer que leer. Él decía: “Creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído”.

Borges, ya sin vista, hizo una linda declaración de amor al libro:

"Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 (él describió eso en 1978) de la Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con lo mapas y grabados que no puedo ver; y sin embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del libro. Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres”.

La humanidad no vive solo de pan, sino de palabras. En el libro no se encuentra sabiduría pura y simple, en él está la fuente de la felicidad. Dios es escritor y los que quieren llegar a Él, necesitan aprender a disfrutar el leer.

Soli Deo Gloria.


* (N del T) personajes de la novela “Don Casmurro”, del escritor brasileño Machado de Asís.

Voces

por Ricardo Gondim

Mis ovejas oyen mi voz” – Jesús de Nazaret.

Hace mucho que mis oídos se volvieron sordos;
no distingo el imperceptible sonido de tu voz.
Te pido que sólo una vez más digas “Effata”
y se abrirán mis oídos.

Quiero oír tu llamado
para seguir la imponderable senda de los profetas
que aún bajo la lluvia de granizo,
Defienden a la viuda y al huérfano.

Quiero saber oír tu voz desde dentro
de las comisarías sucias
de los manicomios de muros altos
de las enfermerías olvidadas

Quiero oír tu lamento
sobre las naciones
que rechazan a los pacificadores,
que apedrean a los hambrientos de justicia,
que se olvidan de abrigar al extranjero

Quiero oír tus consejos
sobre los peligros de la riqueza,
sobre los religiosos que guardan la letra
como ortodoxolatría,
sobre la estupidez de ganar al mundo
y dejar el alma paralítica.

Quiero oír tus historias
sobre aquel hombre bondadoso
con un desconocido caído en el camino
sobre aquel Padre que esperaba en el umbral
a su hijo cansado de la orgía,
sobre aquel anfitrión que buscó
a los menos nobles para su banquete.

Quiero oír tu advertencia
de que tus hijos no están exentos
de las inclemencias del mundo,
no descendiste para estar con nosotros en un caparazón.

Quiero oír tu promesa
que estarás a nuestro lado
en toda circunstancia hasta que todo termine,
que enviarás tu Espíritu que será
un leal consejero en la verdad.

Quiero oír tu susurro
confortándome que falta poco
para festejar en una gran fiesta
para bailar y beber vino de calidad.

Si tus ovejas perciben tu voz,
quiero, más que nada,
que hables y responderé:
Tu siervo oye.

Soli Deo Gloria.

27 de diciembre de 2006

Carta abierta a un joven

por Ricardo Gondim

Respondo tu correspondencia, mi estimado joven, con una pizca de tristeza – te llamo joven porque compruebo que pertenecemos a generaciones diferentes. Tristeza, porque te percibí confundido, con sentimientos prematuros para tu vocación pastoral. En esos primeros pasos, tú ya te percibes en una lucha sin gloria y tu angustia desborda algunos rencores. Eso no es bueno; con tu edad, los jóvenes sueñan con ideales utópicos.

Muchos siervos de Dios y profetas también se indignaron con el mundo que les rodeaba. Necesitamos sólo tener cuidado para nunca proyectar, aún inconscientemente, nuestras propias inconveniencias en el mundo y en los demás. No vivas con amarguras, eternamente culpando al prójimo. ¿Recuerdas la parábola de la viga y la paja? Conozco varios pastores que camuflan sus defectos buscando identificar aberraciones ajenas. Ellos piensan que tirando lodo sobre los otros se sentirán justificados y menos pecadores. Nuestra humanidad no se compone solamente de luces, todos tenemos sombras. Que fácil es tirar piedras. No podemos ser exageradamente rigurosos con nosotros mismos, ni inclementes con nuestros semejantes.

Por otro lado, me alegré con tu correspondencia; ella revela que tú no te adaptaste. Además, me siento adulado y complacido en poder ayudarte con un poco de mi experiencia aprendida en tres décadas como pastor.

No permitas que tus dones y talentos enturbien el principal propósito de Dios para tu vida. Lo que el Señor tiene para hacer en ti es, y debe siempre ser, mayor que cualquier cosa que él vaya a realizar a través de tu vida. Nosotros somos su proyecto. Dios no quiere usarnos como abejas de una colmena, él nos ama afectuosamente y desea moldearnos a imagen de su hijo.

Me preocupé con la posibilidad que el orgullo domine tus entrañas. Al describir tus últimos éxitos ministeriales, detecté una pizca de soberbia. ¡Cuidado! No quiero desanimarte en tu intención de perfeccionarte. Continúa esmerándote para hacer lo mejor, pero guarda mis palabras: – Dios no nos mide por lo que hacemos, y sí por lo que somos. Antes de probarte eficiente, lucha para llenar tu corazón de bondad.

Huye de los peligros de la fama, prestigio y riqueza. Yo podría citar el nombre de varios obreros que naufragaron en sus ministerios, porque, convertidos en mariposas, se hechizaron con las luces del escenario. Yo mismo ya fui tentado en esa área. Sin embargo, hace ya mucho tiempo, un rabino detectó mi furor por sobresalir y, amorosamente, me advirtió: “Mi hijo, profundiza tu caminata con Dios y deja que El decida si te exaltará o no”. Hoy, te retransmito e incremento: – Al buscar fama y prestigio, tal vez consigas volverte célebre, pero condenarás tu ministerio a la superficialidad.

Aprende a cultivar la discreción. No fuiste llamado al estrellato. Sigue a tu Maestro en la senda del Calvario, buscando servir, siempre dispuesto a dar tu vida por tus amigos, y nunca buscando otra recompensa sino la alegría de ser compañero de tu Salvador. Las mayores personalidades de la historia universal no se preocuparon en alardear sus cualidades, ellos amaron la sabiduría.

Fue bueno comprobar tu valentía. Noté tu intrepidez con los desafíos pastorales y proféticos. Jesús, realmente, envió a sus ovejas en medio de lobos. Todo pastor necesita encarar las incomodidades de su misión y saber que sufrirá oposición de los que menosprecian la verdad. Peor, padecerá horrores de los que se consideran dueños de la verdad. Quien desea acompañar los pasos del Nazareno, sufrirá persecución. No temas sufrir al lado de quien defiende la justicia; vive abrazado con los que lloran. El Evangelio no “dora la píldora”: nuestros esfuerzos por el Reino vendrán regados de lágrimas.

Citaste algunos líderes como referencia de tu ministerio. Ten cuidado de no idealizarlos. Recuerda que hay diferencias entre el personaje, el mito, y la persona real. No siempre los individuos de los ambientes públicos coinciden con los de la vida privada. Me recuerdo de un amigo que se deprimió con el escándalo de un “gran” líder porque no aceptaba que él fuera capaz de cometer aquellos deslices. Sucede que nadie es inmune de cometer lapsos. Todos dependemos de las misericordias de Dios y todos necesitan de su gracia.

Con nuestro intercambio de mensajes, nació un gran cariño por tu vida. Tus dilemas me transportaron al inicio de mi carrera. Me veo en ti, por eso, escribo para ahorrarte repetir mis fallas.

Finalmente, guarda: no importa como comenzamos, sino como terminamos. Distintos científicos, políticos, empresarios, religiosos, intentaron abarcar el universo, pero perdieron afectos y dulzura. Cuando te encuentres solo, repite muchas veces: “¿De qué sirve ganar el mundo entero si se pierde la vida?”.

Procura terminar tu jornada repitiendo las mismas palabras de Pablo: “He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, he mantenido la fe” – 2º Tim. 4:7

Soli Deo Gloria.

25 de diciembre de 2006

Una visión perturbadora

por Ricardo Gondim

Aún no se si soñé o si fui arrebatado en una visión. Sucedió así: en una madrugada cualquiera, me desperté con la presencia de un ser inigualable, que supongo habrá sigo un ángel. No hay como definir su estatura como alto o bajo, ya que no percibí en él algún contorno. Aquello parecía una imagen holográfica difusa – de digo “Aquello”, pues no lo distinguí como masculino o femenino.

Afirmo nada más que su presencia llenaba el lado izquierdo de mi cama. No lo describo como luminoso, aunque saturaba todo el ambiente con colores. De repente todo se tiñó con millones de matices coloridos que se transformaban y se mezclaban todo el tiempo en otros tonos. Parecía que alguien jugaba a barajar el arco iris. Tuve mucho miedo.

Antes que pudiera moverme, estoy seguro que oí una voz masculina que me decía: “No temas, decreta lo que deseas en esta Navidad”. Con aquella simple frase, me sentí invadido por un poder descomunal; temblores y escalofríos subieron y bajaron por mi cuerpo. Cuando brinqué sobresaltado en la cama, en un instante, el cuarto oscureció nuevamente.

Aún no entiendo bien como funciona aquel “decreta” sobrenatural. Pero luego me arrodillé y comencé a dar órdenes para ver si sucedía algo.

Quedé ronco gritando:

  • Decreto que el 2007 será el Año del Jubileo y que las deudas internacionales de los países pobres estén perdonadas.
  • Decreto un armisticio global; no habrá coartadas para nuevos conflictos militares. Los religiosos que usen el nombre de Dios como justificativo para cualquier guerra serán llevados al tribunal de las Naciones Unidas para ser juzgados por crimen contra la humanidad. Las industrias bélicas serán transformadas para producir tractores y arados.
  • Decreto que las cuentas secretas de los bancos de Suiza, de Jersey, y de todos los Paraísos Fiscales sean abiertas y sujetas a auditorias publicas. Todos los recursos que no sean completamente justificados por sus pretendidos dueños, sean ellos religiosos, políticos, industriales o militares serán confiscados y aplicados en dos grandes proyectos: en la erradicación de enfermedades endémicas como la malaria y el sida; y en escuelas gratuitas para los pobres.
  • Decreto que ningún niño necesita trabajar y que todos tendrán acceso a pelota, muñeca, cometas y bicicletas.
  • Decreto que ningún país podrá gastar en propaganda gubernamental hasta que todos sus ciudadanos vivan en casas dignas.
No pasó nada. En ese momento me acordé que una potestad hizo un ofrecimiento semejante a Jesús, que él rechazó. El Nazareno prefirió ver al mundo transformado por el miedoso compromiso de sus frágiles discípulos. Me voy a arremangar y hacer valer mi impotencia en el año nuevo.

Soli Deo Gloria.

La desesperación de tener que agradar

por Ricardo Gondim

Siento melancolía al recordar el día en que Juan corrió a mi lado. El tenía 25 años de edad y era delgado; por eso, no necesitaba esforzarse para mantener mi ritmo. Con aliento de sobra, de repente, Juan comenzó a contarme que se sentía deprimido. Le pregunté si identificaba alguna causa para su tristeza. “Miedo de fracasar”, retrucó, entre un paso y otro.

Durante el resto del recorrido procuré mostrarle que podía descansar, pues Dios nos ama sin reclamar desempeños y, aunque nunca alcancemos el éxito, continuamos siendo queridos por él; le dije que Dios, al contrario de las personas, no desiste de fracasados. Sin embargo, dos semanas después, lloré: Juan se había suicidado.

Juan tenía miedo al futuro y, por más que se haya esforzado, no logró revertir su desesperación. Su muerte me desmoronó. Había aprendido a amarlo. Mis consejos y oraciones, aliados al cuidado de otros cristianos, no lo ayudaron. Nada, absolutamente nada, revertió su desánimo, y él se castigó con el acto más desastroso – castigando a todos nosotros.

Angustia y depresión son parte de nuestra existencia. Varios personajes de la historia secular y bíblica intentaron huir dentro de cavernas oscuras en momentos semejantes; abatidos, ni siquiera imaginaban encontrar fuerzas que les devolviesen la esperanza. Esa apatía no les quitaba solamente el sueño; despiertos, tenían que convivir con un pesimismo infinitamente triste. Pensamientos mórbidos no son infrecuentes, sin embargo, no precisan terminar de forma tan horrible.

En el trágico suicidio de Juan aprendí que las personas no tienen, necesariamente, miedo de morir, ellas se aterran pues no saben vivir. La inevitabilidad de la muerte no les asusta, ellas sólo quieren evitar una vida sin valor, que viene de la noción de que existimos, pero desapareceremos sin importancia.

El escritor Milan Kundera afirmó: “Todo el mundo tiene dificultad de aceptar el hecho de que desaparecerá, desconocido y desapercibido, en un universo indiferente”. Eso explica por qué algunas personas se esfuerzan tanto en realizar algo extraordinario –hasta cometer un crimen. Todo el mundo quiere ser valorado en vida y recordado después de muerto.

Meses después me contaron que Juan pasó su infancia angustiado con el deseo de agradar a su padre, pero intuyendo que nunca lo conseguiría. En la adolescencia jugaba al fútbol con los ojos fijos en las gradas, esperando ganar una sonrisa de aprobación que nunca llegó. Juan se recibió de ingeniero, pero, avergonzado, no celebró: no alcanzó la nota máxima en todas las materias. Así que, al proyectar su vida futura, se deprimía anticipando posibles fracasos.

Me preocupa que el mundo religioso occidental enfatice tanto las exigencias rigurosas de un Dios difícil de agradar. La mayoría de los evangélicos brasileños nunca coincidirían con esto que Gilberto Gil canta: “Si yo quisiera hablar con Dios / Tengo que aceptar el dolor / Tengo que comer el pan / Que el diablo amasó / Tengo que volverme un perro / Tengo que lamer el suelo”. No obstante, el comportamiento de la mayoría confirma el contenido de la música. La espiritualidad que se difunde y prevalece actualmente oprime a las personas con pesadas cargas. Se multiplican a través de Brasil iglesias que no dejan a las personas olvidar sus deudas delante de un Dios implacable en la defensa de su ley.

En esa religión nadie descansa, ya que se culpan las inconveniencias humanas por los reveses de la vida, y todo contratiempo sucede como resultado de pecados o de eventuales brechas por donde el diablo entra. Multitudes llenan esas iglesias, ávidas por saber como agradar a un Dios mañoso. De ese modo, rinden culto sin esperar jamás afecto o compasión de parte de él. Todo se resume en como conseguir alejar el mal y “alcanzar bendiciones”. Si alguien anhela “conquistar” el amor divino, precisará hacer sacrificio, pasar por ritos punitivos y, lógicamente, dar ofrendas.

Las personas no necesitan de ese tipo de religión, la carga de vivir ya les pesa. Ellas carecen de un mensaje diferente: Dios no desiste de amar, aún cuando sus hijos no lo merezcan. Su amor es leal. Nada disminuirá su compromiso de ofrecer su amor para que sus hijos crezcan.

En la parábola del pródigo, el Padre le dice al hijo mayor: “Todo lo que tengo es tuyo”. Esa frase necesita hacer eco en la mente de todos los cristianos, pues ella contiene la promesa bíblica de que somos coherederos con Cristo. Dios no estima a las personas por su capacidad de cumplir mandamientos o alcanzar niveles excelentes de santidad, él ama gratuitamente.

Lloré con la muerte de Juan, pero solidifiqué mi percepción de la gracia. El bien que Dios vacía sobre sus hijos no viene atado al desempeño y él no abandona a los malogrados.

Nadie precisa tener miedo de fracasar, porque nadie precisa merecer el amor de Dios. Punto final. Así que cualquiera puede sentirse invitado al banquete divino, y colocarse rumbo al fantástico proyecto de ser formado a imagen de Jesucristo.

Soli Deo Gloria.

22 de diciembre de 2006

Idas y venidas

por Ricardo Gondim

Mi vida se parece a aquel juego en que varias personas colocan piezas de colores encima de un cartón, juegan dos dados y avanzan progresivamente, obedeciendo el resultado de lo números.

A veces sacamos un tres y un cinco. Ocho espacios hacia el frente, puede significar que tengamos que retroceder dos. La disputa incluye la suerte de los otros, que también tiran los dados. Hay un plus, cuando tenemos la suerte de llegar a un casillero donde está escrito: avance siete espacios. Aunque existen casilleros donde perdemos el turno. El peor azar es ser obligados a retroceder al inicio de todo.

Llegué hasta aquí en la vida, lleno de idas y venidas. Coleccioné tanto victorias como derrotas; conocí frustraciones y realizaciones; lloré despedidas y celebré llegadas; presencié partos y sujeté la mano de moribundos; envejecí y rejuvenecí.

Mi espiritualidad comenzó sin que yo percibiera mucho sobre Dios. Pasé años ignorando doctrina y teología. No conocía nada sobre los libros sagrados de las grandes religiones. En mi rito de pasaje católico – la Primera Comunión – me preocupé por entrenar la lengua para estirarla al recibir la Eucaristía (el riesgo que se cayera al suelo era aterrador) y memorizar algunos puntos del catecismo. Yo prefería pasar el tiempo con Tío Rico, Mandrake, la pequeña Lulú, Ásterix, y Pedrinho y Narizinho (personajes de la historieta infantil "Sítio do Pica-pau Amarelo").

Debidamente convertido al cristianismo evangélico, me volví un apologista; un defensor del paquete dogmático aprendido en la Escuela Dominical. Insomne, estudié compendios voluminosos de sabios doctores religiosos. Pasé a pensar que sabía todo sobre Dios; conseguía explicarlo con maestría, mostrando conocimiento de los matices de su extraordinario ser. Celosamente condené toda y cualquier herejía pagana.

Pasó que, cierto día, me apoyé sobre el respaldo de la silla para descansar un poco y, acto fallido, pregunte: – “Señor, ¿quién eres tú?” – Por años había jugado y avanzado con los dados. Me volví un especialista en las teorías y conceptos teológicos, pero en aquel instante, fui obligado a regresar al casillero inicial.

Necesité retomar mi jornada espiritual, sin la antigua pretensión de poseer una palabra final sobre mi objeto de fe – que no era mas un concepto, sino una persona –. Había abandonado la verdad como una idea y deseaba el abrigo del Verbo que se hizo carne. Elegí no solo el mensaje, por encima de eso, la persona de Jesús de Nazaret como mi fundamento espiritual. Fascinado con su historia, deseo imitarlo.

Reconocí mi ignorancia de imaginar saberlo todo, para recibir la contribución de otros que, honesta y sinceramente, peregrinan por el camino de la espiritualidad. Ya no pretendo hacer prosélitos, ni intentar imponer convicciones: deseo, solamente, ofrecer a cualquiera, mis frágiles comprensiones de la Palabra.

Me recuerdo, a mí mismo, que continúo arrojando dados y que puedo perder en la próxima vuelta. No quiero sentirme compitiendo con mis hermanos, dueños de las piezas azules y amarillas. Buscaré celebrar el lanzamiento en que uno de ellos avanzó doce espacios y, además, conquistó el derecho de repetir la jugada.

Le pido a Dios encontrarme siempre maravillado con su Gracia, generosamente esparcida sobre santos y pecadores, poetas y eruditos, músicos y saltimbanquis. Todos son ciudadanos del mundo y todos participan del vaivén del tablero.

No quiero llegar en primer lugar y ganar la partida. En este lindo juego llamado vida, me contento con la emoción de ser un simple participante.

Soli Deo Gloria.

¿Quién soy yo?

por Ricardo Gondim

Yo todavía soy aquel niño que temía tanto a la noche oscura que el corazón, hecho un tambor, temblaba en su pecho.
Yo todavía soy aquel niño que detestaba la campana del despertador que lo arrancaba de la cama muy temprano.
Yo todavía soy aquel niño que consideraba el día del cumpleaños el más importante del año.
Yo todavía soy aquel niño que soñaba volando con alas de mariposa.
Yo todavía soy aquel niño al que no le gustaba el zapallo cocido.
Yo todavía soy aquel niño que oraba sin preocuparse si sus plegarias serían oídas o no.
Yo todavía soy aquel niño que creyó que sus padres eran felices en el matrimonio y no conocía peleas familiares.
Yo todavía soy aquel niño que dijo palabrotas sin saber lo que significaban.
Yo todavía soy aquel niño que fue tímido a su primer día de clases.
Yo todavía soy aquel niño que saltó de alegría cuando pudo silbar.
Yo todavía soy aquel niño que intentó mantener los ojos abiertos la noche de Navidad.
Yo todavía soy aquel niño que subió al tejado de casa para pensar en la vida y estar solo.
Yo todavía soy aquel niño que pidió la presencia de mamá para bajar la fiebre.

Lamento mucho si no llego a impresionar a los adultos que me rodean, aún soy aquel niño.

18 de diciembre de 2006

Inconsistencia, sinónimo de misericordia

por Ricardo Gondim

Hace tiempo que ya no simpatizo con algunas categorías teológicas del sentido común religioso. Una de ellas tiene que ver con la comprensión del poder divino. Conforme las defendía, deseaba proteger el nombre de Dios de posibles disminuciones de su omnipotencia. Hoy percibo que mi celo se apoyaba en algunas premisas de la filosofía griega. Cuando razonaba sobre Dios y sobre el ejercicio de su poder inconscientemente repetía el concepto aristotélico de “Motor Inmóvil”. Creí en una divinidad tan absolutamente perfecta, que nada podía afectarlo.

Intrigado, comencé a cuestionarme por qué Jesucristo escandalizó a fariseos, saduceos y doctores de la ley. Percibí que, hacía siglos, los judíos esperaban al Mesías. Ellos nutrían una expectativa triunfalista en la llegada del Ungido de Dios. En sectores más politizados de Israel, el Mesías se manifestaría como un gran libertador, en una versión mejorada y glorificada de Moisés. Entre los más ortodoxos – fariseos y levitas – el Mesías vendría a renovar los principios de la Torá, con un profetismo más contundente que el de Elías.

Ahora entiendo un poco mejor por qué Jesús fue escándalo y locura. Tanto judíos como griegos lo percibieron como un rotundo fracaso. Él simplemente no dejaba colar las expectativas helénicas o farisaicas en sí o en el Padre. El Dios de Jesús no se parecía al “Motor Inmóvil” de Aristóteles, así como nunca patrocinaría un Mesías poderoso como imaginaban.

Si el Dios de los fariseos celaba que para la ley nunca fuese desobedecida, castigando duramente a los pecadores, Jesús volvía esa misma ley flexible en nombre de la misericordia. La mujer encontrada en adulterio vio como el poder del amor dobló la rigidez del mandamiento: “Mujer, ¿dónde están?... Tampoco yo te condeno. Ahora vete, y no vuelvas a pecar” La sirofenicia, el centurión romano, la mujer “impura” por causa de una menstruación crónica, el endemoniado gadareno y el ciego junto al camino atestiguan que todos pueden aproximarse a Dios, y que a su regreso los no-elegidos se sentirán acogidos.

Jesús no reveló a Dios como un juez que persigue a los rebeldes, sino como un padre herido que aguarda, en la entrada de casa, el regreso del hijo pródigo. Él “corre al encuentro” de ese hijo que, aunque oliendo a cerdo, recibe besos, un anillo y fiesta.

Si el fariseísmo anticipaba un Dios más fuerte que Baal, Jesús se mostraba frágil, prefiriendo andar con pescadores; si quería un líder convocando ejércitos más destructivos que las legiones romanas, Jesús colocaba niños en sus faldas y decía: “el reino de los cielos es de quienes son como ellos”; si ambicionaba poner a Israel como la nación líder del mundo, vengando innumerables siglos de opresión, Jesús abría el rollo de la ley en una sinagoga y leía que su misión era con los desvalidos: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres”. No hubo caso, con un discurso de esos él se condenaba. Si Jesús era la expresa imagen de Dios, tenía que morir. Un Dios débil no servía, y no sirve, a los intereses de la religión – cualquiera que sea.

Aún, la revelación que Jesús trajo de Dios tanto eclipsaba al Dios de los fariseos como al de Aristóteles. Jesús no se asemejaba en nada con la divinidad como “Acto Puro” o “Motor Inmóvil”. En Cristo, Dios no es apático: él se conmovió con “viscerales afectos” por una viuda en camino de enterrar a su hijo, lloró delante de la sepultura del amigo (el dolor humano duele en Dios – “en toda angustia de ellos, él fue angustiado” – Isaías 63:9 RV), se irritaba cuando la religión oprimía, y entendía las lágrimas de una prostituta.

Lo que verdaderamente escandaliza en el Dios de Jesús es su tremenda inconsistencia – y las mejores manifestaciones de esa inconsistencia se llaman misericordia y gracia –. La buena nueva de Jesús es que Dios no se deja arrestar por dogmatismos, legalismos y determinismos, sino que perdona, restaura, reescribe la historia y camina pacientemente al lado de la humanidad. Los fariseos se desesperaron con ese quiebre de paradigma y, enloquecidos, cometieron deicidio. No soportaban el desmoronamiento de la teología montada sobre un concepto de Dios intransigente e inamovible.

El Reino que Jesús inauguró no posee paralelo con los reinos humanos. El Dios de Jesús siempre fue imperceptible a los poderosos, pues él lo sumergió entre los pequeños – granos de mostaza, niños y niñas, ovejas indefensas –; entre los inoperantes – siervos inútiles –; entre los indignos – hijos pródigos, prostitutas, leprosos, ciegos, mendigos –; entre los extranjeros – romanos, exorcistas informales –.

Jesús vino a mostrar a los hombres que Dios escogió volverse vulnerable debido a su amor y que esa debilidad es más fuerte que cualquier concepto humano de poder; y que otras expresiones divinas pueden ser descartadas como ídolos.

Soli Deo Gloria.

Como si Dios no existiera

por Ricardo Gondim

En el siglo pasado, Kart Marx y Sigmund Freud representaban dos grandes amenazas contra la religión. Marx afirmaba que la iglesia sirve a intereses ideológicos de control político y de subyugación económica. Freud, por su lado, percibía los mecanismos infantilizadores de la religión cuando los sacerdotes proyectan en Dios nuestro deseo de un padre perfecto. Para él, la práctica religiosa condena a hombres y mujeres a vivir como eternos infantes, siempre necesitando de intervenciones sobrenaturales para enfrentar las amarguras de la vida.

Es necesario confesar el error. Ambos leyeron a las instituciones religiosas de sus días correctamente, principalmente la cristiandad. Desde Constantino, el reclamo de poder se mostró arrasador e irresistible en las iglesias. Infelizmente, las enseñanzas del Nazareno fueron usadas para validar el expansionismo imperialista y colonialista de los grandes imperios que se autoproclamaron cristianos. Padres, pastores, obispos, se vistieron como la gran prostituta del Apocalipsis y se entregaron por cualquier precio. Monarcas besaron anillos episcopales mientras obligaban a sus dueños a lamer sus botas. De esta manera, los mercachifles del templo necesitaron distribuir opio religioso para poder hacer la vista gorda y bendecir innumerables carnicerías – de los zares rusos al Batista cubano; de las necias aventuras de Isabel La Católica a los dos Bush, padre e hijo.

La adoración al “Dios proveedor” occidental le dio la razón a Freud, que denunciaba los recintos religiosos como incubadoras de oligofrénicos. El proselitismo misionero fue hecho, en gran parte, necesitando una espiritualidad funcional. En la tentativa de mostrar la superioridad de Jehová sobre las demás divinidades, se creó una fascinación por los milagros. “Nuestro Dios funciona”, clamaron los evangelistas por siglos. De ese modo, lo sobrenatural pasó a ser comprendido como una intervención legitimadora de aquel que es el verdadero “dueño del pedazo”. Así, los creyentes adictos a milagros se condenaron a la freudiana dependencia infantil.

En mi opinión, sólo sería posible rescatar el mensaje de Jesucristo si la religión abriese mano de sus jerarquías institucionales, depusiera elites, democratizase el acceso a Dios, y vaciara los rituales de la función de ser técnicas para obtener bendiciones. Es importante que repensemos la fe, siguiendo el ejemplo de Jesús que vivió sin necesitar milagros y murió sin apelar a los ángeles. Iguales a él, necesitamos vivir sin ser los bozales de la religión y sin las intervenciones de Dios.

Concuerdo con John Hick en “Evil and the God of Love” (New York, Harper & Row; London, Mcmillan, 1966, p. 317):

“Al crear personas finitas para amar y ser amadas por él, Dios necesita dotarlas con cierta autonomía relativa en cuanto a sí mismo”. ¿Pero cómo puede una criatura finita, dependiente del Creador infinito, y su propia existencia y a cada poder y calidad de su ser, poseer cualquier autonomía significativa en relación a ese Creador? La única manera que podemos imaginar es aquella sugerida por nuestra situación efectiva. Dios necesita colocar al hombre a distancia de sí mismo, de donde él entonces puede venir voluntariamente a Dios. ¿Pero cómo algo puede ser colocado a la distancia de alguien que es infinito y omnipresente? Es obvio que la distancia espacial no significa nada en ese caso. El tipo de distancia entre Dios y el hombre que crearía cierto espacio para cierto grado de autonomía humana es la distancia epistémica. En otras palabras, la realidad y la presencia de Dios no deben imponerse al hombre de forma coercitiva como el ambiente natural se impone a la atención de ellos. El mundo debe ser para los hombres, por lo menos hasta cierto punto, etsi deus non daretur, “como si Dios no existiera”. Él precisa ser cognoscible, pero apenas por un modo de conocimiento que implique una respuesta libre de parte del hombre, consistiendo esa respuesta en una actividad interpretativa no-compelida a través de la cual experimentamos al mundo como realidad que media la presencia divina”.

Una nueva iglesia necesita desvincularse de su fascinación por el poder, cualquiera que sea: político, económico, militar o espiritual. Repito, urge que hombre y mujeres construyan su humanidad, siendo sal de la tierra y luz del mundo, sin necesitar de repetidos socorros celestiales.

Soli Deo Gloria.

Sin sentido

por Ricardo Gondim

¡Jesús dijo cada cosa! ¿Será que él no percibía que nosotros no aceptaríamos, así, sin más ni menos, algunas de sus afirmaciones? Una y otra vez, encuentro Lucas 17:33 sin sentido: “El que procure conservar su vida, la perderá; y el que la pierda, la conservará”.

¿Por qué Jesús soltó frases complicadas como ésta? Ahora bien, el instinto más primitivo de los animales, responsable de la supervivencia de la raza humana, se llama conservación. Fuimos programados para “conservar la vida”. Delante de cualquier amenaza, instintivamente nuestro organismo eyecta adrenalina a la corriente sanguínea, los vasos se contraen, el corazón acelera y los músculos se tensan; hasta los sedentarios saltan como gacelas cuando huyen de los leopardos.

Este texto de los Evangelios sólo se vuelve comprensible si recordamos que Jesús propuso otra manera de vivir – también llamada Reino de Dios –. Él sabía que toda religión enseña que debemos querer salvar nuestra vida, no sólo aquí y ahora, sino eternamente. Pero su Reino era diferente, ahí el contrapunto.

Mario Quintana escribió un relato con seis pequeños párrafos, cuando algunos de sus familiares deseaban que algo no sucediera a una persona querida. La situación debía ser dramática, pues uno de ellos murmuró “¡Ah! si pudiésemos rezar sin fe…”

Quintana se preocupó con aquel desahogo:

“Tal vez fuese un principio de fe. No se, pero por otra parte, ¿quién sabe si una oración sin fe no tendría más valor? Imagina un San Francisco de Asís que fuese ateo… ¿No sería más santo? Hacer el bien en la Tierra sin acreditarlo en el Cielo. Eso me hace recordar una cosa que me pasó hace mucho tiempo y de la cual tomé nota para usar oportunamente: “Preocuparse de la salvación de la propia alma es indigno de un verdadero gentleman”.

Me llevó años percibir que el movimiento evangélico salvacionista contradice al Nazareno cuando fundamenta su proselitismo en la pregunta: “¿Tienes certeza de tu salvación?”

Los verdaderos salvos no se molestan si están seguros. Ellos viven completamente desatentos si “se van para el cielo”. En Mateo 25, el Pastor separa las ovejas de las cabras y, curiosamente, los salvos ni saben de su condición de “su herencia, el reino preparado para ustedes desde la creación del mundo”.

Jesús le llamó bendito de mi Padre a quien alimentó exiliados en los campos de refugiados africanos, quien cabó pozos en la semi-árida geografía brasileña, quien acogió a los extranjeros que huían por la frontera de Texas, quien vistió a los parias indios, quien cuidó de niños con sida en Tailandia y quien defendió encarcelados de prisiones clandestinas.

¡Mejor aún! Todos se asustaron cuando se vieron tratados con tanta deferencia – “Señor, ¿cuándo te vimos en esa situaciones?” Los verdaderos santos viven despreocupados y no gastan energías conjeturando “como ganar el Paraíso”.

Lo que Jesús dijo hace sentido: “El que procure conservar su vida, la perderá; y el que la pierda, la conservará.”

Felicitaciones a Quintana, el poeta gaucho que dio en el blanco: “Preocuparse con la salvación de la propia alma es indigno de un verdadero gentleman

Soli Deo Gloria.

La fuerza de la fe

por Ricardo Gondim

Durante la Segunda Guerra Mundial, en Alemania, algunos pobres y perseguidos políticos se refugiaron en un sótano oscuro y frío. Cuando las tropas del ejército aliado libertaron Europa, se encontró inscripto en una de las paredes de aquel triste refugio lo siguiente:

“Creo en el sol, aunque él no brille
Creo en Dios, aunque él esté en silencio.
Creo en el amor, aunque él esté oculto”

Las fuerzas que viven en el corazón de las personas son fascinantes. Están la fuerza de voluntad y el poder del pensamiento positivo. Las palabras también viven. Sin embargo, la más poderosa de todas nuestras energías es la fe. Ella es un don que viene del Eterno para nosotros. Con la fe, el espíritu triunfa sobre la materia. La fe exalta lo eterno sobre lo temporal. La fe revela que Dios pone un punto final, donde había un punto de interrogación. La fe se burla de la duda, permanece sorda al grito del desespero, y ciega para la imposibilidad.

Cuando tenemos fe, creemos en el carácter de Dios. Cuando ella se manifiesta obramos semejantes al hombre que, en un incendio, se lanza sin ver absolutamente nada sino la voz del bombero que le orienta al salto. El creyente es el ciego, dirigido sin saber qué está al frente; él nada tiene sino el cariño de quien lo guía.

La fe hace que cada uno se comporte como la madre que entrega a su hijo en las manos del hábil cirujano. Su única garantía es que el médico se comportará con profesionalidad. Fe es una apuesta a que Dios no desistirá de nosotros en el futuro; y nuestra única certeza es su palabra: él nos quiere bien.

Jesús declaró a un hombre ansioso y decepcionado con la vida: “Si crees verás la gloria de Dios”. Creo sin saber, creo sin ver; creo más allá de mi razón. En mi leve intuición, percibo que su gloria puede ser traducida como esperanza, paz o descanso.

Soli Deo Gloria.

Sin suerte

por Ricardo Gondim

– Atención, señores pasajeros de la nave tierra, aquí les habla el comandante. Estamos aproximándonos peligrosamente al abismo y no tengo como revertir nuestra caída. Por favor, aprieten sus cinturones y cierren sus ojos. Recen, y que sea lo que Dios quiera –

El mundo va rumbo a su aniquilamiento. En breve llegará el “doomsday”, el juicio final. Ya se escucha el galope de los caballos apocalípticos, el redoble de los tambores del Armagedón y los ayes de las madres que amamantan. Los canarios callaron y los cuervos se multiplican.

Falta poco para que los prados se conviertan en basurales y los mares en cloacas. Leones se quedarán sin corderos para cumplir antiguas profecías de pastar juntos; con serpientes extintas, los niños colocarán sus manos en los nidos sin ningún peligro. Dante será popular; Kafka se sentirá vengado. Será fundada la Gotham City de la nueva era.

¿Qué esperar de un mundo donde las guerras son normales, y millares de años después, la paz una aberración? ¿Qué esperar de un mundo donde los cerdos viven mejor que la gente?

No hay caso.
Mientras haya pereza intelectual en el colegio, preconcepto racial en la avenida y cobardía moral en los palacios políticos, ningún futuro llegará.
Mientras los científicos dependan de las inversiones de las transnacionales viciosas por el lucro y militares continúen embozados por la industria bélica, la suerte del planeta estará comprometida.

No hay caso.
Mientras los religiosos permanezcan optimistas, ciegos por sus certezas inoperantes, no habrá esperanza.
Mientras hombres y mujeres de buena voluntad no ensucien sus pies en el barro, se arremanguen y salgan de la zona de confort para promover la justicia, no habrá futuro.

No hay caso.
Mientras no se propague la percepción de que inmoralidad significa conspirar contra la vida sin restringirse al moralismo sexual, no hay como creer en días mejores.

No hay caso.
Mientras Mamón continúe idolatrado y el alma de hombres y mujeres comercializada en Babilonia, no se puede anticipar la paz.

Por la imbecilidad de muchos no se hablará en fe; por la arrogancia de muchos, no quedará piedra sobre piedra; por la inclemencia de muchos, el amor se enfriará.

¿Será que una patada en la boca del estómago pueda generar la voluntad estúpida de revertir el pronóstico ruin?

Espero que si.

Soli Deo Gloria.

Ventanas que se cierran

por Ricardo Gondim

Los contornos son gruesos, las líneas lechosas. ¡Ya no veo de cerca! Mis ojos parecen fotografías desarregladas. Un grisáceo, una neblina, un humo blanco descendieron sobre mi mirada. ¡Extraña venganza esa de la naturaleza! Veo con cierta nitidez la distancia, pero no distingo casi nada cuando se trata de centímetros.

Soy testigo de otros cambios extraños en mi cuerpo. ¡Crecen pelos en mis orejas! Cerca de medio siglo de existencia, ya comienzo a parecerme a un lobisón. Intentan consolarme diciendo que eso es normal. A medida que nuestra piel pierde textura, el organismo, queriendo defenderse, se vale de nuestros orígenes primates creando esa pelusa auricular. Intentan explicarme otras metamorfosis que me castigan. No paro de almacenar gordura; corro, y como mucho menos, y aún así mi cintura no adelgaza. Afirman que la sabia madre naturaleza preparó mi organismo para las dolencias degenerativas que me pueden robar todo apetito, puedo precisar un stock extra de energías para soportar futuros días postrado.

Pero, ¿cuál es el sentido de sólo ver bien allá a lo lejos? Si nada nos sucede por casualidad, debe haber un por qué para ese impedimento visual. ¿Por qué mis ojos se convirtieron en binoculares invertidos?

Sospecho que mis ojos se rehúsan a mirar nítidamente para defenderme de mi decadencia. Necesito apartarme de mi mismo. Por tantos años viví anhelando una estética ahora imposible. En esa ultima fase de mi vida, no puedo continuar cegado por la apariencia física. No satisfaré más las demandas de una generación que valora, apenas, la belleza juvenil. El arado de las preocupaciones surca arrugas cada vez más profundas en mi rostro. La fatiga potencia la gravedad que arrastra hacia abajo lo que otrora se enderezaba. Ver ese proceso puedo ser doloroso. Es mejor mirar bien otras bellezas. Mis ojos me empujan a querer observar lo que no precisa de vigor físico para hacerme bonito. Aprenderé que hay dimensiones en mi vida que no dependen de músculos bien definidos: ser más manso, más comprensivo, más dulce, más comunicativo, más íntegro, menos codicioso.

Está también el difícil asunto de apreciar la belleza del prójimo. En los últimos años que me quedan aquí tal vez necesite contemplar mejor aquello que los otros poseen de bonito. Me pasé la vida entera concentrado en mi propio ombligo. Veía todas aquellas pequeñas suciedades que se juntaban allá, pero me olvidaba de limpiar.

Dicen que la gente muere prematuramente cuando deja de mirar hacia el futuro. Quien sabe, ¿mis ojos ya no consiguen ver de cerca para que yo no me pierda en la inmediatez? Ciertamente, necesito contemplar horizontes más distantes.

También necesito reeducarme, aprender que fui creado para volar alto y que mi naturaleza pertenece a un reino que queda lejos en las alturas. Aprender a mirar con el mirar de las águilas, de los halcones, de los buitres que vuelan muy, muy alto. Necesito despegarme de la tierra, mi morada por tantos años. Aquí he visto bien de cerca. Mi comprensión de lo que es mirar de arriba abajo no llegaba a dos metros. Mi visión más alta era de la altura de mis ojos, pocos centímetros debajo del tope de mi cabeza. Ya, ya seré invitado a subir, necesitaré ojos que me ayuden a mirar de muy alto.

Los rayos de sol iluminan nuestra alma a través de nuestros ojos; ellos son los orificios que permiten filtrar rayos de eternidad. Ahora se por qué en ese último gran marco de mi jornada, mi visión se desenfocó. Necesito ojos de lince para lo que viene de muy lejos, del cielo. Para observar o que es terreno, temporal y provisorio mis lentes se empolvaron. ¡Gracias a Dios!

Soli Deo Gloria.

Futuro Sombrío

por Ricardo Gondim

En el umbral de un nuevo año, es bueno reflexionar hacia donde vamos. El futuro vendrá como resultado de las elecciones presentes. No sirve hacer votos por un año lleno de paz y prosperidad si insistiremos en los errores que produjeron los desastres actuales.

En caso que no sucedan cambios radicales en las políticas de gobierno de toda la comunidad internacional, el medio ambiente se deteriorará. No es necesario conocimiento científico para percibir que el derretimiento de los polos, fruto del calentamiento global, devastará al mundo en cortísimo plazo. Si la industria no cambia a nuevas fuentes energéticas, que no contaminen tanto como la quema de petróleo, pronto ciudades costeras serán inundadas por los mares. Brasil se volvió uno de los mayores países contaminantes del planeta con la quema del Amazonas. Nuestro crimen ambiental es doblemente calificado, pues más allá de diezmar la más rica biodiversidad, compromete la salud de más de seis billones de almas. La conciencia ecológica debe volverse un tema recurrente en los sermones. Las iglesias deberían marchar por la preservación de la vida animal y vegetal, y llegar a debatir mejor sobre ecología, viendo su importancia junto con la teología.

El abismo entre las naciones ricas y pobres crecerá. El actual orden económico del mundo no contribuye al desarrollo de los países del tercer y cuarto mundo. Debido a las relaciones comerciales proteccionistas de los poderosos y a la ventaja desproporcionada que lleva a negociar tecnología por productos agrícolas, los bolsones de miseria de África, Asia y Latinoamérica no se acabarán. El resultado de esa macro injusticia social producirá oleadas migratorias con gran rechazo de los ricos, que cerrarán sus fronteras a los menos favorecidos. Recrudecerá el odio racial proporcionando un clima perfecto para radicalismos religiosos y étnicos. Si las multinacionales financieras, industriales y tecnológicas, tuviesen un poco más de alma, habría clima para proponer un perdón para las deudas externas de los países más pobres, estancando la sangría de dinero de los más miserables para los grandes bancos -muchas, producidas por regímenes dictatoriales, como la brasileña-.

Las metrópolis continuarán creciendo sin lograr dar calidad de vida a sus habitantes. El número de ciudades con más de un millón de habitantes se duplicará en pocos años generando demandas altísimas de agua potable, energía eléctrica, alimentos, cloacas y reciclado de basura. Para vivir en centros tan grandes, las familias vivirán con baja calidad de vida, peligrosa, e impersonalmente. Aumentará el control estatal sobre la vida de las personas, con cámaras fiscalizando cada pequeño delito de los ciudadanos y multando cada infracción de tránsito. La vida urbana encarecerá con una carga tributaria pesadísima.

Con todos los avances tecnológicos como el teléfono celular, Internet y jets, las personas continuarán sin tiempo. Las crecientes demandas por eficiencia y la competitividad del mercado de trabajo exigirán largas horas de trabajo con poco de sobra para el ocio y para profundizar relaciones humanas. Los casamientos durarán menos, se multiplicarán los divorcios. Eso producirá niños menos equilibrados emocionalmente y menos dispuestos a abrirse a los riesgos de amar. La pornografía seducirá, pues las personas buscarán satisfacerse sexualmente sin precisar exponerse al próximo.

El mundo está muy enfermo y se presta a entrar en estado terminal. Nunca se precisó tanto de la unión de todos. Necesitamos despedirnos de nuestros orgullos nacionalistas, nuestros preconceptos ideológicos, nuestros miedos religiosos, y trabajar para entregar un mundo mejor a la próxima generación.

Los mensajes que se escuchan desde los pulpitos continúan exageradamente espiritualizados, transfiriendo a lo sobrenatural decisiones humanas. Las expectativas generadas por la relación de los creyentes con Dios son ensimismadas y burguesas. La comunidad evangélica brasilera no puede enterrar la cabeza delante de la urgencia de la hora presente. El nuevo año está cerca y una vez más necesitamos actuar como astros y luceros en medio de una generación corrupta y perversa.

Soli Deo Gloria.

Huyendo del fariseísmo

por Ricardo Gondim

“"¡Ay de ustedes, maestros de la ley y fariseos, hipócritas! Dan la décima parte de sus especias: la menta, el anís y el comino. Pero han descuidado los asuntos más importantes de la ley, tales como la justicia, la misericordia y la fidelidad. Debían haber practicado esto sin descuidar aquello. ¡Guías ciegos! Cuelan el mosquito pero se tragan el camello” (Mateo 23.23)

Muchas veces nos volvemos tan obsesivos con los detalles que perdemos de vista el todo. Entre los muchos problemas que el fariseísmo enfrentaba en los días de Cristo, habían perdido la noción del por qué del servicio a Dios. ¿A dónde queremos llegar con nuestras prácticas religiosas? ¿Cuál es el sentido de todo eso? Serían algunas preguntas que ellos podrían haber hecho, para no permitir que la religión se volviera tan sin propósito.

Ese mal continúa rondando los religiosos. Ellos se van especializando en pequeños detalles, los pormenores van exigiendo más y más tiempo hasta que llega un punto en que el rumbo se vuelve oscuro. Cuando se pierde el nexo, las ceremonias se transforman en ceremonialismo, las leyes en legalismo, las tradiciones en tradicionalismo. El ambiente religioso se vuelve asfixiante y los medios más importantes que los fines.

El fin de todo lo que se hace en la iglesia debe llevar a las personas a amar a Dios. Las organizaciones religiosas, los sistemas institucionales y todo ambiente comunitario no pueden dejar de facilitar nuestra intimidad con El. Las iglesias deben ser un lugar de aguas para los que tienen sed de Dios; lugar de pan para los que están con hambre espiritual; lugar de misericordia para los que acarrean culpas; lugar de afectos para los que se sienten huérfanos; lugar de cuidado para los que se sienten ovejas necesitadas de pastor. Sólo se alcanza ese objetivo amando a Dios, y sólo así huimos del fariseísmo y nos volvemos expresión de su amor.

En la morada de Dios no hay pánico

por Ricardo Gondim

“Hay un río cuyas corrientes alegran la ciudad de Dios, la santa habitación del Altísimo” Salmo 46:4

Me acostumbré en mi adolescencia al escenario grisáceo de la vegetación agreste del nordeste. En mi tierra, el verde de la región es estacional. La mayor parte del tiempo, los gajos secos de los árboles obstinados, parecen haber sobrevivido a un gran incendio. La región afea por meses y meses, y sólo se viste de verde cuando llueve. Y la lluvia es cosa rara en el agreste brasileño. Debe ser esa la explicación del por qué un grabado me atraía tanto. Era un cuadro de moldura simple que adornaba una pared de la casa de mi abuela.
Retrataba los siempre vigorosos prados alpinos. Quedaba fascinado contemplando aquel escenario en que el azul intenso de un cielo, desprovisto de nubes, contrastaba con el blanco de la nieve y el verde de la hierba. Recuerdo que entre dos montañas se anidaba un lago de aguas absolutamente tranquilas. Hoy, cuando pienso en la paz, no busco definiciones en libros filosóficos, me basta retornar al pasillo humilde de la casa de mi abuela y la veo colgada por un clavo.

Y todas las veces que leo el Salmo 46, aquel grabado renace en mi memoria. En este Salmo, el autor crea un clima de enorme confusión, caos y angustia. El mar espuma enfurecido, las montañas se deshacen como harina y los terremotos sacuden todo. La vida puede transformarse velozmente en anarquía y todo lo que es sólido deshacerse en nada. Pero hay un río de aguas tranquilas que no siembra turbulencia, sus aguas plácidas calman e inspiran paz. Ese río brota del lugar donde habita Dios. Su fuente está en un lugar donde no hay pánico, el trono del Altísimo.

El salmista desea que colguemos esa imagen justo delante de nuestros ojos, principalmente cuando no hacemos pie y los remolinos nos succionen para abajo. No hay pánico en la casa de Dios, el Altísimo no se sacudió con las tempestades que asolaron la tierra. Alrededor de Dios reina un clima de absoluta serenidad. Él pone fin a la guerra, despedaza los instrumentos de muerte y destruye los escudos con fuego. Grande es el alivio, cuando él sugiere a los espantados: “Quédense quietos, reconozcan que yo soy Dios” v. 10

15 de diciembre de 2006

Quiero vivir

por Ricardo Gondim

Quiero vivir sin las exigencias religiosas que no consideran que soy polvo. No acepto más que continúen demonizando mis inconveniencias; no admito que intenten oprimirme con culpas legalistas. Estoy, a duras penas, construyéndome, por lo tanto, no me someteré a las pedradas. Intento, Dios sabe cómo, ser sensible a la voz del Nazareno y no tolero gritos demagógicos de falsos santos, que intentan mostrarle al mundo lo que nunca fueron.

Quiero vivir sin los reclamos impiadosos de quien sólo desea usarme. No, no permitiré amistades puntuales e interesadas. Decidí no vivir más con colegas que reclaman la corrección dogmática de sus pares. Quiero ser libre para pensar y no escandalizar, soñar y no oprimir, reír y no decepcionar, llorar y no entristecer. Para mí, basta de ambientes arreglados. No quiero ser hipócrita para mostrar, sólo, mi vida o mi familia a través de fotografías donde todos posamos sonriendo.

Quiero vivir sin discursos idealizados. No quiero parlotear conceptos y verdades sacadas de libros teológicos, pero que no están ligados de modo alguno con el drama humano. Basta de sermones rellenados de jerga, que impresionan por la euforia, pero no significan cosa alguna a la hora en que una familia tiene que esperar en el pasillo de una Unidad de Terapia Intensiva o vuelve del cementerio. Me rehúso a continuar promoviendo ambientes religiosos emocionantes, restricto a momentos esporádicos. No quiero regresar a casa en paz y, cínicamente, abandonar a los que me oyeron a la dureza de la vida.

Quiero vivir sin la obligatoriedad de mantenerme siempre coherente, circunspecto, por encima de todo, correcto en mis inquietudes existenciales, filosóficas o espirituales. No quiero continuar conformándome a las expectativas de los fariseos de guardia. No temeré los ceños fruncidos de los doctores de la ley, que conocen la raíz griega de cada palabra de la Biblia, pero son indiferentes al sufrimiento de las multitudes; prefiero caminar al lado de pecadores a los ambientes asfixiantes de los fundamentalistas, donde las opiniones son tan fuertes que no se toleran contradicciones.

Quiero vivir sin miedo a los rótulos. Quiero cargar la memoria de mi padre, que fue preso político, pero nunca cedió en sus convicciones, aún bajo amenazas de la dictadura militar. Él no escondió su socialismo cuando eso significaba recibir el estigma de subversivo y terrorista.

Quiero vivir parecido a Jesús, mi gran héroe. Él fue libre, desligado de las instituciones y amigo de marginales. Quiero seguir sus pasos aunque incoherente, claudicante, perplejo o despavorido.

Se que esa aventura me consumirá por el resto de mi vida, pero es lo que quiero.

Soli Deo Gloria.

Hambre de belleza

por Ricardo Gondim

En este fin de año quiero embriagarme de belleza. Quiero beber toda la sabia por donde fluye la vida; quiero embarrarme con la miel de las bondades; quiero empaparme con el salpicar de la delicadeza humana.

En este fin de año quiero sentirme aplastado de belleza. Quiero identificarme con la frágil hermosura del anciano, quiero continuar encantado con la curiosa elasticidad del gimnasta; quiero fascinarme con la inteligencia de los niños.

En este fin de año quiero dejarme desafiar por la belleza. Quiero recitar poesía con lagrimas en los ojos, quiero entender como una escultura de bronce posee vida; quiero aprender a escribir sin falsificar mis sentimientos.

En este fin de año quiero continuar intrigado por la belleza. Quiero mantener mis ojos espirituales abiertos para diferenciar lo sagrado de lo impuro, lo noble de lo vil, lo ordinario de lo especial. Quiero discernir sobre el tiempo, intuir la eternidad y percibir lo divino.

Soli Deo Gloria

14 de diciembre de 2006

Fe también es duda

por Ricardo Gondim

“y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres" Juan 8:32

Vivo inquieto; reconozco mis dudas. Siento que las respuestas estereotipadas, y supuestamente hegemónicas de la religión, pierden su vigor dentro de mí. Ávido por saber, leo lo que se escribe sobre Dios, sobre la saga humana y sobre la estupidez de las lágrimas de los niños que mueren de forma aún más estúpida por el mundo. Mi labor personal y mi búsqueda frenética de entender los por qué reposan sobre algunos presupuestos.

Creo en la realidad trascendental tanto como en nuestra capacidad, divinamente inspirada, de sublevarnos contra las tragedias y de acoger la felicidad que nos sobrevienen indiscriminadamente. Considero que fuimos dotados de una valentía virtuosa para cuestionar y que podemos distinguir la verdad de la realidad. Acepto la tradición aristotélica de que la verdad es, muchas veces, un proceso de adecuación de nuestra razón a las cosas. Así, entiendo que necesitamos rebelarnos contra toda forma de dominación. Me repugna quienes osan negar la sed trascendental en la humanidad. Confío en el ideal libertario que moviliza a los constructores de la historia.

Creo que no debo domesticarme atemorizado por el dogmatismo religioso que promueve el estancamiento. No espero encontrarme, un día, petrificado por las conclusiones ajenas. Odio imaginar que, por temer lo nuevo, me convertiré en un fanático intransigente y arrogante.

Creo que no puedo aceptar la idea de ser un eslabón más en la larga sucesión de pensadores cristianos que empequeñecieron el conocimiento de Dios. La teología ya fue sometida como súbdita ideológica de los poderosos. De esta manera, rechazo esa teología ilusoria que se presta al mantenimiento de privilegios y al oscurecimiento de la razón.

Creo que necesito apartarme de la mentalidad de gueto de los evangélicos. Sin embargo, mi distanciamiento debe anhelar una mayor aproximación a la vida. Creo en la posibilidad de recuperar la pasión por la vida, transformar la existencia en una aventura cautivante y reconquistar los procesos que se perdieron por la inercia de las doctrinas ya hechas.

Creo que Dios quiere vernos desarrollando una fe impregnada de responsabilidad. Permanezco convencido que El desea ayudarnos a ser responsables, responder por nuestros actos y no huir de sus consecuencias. Estoy de acuerdo con el pensador existencialista Gabriel Marcel que afirmó: "El hombre libre es el que puede prometer y puede traicionar". Sigo convencido de que el pensamiento teológico nos debe mantener conscientes de que la trasgresión de la ley es siempre posible, aún la no codificada, pero que nosotros mismos escogemos respetar.

Creo que no puedo cimentar mis convicciones únicamente sobre el sentido común. Rechazaré los bozales impuestos por la tradición y por el fundamentalismo carente de crítica. Quiero mantener viva dentro de mí la llama de la Reforma Protestante que se opuso al dogmatismo; reivindicaré la posibilidad de la duda. Quiero ser un protestante que no se aterroriza con la mentalidad analítica. Abdico de la religión infantilizadora.

Me siento cada vez más ajeno a aquellos que se contentan en repetir las conclusiones de los otros. Los reconozco como profetas patéticos; esforzados en impedir que usemos nuestra mente para evitar la alienación. Acepto los argumentos filosóficos de Maria Lucia Aranha de que el uso de la palabra alienación representa un peligro en todos los sentidos: "En el sentido jurídico, se pierde la posesión de un bien; para la psiquiatría, el alienado mental es aquel que pierde la dimensión de sí en la relación con los otros; por causa de la idolatría, se pierde la autonomía; según la concepción de Rousseau, el pueblo no debe perder el poder; la persona alienada pierde la comprensión del mundo en el que vive y se vuelve ajena a segmentos importantes de la realidad en que se encuentra inserta".

Creo en mi vocación y elección cristianas, por lo tanto, no me adaptaré al inmovilismo reaccionario "hospedado en la comodidad de las verdades absolutas". Escucho en la revelación bíblica la invitación para seguir lo infinito, allá donde nunca se pierde el asombro. Por lo tanto, no evitaré maravillarme delante del Misterio, la única manera de ser libre.

Soli Deo Gloria

Para no volverse loco

por Ricardo Gondim

Todos pueden enfermar mentalmente. No hay nadie sobre la faz de la tierra que no se encuentre sujeto a depresiones, neurosis y hasta brotes psicóticos. Ya acompañé a personas que, empujados por la vida, llegaron hasta la frontera del infierno, no soportando las presiones. Algunas fueron internadas en clínicas psiquiátricas, otras se volvieron alcohólicas, muchos se volvieron adictos. Ya me vi obligado a enfrentar la dura realidad del suicidio. Dos muchachos, miembros de mi iglesia, se mataron en ocasiones diferentes dejando amigos y familiares destrozados.

Ya presencié el triunfo de muchos que resistieron los embates existenciales. Esos, aunque tambaleantes, pudieron retomar sus vidas. Cuando me acuerdo de ellos vuelvo a creer en el poder del compañerismo, de la fe, de la esperanza, y en la presencia, muchas veces imperceptible, de Dios.

Miro hacia atrás y reconozco cómo les auxilié para no volverse locos. Hasta por intuición, les recordaba (como siempre me recuerdo a mi mismo) sobre nuestra humanidad. Somos hechos de luces y sombras. Todos tenemos virtudes y pecados, somos excelentes y ordinarios.

Los neuróticos no pueden vivir con esa realidad y pretenden controlar sus sombras. Por más que se esfuercen, una y otra vez, se sorprenden con las erupciones de un volcán sombrío que duerme dentro de ellos. Entonces, intentan compensar sus vicios, huyendo hacia mundos irreales. Como no logran vivir en paz con sus defectos, intentan mudarse a dimensiones de fantasía. Las neurosis se caracterizan por comportamientos repetitivos cuyo objetivo es camuflar defectos, tan propios de nuestra humanidad. El neurótico se esfuerza por evitar asumir que no es perfecto. Neurosis significa no saber convivir con la realidad humana.

Los psicóticos, por su lado, intentan arrancar sus sombras. Ellos no aceptan el que puedan existir defectos y se rehúsan a afrontar cualquier incoherencia interior. Para no enfrentarse con la realidad, son más radicales: se amputan los ojos. Así, destituidos de toda capacidad de ver su humanidad compuesta de bellezas y fealdades, tampoco pueden ver el mundo. Enloquecen porque se desligan completamente de la vida.

Ya viví tristezas profundas. Mi alma se retorció de dolores atroces, ya me encontré cara a cara con el diablo. Casi perdí el equilibrio, el brío y las ganas de vivir. Si no fuera por mi esposa y unos pocos amigos, no se adonde llegaría mi desesperación.

Desistí de encarnar el mito de la perfección. Ahora, no me flagelo cuando constato mis vanidades. Paré de golpearme cuando me sorprendo con mi vileza, inseguridades y narcisismo. Estoy aprendiendo a convivir conmigo mismo.

Mi paz viene de saber que soy amado y querido por Dios, con mis luces y sombras. El está satisfecho conmigo, aún conociendo mi condición y sabiendo que soy polvo.

Quien no quiera enloquecer, reconozca su humanidad. Detenga cualquier intento de disimular sus sombras con agitación, y desista de continuar convenciéndose de que ha alcanzado la santidad perfecta. Ella sólo le pertenece a la divinidad.

Soli Deo Gloria

Mi plegaria por la paz

por Ricardo Gondim

Dios mío, cuanto furor. No entiendo cómo narices resoplan ira en tu nombre. Ya se ha causado tanto horror por el Nazareno. Se vendió, se compró, se esclavizó, se lucró. No obstante, no me acostumbro a que alguien alegue tu defensa para asesinar. Tu Hijo no vino para robar y destruir. El fue profeta de la paz. Nadie tiene el derecho de matar con el objetivo de generar vida. La humanidad necesita resistir la violencia mientras espera la alborada del Reino.

¿Por qué algunos se sienten convocados a defenderte? ¿Por qué necesitan armas para abogar por ti? ¿Será que te transformaron en una idea? Si te consideran un sustantivo abstracto, convivirán con un dios menor que un ídolo. Se que no permitirás que te confinen a los límites de un concepto. Ellos no conseguirán disminuirte al tamaño de un incitador de lucha sangrienta.

Te ruego por lo que proyectan su imagen narcisista en ti.
Te pido por los que se fían en tu furor y justifican su naturaleza perversa.
Me arrodillo por los mediocres que intentar emplearte como socio.
Me impongo penitencia por los que creyeron en los generales que arrojan bombas sobre los niños.

Altísimo,

Transforma las arenas en prado;
Las trincheras en huertas;
Los tanques en tractores;
Las arengas de guerra en canciones de cuna.

Refresca la memoria del justo con aquello que puede darle esperanza;
Resucita los sueños muertos precozmente en el corazón del joven;
Reescribe en tablas de carne la utopía del cordero y el león pastando en la hierba;
Detén el sol de justicia en el meridiano y promueve la cura de las naciones.

Te lo pido por Jesús de Nazaret,

Amén.

Soli Deo Gloria

La bienaventuranza que todavía no alcancé

por Ricardo Gondim

Mi padre falleció el día seis de diciembre de 2005. En su funeral, agradecí a Dios por su mayor legado en mi vida: dignidad. En la época del golpe militar de 1964 papá no claudicó, y fue preso. Conducido a la base aérea de Galeão, permaneció incomunicado durante muchos meses. Sufrió tortura, humillación y aún después de ser juzgado y declarado inocente fue expulsado de las Fuerzas Armadas. Implacablemente perseguido por el régimen, mi padre fue un ejemplo de firmeza.

Delante de él percibí que existen virtudes que aún no alcancé. Reconozco que no encajo en la bienaventuranza de Mateo 5:10 "Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque el reino de los cielos les pertenece”.

No puedo incluirme en esa promesa pues nunca hice ninguna vigilia solitaria en las veredas de los hospitales públicos que desprecian el derecho del pobre, nunca marché por los ancianos y nunca corrí ningún riesgo por niños abandonados; aún no me encadené a un árbol para no permitir que él sea cortado por la gula de la especulación inmobiliaria; aún no hice huelga de hambre por ninguna causa.

No puedo reclamar ser incluido en este versículo del Sermón del Monte se para mí el tráfico internacional de prostitutas es apenas una noticia bizarra en el noticiero de las 8 hs. Aún no organicé ninguna marcha contra el avance de la pedofilia. ¿Cómo puedo considerarme bienaventurado si analizo el Movimiento de los Sin Tierra con lentes ideológicos y no percibo en cada uno de aquellos manifestantes harapientos un ser humano carente de dignidad?

Después que sepulté a mi padre medité sobre mi vocación, y ahora atino sobre por qué nunca me esposaron o persiguieron.

Fui institucionalizado. El sistema me tragó. Toda mi vida acepté pasivamente que las banderas ideológicas fueran arriadas por el poder del capital. Ingenuamente no escuché cuando un pastor chino me advirtió, hace mas de veinte años, que ninguna ideología, partido político o sistema religioso consigue resistir al poder del capital. Así, con los brazos cruzados, dejé a mi generación capitular delante del consumismo materialista. Desde la platea asistí a la transformación de muchas iglesias en mostradores de servicios religiosos y a muchos pastores convertirse en mercachifles de la Palabra de Dios.

Jesús prometió a los perseguidos por causa de la justicia una gran recompensa en los cielos. No puedo esperar tal galardón. Mi vocación profética es simbólica, con poca densidad. Siempre encontré más fácil criticar que involucrarme. Me olvido que el movimiento desencadenado por Rosa Parks contra las leyes racistas del sur de Estados Unidos sólo progresó porque Martin Luther King no tuvo miedo de marchar por las calles de Alabama. El apartheid de Sudáfrica sólo fue desmantelado porque el obispo anglicano Desmond Tutu decidió transformar sus sermones en acción política y el metodista Nelson Mandela pasó 30 años en la cárcel.

Confieso. Aún no me veo digno de la felicidad de recibir el mismo galardón de los profetas. Mientras ellos defendieron a los huérfanos y a las viudas, yo me contenté con predicar un mensaje desencarnado. Por años hablé del cielo para huir de las injusticias que me rodeaban. Erré, al prometer salvación como una forma de mitigar el sufrimiento impuesto a los pobres por gobiernos sin prioridades. Hablé, cuando no comprendí la advertencia de Santiago (1:27) "La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo".

En el Sermón del Monte sólo una virtud es mencionada dos veces: justicia. Ella es tan prioritaria para Jesús que sólo entenderé completamente su valor cuando siga sus pasos rumbo al Calvario.
Vale recordar a Frei Betto, que también sufrió durante la dictadura. Enclaustrado y sin perspectiva de liberación, el notó que sus verdugos procuraban humillarlo aún más. Usando artilugios legales procuraron cambiar su condición de preso político para el de condenado común. En esa circunstancia ese fraile católico hizo una huelga de hambre como forma de resistencia. Después de varios días sin alimentación, debilitado y peligrosamente próximo a morir, sus familiares intentaron persuadirlo, pidiendo que se retractara: "Basta Betto, nuestra mayor dádiva es la vida" le dijeron. "No la arrojes por un detalle jurídico", insistieron. Resuelto, él respondió: "No, la mayor dádiva que recibí de Dios no fue la vida, y sí la dignidad". La bienaventuranza que genera dignidad nace del compromiso con la justicia, de la disposición de transformar valores en acción, y de la inconformidad con la cobardía.

Se que aún tengo mucho que aprender y crecer, pero antes de hacer mi última travesía, espero ser incluido en esa felicidad que pertenece solamente a aquellos que pudieron repetir con Pablo (Hechos 20:24): "Sin embargo, considero que mi vida carece de valor para mí mismo, con tal de que termine mi carrera y lleve a cabo el servicio que me ha encomendado el Señor Jesús, que es el de dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios".

Soli Deo Gloria

El baile

por Ricardo Gondim

-¿Bailamos?- Con esa pregunta conquisté a mi primera compañera de baile. En aquellos tiempos había pocas oportunidades para acercarse a una chica, y yo comenzaba a derrochar hormonas. Por eso, no faltaba a las fiestas de las tardes de Maguary, el club de mi adolescencia; allí tendría buenas oportunidades para oler el perfume en el cuello de una mujer.

Fui un desastre cuando intenté bailar por primera vez. Sin dejarme encantar por la melodía, mis pies se confundieron en el compás del bolero. Sin ritmo, tropecé varias veces en las sandalias ajenas. ¡Que horror! no pude hacer el "dos para allá, dos para acá". Cuanto más me preocupaba, más me parecía a un robot desfilando por la feria de informática. Bailé sin soltura, inflexible como un eje de tractor. Abrumé a mi compañera. La fiesta terminó y regresé a casa humillado. Desaprendí lo que nunca había aprendido. De ahí en más, acumulé peores humillaciones. Cada nueva tertulia musical se transformaba en una tortura.

Mi salvación vino cuando me afilié a una comunidad evangélica. Allá se prohibían las danzas profanas. Entre los creyentes no volvería a la vergüenza de pisar los lindos pies femeninos.

A pesar de todo, hoy percibo que perdí mucho tiempo al nunca haber aprendido a bailar el vals. La danza es una manera elegante de moverse no sólo en las fiestas, sino por la vida. Cuando bailamos, la música penetra nuestra piel afectando el alma y el espíritu, enseñándonos a ser leves.

Que elegante es observar a un caballero deslizándose con su dama por el salón. Sincronizados magistralmente, los dos parecen uno, estimulados por el sonido embriagador que viene de la orquesta. Una vez contemplé una pareja moviéndose con tanta gracia que parecían levitar. El hombre trazaba líneas imaginarias con los pies y ella lo seguía, rendida; ambos sumaban armonía con espontaneidad. A nosotros, los que tenemos pies de plomo, nos queda la envidia.

Los buenos bailarines son alquimistas que transforman melodías en gestos. Como artistas, se burlan de las reglas fijas. Se comportan semejantes a los músicos de jazz, que deslumbran con su improvisación. Son mariposas que vuelan graciosamente por el espacio del salón, obedeciendo la orden mágica de la música. El caballero apoya la mano en la espalda de la dama dando órdenes con toques sutiles, pero con tal delicadeza que ella reconoce que él también está siendo llevado, sometido por la melodía.

Después de casarme llegué a pedirle a mi esposa que me enseñe a bailar, en un intento desesperado de recuperar los años perdidos sin música y sin levedad. ¡Demasiado tarde! Continué sin mecerme, sin ritmo y sin sensibilidad para dejarme empapar por la melodía.

Reconozco que soy exageradamente conciente de mis incapacidades motoras, pues aún vacilo entre la izquierda y la derecha. No me gusta que noten el tamaño de mi torpeza. Traumatizado, me imagino que se reirán por mi falta de juego de cintura.

Bailar consiste en una de las pocas actividades aún no mecanizadas, ya que espontaneidad, improvisación y levedad son sus atributos esenciales.

Los bailes acompañan al homo sapiens desde el principio. Nuestros antepasados saltaron de alegría cuando controlaron el fuego. Había danza en las más remotas manifestaciones de felicidad. Después, cuando las sociedades se aglutinaron para celebrar las victorias de la guerra y los ritos de pasaje, los movimientos evolucionaron más acompasados. Más tarde, intentaron imitar los ritmos y las pulsaciones que sentían venir del universo. Así nació la práctica religiosa, en la búsqueda de esa sintonía artística con la esencia de la vida, ya sea rodeando la fogata o intentando imitar el volar gracioso de los pájaros. Religión y danza brotaron juntas.

Más tarde, los magos ansiaron entender por qué las estrellas titilaban, intuyendo correctamente, que existe ritmo en la expansión del universo. Ellos notaban música en el susurro de los árboles, en la bruma plateada que desciende de la montaña helada, en el vaivén de los mares, en los movimientos de los girasoles, y obviamente, en el canto de los pájaros. Los cultos se propagaron con mucha danza.

En la edad media, físicos, matemáticos y filósofos descubrieron leyes fijas y comenzaron a describir al universo como un enorme reloj. Con el enunciado de la gravedad se descubrieron algunos porqués de la mecánica universal, descrita como una rueda dentada. Para ellos, el mundo no era más que una máquina sin gracia; todo engranado en la cadencia de un tic-tac repetitivo; la vida seguida por senderos conocidos de causa y efecto. Presos de la lógica y de la linealidad empírica, descartaron la belleza de lo imprevisto y el encanto de la sorpresa. En la física newtoniana determinista no existe danza, ni bailarines.

Sólo con la física cuántica se aprendió que las subpartículas bailan; y que los electrodos vanidosos, danzan de a pares. En el inmenso baile existencial, todo improvisa delante de la observación atenta de la platea. No existe el determinismo.

Por adoptar la percepción mecánica de la realidad, la religión prestó un (in)servicio a la humanidad. En occidente prevaleció la espiritualidad especulativa y cerebral. La religión pasó a competir con la ciencia en la fútil tentativa de controlar los procesos cósmicos de causa y efecto. Gracias a esto, lamentablemente, grandes segmentos cristianos descartaron la celebración devocional, perdiendo el encanto del misterio. Se relegó a los místicos la adoración maravillada de un Dios que excede a la razón. En el ansia de codificar la fe, se olvidaron de la noción de un Padre que organiza grandes fiestas y banquetes.

Las escrituras hebreas y cristianas no revelan a un Dios controlando el universo como un relojero que da cuerda a una máquina bien ajustada. El no se revela microgerenciando los actos humanos como un bondadoso y noble dictador. En la fiesta de la creación Dios hizo música, y tal cuál un excelente Caballero invita a sus hijos para el baile.

El Dios bailarín busca conducir a sus hijos con imperceptibles toques en la espalda, queriendo, delicadamente, enseñar a sus compañeros a querer ser estimulados por el sonido de su orquesta.
Que privilegio bailar con Dios, siendo seducidos por la fe, con la conciencia que nuestro próximo paso será siempre inédito; sabiendo que nadie repetirá las pisadas que dejamos en el salón.

Continúo tímido, prefiriendo la previsibilidad cartesiana. Sospecho, mientras tanto, que seré mucho más feliz al aceptar la invitación divina para el próximo vals.

Soli Deo Gloria.