30 de marzo de 2007

Amor y libertad

por Ricardo Gondim

Libertad y amor

No se puede ejercer libertad y coerción al mismo tiempo. Nadie puede sujetar al ser que ama con la intención de conquistar su cariño.

El ser amado necesita sentirse libre para cambiar, para rechazarme o para huir; y yo que le ofrezco mis sentimientos, sufriré por sus elecciones.

Además, cuanto mayor es el amor, mayor es la posibilidad del dolor. Quien ama con amor infinito corre el riesgo de sufrir un dolor infinito.

Juan Luis Segundo aseguró:

"... significa también que la persona amada permanece libre para cambiar, para rechazarme o provocarme el mayor dolor que puedo experimentar. De hecho, amar es ofrecerse desprotegido (según la frase de Freud) al dolor.”

¿Qué sucede entonces con la persona que cree poder exigir de Dios una creación donde el amor sea infaliblemente feliz? Pretende un amor sin don de sí, esto es un no-amor, un egoísmo donde la persona a quien digo amar se convierte en un instrumento determinado y ciego, sin capacidad de expresar libremente su ser.

El amor infalible no es amor. El dolor es la otra cara del don de sí mismo, sin reservas, gratuito, como es todo amor verdadero”.
Por lo tanto, el Dios que no se hizo vulnerable a la posibilidad de ser rechazado, no ama. Y el Dios incapaz de amar no es el Dios bíblico.

Soli Deo Gloria.

29 de marzo de 2007

Victor Hugo y yo

por Ricardo Gondim

Enfrenté las más de 1200 páginas de “Los Miserables” y quedé fascinado, conmovido y desafiado por el romanticismo poético, lírico, de Victor Hugo.

Confieso que me perdí en algunos relatos históricos sobre la Francia de Napoleón, sobre Robespierre, y con los eventos que antecedieron la caída de la Bastilla. Sin embargo, no me desconecté, en ningún momento, de la trayectoria de Jean Valjean, Fantine, Cosette, Javert y otros.

Delante de Hugo, me siento como una luciérnaga que mira hacia arriba y contempla una estrella de eminente grandeza; separados por millones de quilómetros, no soy más que un insecto que intenta parpadear su luz al compás del astro infinitamente mayor.

Creo que nadie debería pasar por la vida...
sin oír a Bach,
sin leer la biografía de Nelson Mandela: “El largo camino hacia la libertad”,
sin ver jugar a Ronaldinho,
sin contemplar un Van Gogh original,
sin entrar en la catedral de la Sagrada Familia de Gaudí en Barcelona,
sin ver las Cataratas del Iguazú,
sin comer un “baião de dois” (plato tradicional de Ceará) y
sin leer, además de la Biblia, “Los Miserables”.

Yo ubico su obra entre las mayores de la literatura de todos los tiempos; su narrativa fluye, sus personajes están bien construidos, el argumento no cae en los lugares comunes de otras novelas y su visión del mundo es bellísima – vale comparar el optimismo iluminista de la modernidad y tener nostalgia de nuestras antiguas utopías.

Basta citar el prefacio del propio Victor Hugo para que la boca se haga agua:
"Mientras a consecuencia de las leyes y las costumbres exista exclusión social, creando artificialmente infiernos en plena civilización y complicando con una humana fatalidad el destino, que es divino; mientras los tres problemas del siglo – la degradación del hombre por el proletariado, la prostitución de la mujer por el hambre, y la atrofia de la niñez por la ignorancia – no fueren resueltos; mientras en ciertas regiones sea posible la asfixia social; en otros términos, y bajo un punto de vista más amplio, mientras haya ignorancia y miseria sobre la tierra, los libros como este no serán inútiles".
Sugiero a todos mis amigos que se decidan y lean – o relean, si es el caso – la maravillosa historia de un hombre que ser pareció mucho a Jesús de Nazaret.

Te aseguro que nunca volverás a ser el mismo.

Soli Deo Gloria.


(N. del T. tengo una versión del libro "Los Miserables" en español, en formato PDF de 1.83 MB. Es libre y gratuita. Si alguien desea el archivo, favor de enviarme un correo a lgabrielpr@yahoo.com y se lo envío. Gabriel)

27 de marzo de 2007

Propuesta para un Credo

por Ricardo Gondim

Noto que los credos están en desuso. Percibo que la lista que contiene los puntos fundamentales de aquello en lo cual creemos, se está resumiendo exageradamente. Comprendo que hay un clamor cada vez mayor para profundizar nuestros contenidos doctrinarios y teológicos. Creo que necesitamos puntualizar algunas dimensiones de nuestra fe y como fruto de ese trabajo escribir Credos más densos, que contengan más detalladamente lo que pensamos sobre Dios y su revelación. He tenido la osadía de anotar algunas ideas a manera de borrador.

Creo en la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo que, en una comunidad trascendente conviven en una mutualidad tan perfecta, que no se puede hablar de tres Dioses, sino de uno solo. Creo que esa comunidad responde a los interrogantes filosóficos sobre el por qué del Universo. En el principio, Dios no estaba solo y no creó por necesidad de compañía. Él no estaba triste, ni aislado, todo lo contrario, convivía en una armonía amorosa y en felicidad plena. Creo que Dios creó seres semejantes a sí mismo con la intención de invitarles a disfrutar de su plenitud. Creer en Dios significa vivir con la certeza que en Él encontramos el regazo materno, el último pecho, el brazo paterno y la compañía fraternal del amigo más fiel que un hermano. En la Trinidad, creemos que Dios es amor y que el universo gira en torno al altruismo y no del egoísmo. Por causa de la Trinidad, creemos que los sistemas que promueven ganancias, indiferencia y desprecio por el prójimo no resistirán el desgaste del tiempo.
El Dios trino invita a otros al baile eterno en que Padre, Hijo y Espíritu Santo se prefieren uno al otro en honra. Con Él, aprendemos que la compañía de nuestro prójimo no es un estorbo y que el infierno es la soledad y la ausencia de vida comunitaria.

Creo en Dios Padre, el Todopoderoso creador de todo lo que existe. Creo que Dios soberanamente decidió renunciar a parte de su omnipotencia cuando creó seres a su imagen y semejanza. Él se volvió débil porque quiso abrir un espacio para relacionarse con nosotros en amor. Decidió no imponerse por coerción o soborno. Creo que el libro de Job está en la Biblia para que sepamos que el gobierno moral de Dios no se fundamenta en el utilitarismo. Satanás se presentó delante del Señor quien le preguntó si ya se había puesto a pensar en Job, un hombre recto e intachable, que lo honraba y vivía apartado del mal. El ángel de las tinieblas aprovechó la oportunidad para levantar una acusación horrorosa: Que Él sólo lograba el amor de sus hijos porque los compraba con bendiciones: “¿Y acaso Job te honra sin recibir nada a cambio?”, preguntó Satanás. “¿Acaso no están bajo tu protección él y su familia y todas sus posesiones?” Luego de perder todo, incluso la salud, Job da testimonio que Dios es amado no por aquello que Él da, sino por quien Él es. De esta manera, la fuerza más contundente de Dios no viene de su capacidad para imponerse o de hacer trueques a cambio de la fidelidad de sus hijos, sino de permitir que, libres, ellos quieran o no su compañía. Dios prefiere ser conocido como Padre y no como un déspota celestial.

Creo en Jesucristo, no creado, sino eternamente generado en el seno del Padre y nacido de la virgen María, por el poder del Espíritu Santo. Creo que Dios no se contentaría con contemplarnos a la distancia, por eso envió a su Hijo para que fuese nuestro Emmanuel — Dios con nosotros. Creo que su venida al mundo no fue un pensamiento posterior al pecado, desde siempre Dios quiso construir su morada entre los humanos. Creo que Jesús, siendo en forma de Dios no se deslumbró con el poder; así aceptó despojarse y transformarse en hombre como todos nosotros. A pesar de nunca dejar de ser totalmente Dios, fue tentado, sufrió, aprendió y murió. En su misión, caminó al lado de los pobres, restableció la dignidad de los excluidos, saqueo los lugares oscuros para rescatar a los esclavos, enfrentó los procesos generadores de la muerte. Creo que Jesús no buscaba reconciliar a Dios con los hombres, sino que como el último Adán, busca reconciliarnos con el Padre.

Creo en el Espíritu Santo, no hecho, ni creado, ni generado por el Padre o por el Hijo, pero que procede de ellos. Creo en el Espíritu de Dios que actuó primeramente en la vida de Jesús, ungiéndolo para que fuese el Cristo. Su misión en la vida de Jesús no fue capacitarlo para que fuese más eficaz en sus acciones, sino para que anduviese en mayor dependencia de Dios. Creo que el Espíritu descendió sobre Jesús el día de su bautismo para concientizarlo que jamás debería intentar realizar su ministerio separado de Dios. El Espíritu lo impulsó al desierto y allí fue tentado por el diablo. Por tres veces fue tentado con la omnipotencia. Si Él se lanzaba desde lo alto del templo sin sufrir daño alguno, sería la práctica del milagro por el milagro. Tentado por el poder sobrenatural, sucumbiría a la seducción pura y simple de aprovecharse de los atributos divinos para protegerse. En la tentación de transformar las piedras en pan, mostraría que no necesitaba valerse de la Providencia, cuando le faltase alguna cosa, obraría con autonomía y a discreción. Cuando sufrió la tercera tentación –no debemos olvidarnos que Él sabía de su misión de buscar la creación perdida– el diablo le ofreció ser el dueño del mundo, pero Él no aceptó. No le interesaba tener vidas o riquezas que le llegaran por manipulación, logro o coerción. Simone Weil, una filosofa judía que se convirtió al cristianismo durante la II Guerra Mundial, estuvo en lo cierto al afirmar:

“Dios se negó a favor nuestro, para darnos la posibilidad de negarnos por Él… Las religiones que concibieron esa renuncia, esa distancia voluntaria, ese debilitamiento voluntario de Dios, su ausencia aparente y su presencia secreta aquí abajo, esas religiones son la verdadera religión, la traducción en diferentes idiomas de la Gran Revelación. Las religiones que representan la divinidad como comandando en todo lugar donde tenga el poder de hacerlo, son falsas. Aunque sean monoteístas, son idolatras”.
Él se convirtió en lo que todos nosotros deberíamos ser, personas concientes de su fragilidad y en íntima comunión con Dios.

Creo en la humanidad y que hombres y mujeres, independientemente del color de la piel, estética física o cultura, todavía cargan la Imago Dei— imagen de Dios. Aún caídos y manchados por el pecado, son capaces de acciones dignas. Creo que fuerzas malignas controlan estructuras económicas, políticas y militares, encarcelando personas, produciendo sufrimiento y muerte. Creo, incluso, que esos poderes son, muchas veces, potenciados por ángeles caídos. Admito también que la ganancia y el odio son meramente humanos. Acepto que, al recibir de Dios el mandato de conducir la historia, hemos producido más sufrimiento que felicidad. Sin embargo, creo que podemos tener esperanza: la Imago Dei no está totalmente perdida. Todavía hay Organizaciones No Gubernamentales luchando por la preservación de los santuarios ecológicos; todavía hay médicos y dentistas sumergidos en favelas y campos de refugiados de guerra; todavía hay misioneros cuidando de la salud de los indígenas. Los poetas todavía hablan en versos y prosas sobre la belleza de la vida, y los trovadores todavía tocan sus guitarras celebrado el amor. Científicos todavía luchan para encontrar terapias contra el cáncer, vacunas contra el virus del sida; terapeutas todavía se dedican a los enfermos mentales, todavía existen voluntarios cuidando niños en orfanatos, padres adoptando hijos abandonados, mujeres visitando indigentes en hospitales públicos. Ellos nos inspiran a creer en el futuro.

Creo en la Iglesia que anticipa la llegada del Reino de Dios. Creo en su misión de continuar lo que Jesús inició: amar a los desvalidos, abrigar a los abandonados, extender misericordia a los desdichados y brindar a todos la gracia que nos conduzca de nuevo, a toda la creación, de regreso a Dios. No creo que el icono de la iglesia deba de ser un Cristo conquistador, sino el Cordero crucificado, que no vino para ser servido y si para dar su vida en rescate por muchos. Creo que la iglesia no fue llamada para ocupar el primer lugar entre los poderosos, sino a tener la simplicidad de las palomas. Creo que en ella encontramos el mejor lugar para vaciarnos de nuestra falsa divinidad y concientizarnos de que toda ambición de poder por el poder mismo es diabólica.

Se que esta propuesta para un Credo es solo un borrador y necesita ser profundizada por más personas. Sin embargo, espero haber dado una primera contribución para que podamos cimentar mejor nuestra fe. Hoy, algunas de nuestras convicciones son fruto del trabajo teológico de las primeras generaciones que no se conformaban con superficialidades. Vamos a actuar para que, en el futuro, la próxima generación no resienta el hecho de habernos conformado con la mera repetición de estribillos religiosos.

Soli Deo Gloria.

26 de marzo de 2007

Preguntar no ofende

por Ricardo Gondim

Hay preguntas insistentes, y por más que intentemos callarlas, siguen resonando en nuestro interior.

¿Por qué hubo tanto interés por parte de Estados Unidos e Inglaterra para liberar a Irak de un dictador sanguinario, y no existe el mismo interés con Haití que vive en un caos total? ¿Será que la violencia es menos perversa allí? ¿Será que el gobierno norteamericano no advierte, con el mismo interés, el clamor de un pueblo que vive a menos de quinientos kilómetros de sus fronteras? ¿No habían aprendido a compadecerse de la suerte de quienes viven del otro lado del mundo?

¿Por qué las iglesias evangélicas norteamericanas no recuerdan las palabras de Jesus, “porque los que a hierro matan, a hierro mueren”? ¿Tampoco recuerdan “dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios”? Como sal y luz de la tierra, los pastores ¿no deberían haberle recordado al presidente Bush -en tantos desayunos que la Casa Blanca organizó- que estaba por iniciar un ciclo interminable de violencia? ¿Quién es el mayor responsable por los más de cinco mil iraquíes muertos, y los más de dos mil doscientos soldados americanos que ya fueron sepultados? ¿Será responsabilidad de la política torpe o de los profetas que se callaron?

¿Por qué en Texas, conservador y fundamentalista, la tasa de divorcios es mayor que en Massachussets, liberal y tolerante? ¿Cuáles son los valores morales más importantes para elegir a un presidente? ¿La reivindicación de los derechos de los homosexuales para casarse, o la destrucción del medio ambiente? ¿El aborto, o el avance endémico del sida en África? ¿Las medidas proteccionistas que destruyen naciones enteras, o las propagandas sensuales en la televisión? ¿Qué cosas los evangélicos consideran vitales para que un país sea cristiano? ¿Un monumento de piedra en la puerta de un tribunal con los Diez Mandamientos? ¿La lujuria consumista? ¿Por qué la falta de autocontrol y la gula no son combatidas con vehemencia? ¿Por qué un país que dice estar experimentando un avivamiento religioso posee uno de los mayores índices de obesidad mórbida del planeta? ¿Será que esos obesos son, incluso, los propios cristianos?

¿Por qué el PT –Partido de los Trabajadores– no aprovechó su inmensa popularidad y promovió los grandes cambios estructurales que Brasil necesita? ¿Será que los votos que Lula recibió no significaron un clamor para no continuar con la política promovida por Fernando Henrique Cardoso, de buena convivencia con las elites? ¿Necesitaba Lula seguir besando la mano de los oligarcas que siempre se enriquecieron con el poder? ¿Será que George Orwell pensaba en Brasil cuando escribió “Rebelión en la granja”?

¿Por qué se habla tanto de la redistribución de la renta en Brasil y no hay ninguna acción concreta para revertir los más escandalosos modelos concentradores de riqueza del mundo? ¿A dónde va a parar el dinero de los impuestos que es arrancado de los trabajadores que, sin poder reaccionar, observan como sus salarios disminuyen desmedidamente? ¿Por qué los que dicen ser patriotas no aceptan que se toquen sus privilegios?

¿Por qué se predica tanta prosperidad en las iglesias evangélicas y la gran mayoría del pueblo continúa en la pobreza? Desde que las iglesias neopentecostales comenzaron a hablar de prosperidad ¿no ha pasado suficiente tiempo como para que se mejoraran algunas estadísticas económicas a nivel nacional? ¿Será que los salarios continúan sin aumentar, o los creyentes están escondiendo sus fortunas?

Algunas preguntas son insistentes y continuarán resonando. Son esas preguntas las que derriban a los poderosos. Ellas anticipan el brillo del sol de justicia. Entonces, aunque no estemos siendo oídos, continuemos cuestionando.

Soli Deo Gloria.

22 de marzo de 2007

¡No quiero ser apóstol!

por Ricardo Gondim

Los pastores tienen un fino sentido del humor. Muchas veces, se reúnen y cuentan casos folclóricos, describen sujetos pintorescos y cuentan sus propios desaciertos. Se ríen de sí mismos y buscan descargar en la carcajada las tensiones que pesan sobre sus hombros. Últimamente, se hacen bromas de los títulos que los líderes están utilizando para referirse a ellos mismos. Es que hay una cierta, digamos, fascinación en los pastores por promoverse como obispos y apóstoles. En una reunión, cuenta la anécdota, uno le pregunto a otro: “¿Tú, ya eres apóstol?” a lo que el otro respondió: “No, y no quiero. Mi deseo ahora es ser semidios. Ser apóstol se está volviendo muy común y mi ministerio es tan especial que solo ese título me cabe”. Otro chiste frecuente entre los pastores dice que: si en el libro de Apocalipsis el ángel de la iglesia es un pastor, entonces, el que desarrolla un ministerio apostólico sería un “arcángel”.

¡Ya lo he decidido! ¡No quiero ser apóstol! Por lo poco que conozco sobre mí debo reconocer, sin falsa humildad, que no tengo las condiciones espirituales para ser uno de ellos. Además, no quiero que mi ambición por cuestiones de éxito y de prestigio, lo cual es pecado, se transforme en motivo de burla.

Reconozco que los apóstoles constan entre los cinco ministerios locales que Pablo describe en Efesios 4:11. No se puede negar que los apóstoles fueron establecidos por Dios en primer lugar, antes que los profetas, los maestros, los que hacen milagros, los que tienen dones de sanidad, los que ayudan, los que administran y aquellos que tienen don de lenguas. Pero yo me conformo con mi sencilla función de pastor. Ya que no todos son apóstoles, ni todos profetas, y no todos son maestros o hacen milagros, como consta en 1º Corintios 12:29. Parece no haber falta de mérito en el hecho de ser un simple obrero.

Mis escasos conocimientos de griego no me permiten grandes aventuras léxicas. Pero cualquier diccionario teológico nos ayuda a entender el sentido neotestamentario de los términos “apóstol” o “apostolado”. Según la Enciclopedia Histórico-Teológica de la Iglesia Cristiana: “El uso bíblico del término ‘apóstol’ está casi enteramente limitado al Nuevo Testamento. Ocurre setenta y nueve veces: diez en los evangelios, veintiocho en Hechos, treinta y ocho en las epístolas y tres en Apocalipsis. Nuestra palabra española es una transliteración de la palabra griega apostolos, que se deriva de apostellein, enviar. Aunque en el Nuevo Testamento se usen otras palabras que indican despachar, enviar, mandar a otro lugar, la palabra apostellein pone énfasis en los elementos de la comisión – la autoridad de quien envía y la responsabilidad delante de éste. Por lo tanto, si nos limitamos rigurosamente al término, un apóstol es alguien enviado en una misión específica, en la cual actúa con plena autoridad a favor de quien lo envió, y debe rendirle cuentas a él”.

Jesús fue llamado apóstol en Hebreos 3:1. Él hablaba los designios de Dios. Los doce discípulos más cercanos a Jesús también recibieron ese título. El número de apóstoles era fijo, pues existía un paralelismo con las doce tribus de Israel. Jesús se refiere únicamente a doce tronos en la era venidera (Mateo 19:28; Ap 21.14). Luego de la traición de Judas, y para que se cumpliese la profecía, al parecer la iglesia se sintió obligada en el primer capítulo de Hechos a preservar ese número. A pesar de esto, no tenemos conocimiento, al menos al estudiar la historia de la iglesia, de otros esfuerzos hechos para seleccionar nuevos apóstoles como sucesores de los que morían (Hechos 12:2). Con el paso del tiempo ya no se podían cumplir las exigencias para que alguien fuese calificado como apóstol: “Por tanto, es preciso que se una a nosotros un testigo de la resurrección, uno de los que nos acompañaban todo el tiempo que el Señor Jesús vivió entre nosotros, desde que Juan bautizaba hasta el día en que Jesús fue llevado de entre nosotros". (Hechos 1:21).

Por esta razón, algunos de los mejores exegetas del Nuevo Testamento concuerdan en que las listas ministeriales de 1º Corintios 12 y Efesios 4 se refieren exclusivamente a los primeros apóstoles y no a nuevos apóstoles.

Pero, ¿qué del apostolado de Pablo? La excepción confirma la regla. En la defensa de su apostolado, en 1º Corintios 15:8, él afirma que fue testigo de la resurrección (vio al Señor en el camino a Damasco), pero reconoce que era un abortivo (nacido fuera de tiempo): “Admito que yo soy el más insignificante de los apóstoles y que ni siquiera merezco ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios” (1º Corintios 15:9). El testimonio de más de 2.000 años de historia es que los apóstoles fueron solamente aquellos doce hombres que anduvieron con Jesús y fueron comisionados por él para ser las columnas de la iglesia, la comunidad espiritual de Dios.

Lo que preocupa en relación con estos apóstoles posmodernos es algo aún más grave. Tiene que ver con nuestra naturaleza que codicia el poder, que se fascina con los títulos y que hace del éxito una filosofía ministerial. Existe una carrera desenfrenada sucediendo en las iglesias por ver quién es el mayor, quién está a la vanguardia de la revelación del Espíritu Santo y quién ostenta la unción más eficaz. Tanto es así que los que se atreven al título de apóstol son los líderes de ministerios de gran visibilidad y que logran movilizar enormes multitudes. Poseen un perfil carismático, saben lidiar con las masas y, desafortunadamente, son ricos.

No quiero ser un apóstol porque no deseo estar en la vanguardia de la revelación. Deseo ser fiel a la corriente principal del cristianismo histórico. No quiero una nueva revelación que haya pasado inadvertida para Pablo, Pedro, Santiago o Judas. No quiero ser apóstol, porque no me quiero alejar de los pastores sencillos, de los misioneros sin glamour, de las mujeres que oran en los círculos de oración y de los santos hombres que me precedieron, que no conocieron las tentaciones de los mega eventos, del culto-espectáculo y la vanagloria de la fama. No quiero ser apóstol, porque no creo que necesitemos de títulos para hacer la obra de Dios, especialmente cuando estos nos confieren estatus. Por el contrario, estoy dispuesto incluso a renunciar a ser llamado “pastor” si esto representa una graduación y no una vocación de servicio.

No menosprecio a las personas, más bien siento un profundo pesar al percibir que el ambiente evangélico conspira para que los hombres de Dios se sientan atraídos por ostentar títulos, cargos y posiciones. Embriagados por la exuberancia de sus propias palabras, creyentes que son especiales aceptan los aplausos que vienen de los hombres y olvidan que no fue ese el espíritu que caracterizó al ministerio de Jesús de Nazaret.

Él nos enseñó a no codiciar los títulos y tampoco aceptar las alabanzas humanas. Cuando un joven rico lo saludó con un “Maestro bueno”, él rechazó la expresión: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino solo Dios” (Marcos 10:17–18). La madre de Santiago y de Juan pidió un lugar especial para sus hijos. Jesús aprovechó el malestar causado por esto para enseñar: “Como ustedes saben, los gobernantes de las naciones oprimen a los súbditos, y los altos oficiales abusan de su autoridad. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor, y el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de los demás; así como el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:25–28).

Los pastores se están olvidando de lo principal. No hemos sido llamados para tener ministerios exitosos, sino más bien para continuar el ministerio de Jesús, el amigo de los pecadores, compasivo con los pobres e identificado con los dolores de las viudas y los huérfanos. Ser pastor no es acumular conquistas académicas; no es conocer políticos poderosos, no es ser un gerente de las grandes empresas religiosas, no es pertenecer a las altas esferas de las jerarquías religiosas. Pastorear es conocer y vivenciar la intimidad de Dios con integridad. Pastorear es caminar al lado de la familia que acaba de enterrar un hijo prematuramente y que necesita experimentar el consuelo del Espíritu Santo. Pastorear es ser fiel a todo el consejo de Dios; es enseñar al pueblo a meditar en la Palabra de Dios. Ser pastor es amar a los perdidos con el mismo amor con que Dios los ama.

Pastores, no quieran ser apóstoles, sino busquen el secreto de la oración. No ambicionen tener mega iglesias; traten de ser hallados como dispensadores fieles de los misterios de Dios. No se encandilen con el brillo de este mundo; más bien busquen servir. No fundamenten sus ministerios sobre el afán por descubrir siempre algo nuevo; busquen manejar bien la palabra de verdad, aquella misma que Timoteo recibió de Pablo y que debía trasmitir a hombres fieles e idóneos, los cuales a su vez instruirían a otros. Pastores, no permitan que sus cultos se transformen en show. No alimenten la naturaleza terrenal y pecaminosa de las personas; prediquen el mensaje del Calvario.

San Agustín afirmó: “El orgullo transformó ángeles en demonios”. Si queremos parecernos a Jesús, sigamos el consejo de Pablo a los Filipenses: “La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!” (Filipenses 2:5–8).

Soli Deo Gloria.

20 de marzo de 2007

¡Estoy cansado!

por Ricardo Gondim

¡Me cansé! Entiendo que el mundo evangélico no admite que un pastor confiese su cansancio. Conozco muchos pasajes de la Biblia que prometen restaurar a los inválidos. Comprendo que el profeta Isaías enseña que Dios restaura las fuerzas de aquel que ha perdido el vigor. También se que Jesús da alivio a los cansados. Por eso, ya me preparo para las censuras de aquellos que van a escandalizarse con mi confesión y considerarán que soy un derrotista. Sin embargo, no puedo disimular: me encuentro exhausto.

No, no me cansé de Dios o de mi vocación. Continúo entusiasmado con lo que hago; amo a Dios, como también amo a mi familia y a mis amigos. Permanezco esperanzado. Mi agotamiento tiene otras fuentes.

Me cansa el discurso repetitivo y absurdo de aquellos que mercadean con la Palabra de Dios. Ya no aguanto más que se tomen versículos sacados del Antiguo Testamento, que se aplicaban a Israel, para vender ilusiones a quienes llenan las iglesias buscando alivio. Esa posibilidad mágica de revertir una realidad cruel me destruye, porque se que es pura propaganda engañosa. Me cansé de los programas radiales donde los pastores no anuncian más los verdaderos contenidos del evangelio; porque gastan el tiempo alardeando las virtudes de sus propias instituciones. Causa hastío saber de las infinitas campañas y reuniones de oración, todas con el propósito exclusivo de abarrotar sus templos. Considero a los amuletos evangélicos cosas horribles. Me cansé de tener que estar explicando la abismal diferencia que existe entre la verdadera fe bíblica y las creencias populares supersticiosas.

Me cansa la lectura simplista que algunos sectores evangélicos hacen de la realidad. Me siento triste cuando percibo que la injusticia social es vista como una conspiración satánica, y no como fruto de una construcción social perversa. No se consideran los siglos de preconceptos, ni que existe una economía perversa que opera privilegiando a las elites desde hace siglos. No aguanto más cultos para atar demonios o para quebrar las maldiciones que están sobre Brasil y sobre el mundo.

Me cansa la aburrida repetición de las teologías sin creatividad ni riqueza poética. Siento lástima de los teólogos que se contentan reproduciendo lo que otros escribieron hace siglos. Presos por los moldes de sus escuelas teológicas, no logran admitir que existen otros puntos de vista en la lectura de las Escrituras. Conviven con una teología prefabricada. No alcanzan a ver su pobreza porque creen que basta profundizar en el conocimiento “científico” de la Biblia, y develarán los misterios de Dios. La aridez fundamentalista agota mis fuerzas.

Me cansan los estereotipos pentecostales. Que doloroso es observarlos: sin una nueva visitación del Espíritu Santo, buscan crear ambientes espirituales con gritos y manifestaciones emocionales. No hay nada más desolador que un culto pentecostal con una coreografía cuidadosa, pero sin vitalidad espiritual. Me cansé, incluso, de los chistes contados por los propios pentecostales sobre los dones espirituales.

Me cansé de escuchar historias sobre evangelistas extranjeros que vienen a soplar sobre las multitudes. Me dejan desanimado porque se que provocan a las personas a “caer bajo el poder el Dios” para sacar fotografías o grabar el acontecimiento y después hacer fortunas en sus países de origen.

Me cansan las preguntas que me hacen sobre la conducta cristiana y el legalismo. Recibo todos los días varios mensajes electrónicos de personas que me preguntan si pueden beber vino, usar piercing, hacerse tatuajes, recibir tratamiento con acupuntura, etc. La lista es enorme y parece inacabable. Me cansa esa mentalidad pequeña, que no sale de las insignificancias, que no concibe un ejercicio religioso más noble; que no piensan en los grandes temas. Me cansa la gente que necesita bozales, que no sabe ser libre y no logra caminar con principios. Considero intolerable convivir con aquellos que se conforman a una existencia bajo el dominio de la ley y no del amor.

Me cansan los libros evangélicos traducidos al portugués. No tanto por las traducciones mal realizadas, tampoco por los ejemplos tomados del golf o del béisbol, que nada tienen que ver con nuestra realidad. Me cansan los paquetes prefabricados y el pragmatismo. Ya no aguanto más libros con diez leyes o veintiún pasos para cualquier cosa. No logro entender como una iglesia tan vibrante como la brasileña necesita copiar los ejemplos del Norte, donde la abundancia es tanta que los profetas denuncian el pecado de la complacencia entre los creyentes. Me cansé de tener que opinar si estoy de acuerdo o no con un nuevo modelo de iglecrecimiento copiado y que está siendo adoptado aquí en Brasil.

Me cansa la falta de belleza artística de los evangélicos. Hace poco tiempo fui a ver un show de música evangélica, sólo para salir de allí devastado. La música era mediocre, la poesía ordinaria, y lo peor, se percibía el interés comercial tras el evento. Que diferente del día que me senté en la sala San Pablo, para escuchar la música que Johann Sebastian Bach (1685-1750) compuso sobre los últimos capítulos del Evangelio de San Juan. Bajo la batuta del maestro, subimos al Gólgota. La sala se llenó de un encanto mágico en los primeros acordes; cerré los ojos y me sentí en un templo. El maestro era un sacerdote y nosotros, la platea, una asamblea de adoradores. No logré contener mis lágrimas en los movimientos de los violines, oboes y trompas. Aquella belleza no era de este mundo. Envueltos en misterio, transcendíamos la mecánica de la vida y nos transportábamos para el lugar donde Dios habita. Mis lágrimas en aquel momento también fluían con pesar por la distancia estética de la actual cultura evangélica, contenta con tan poca belleza.

Me cansa tener que explicar que no todos los pastores son ambiciosos y que las iglesias no existen para enriquecer a su liderazgo. Me cansé de tener que dar explicaciones todas las veces que hago cualquier negocio en nombre de la iglesia. Tengo que demostrar que nuestra iglesia no tiene ninguna deuda impaga, que no es rica y que vivimos con un presupuesto ajustado. No existe nada más extenuante que ser obligado a demostrar, a familiares y amigos no evangélicos, que aquel último escándalo del periódico no representa a la gran mayoría de los pastores que viven dignamente.

Me cansan las vanidades religiosas. Es agobiante observar a los líderes que adoran cargos, posiciones y títulos. Desprecio los acuerdos políticos que arreglan las elecciones para los altos puestos denominacionales. Me cansé de las vanidades académicas, con las maestrías y los doctorados que solo enriquecen los currículos y generan una tonta soberbia. No soporto escuchar que otro más se autoproclamó “apóstol”.

Se que estoy cansado, sin embargo, no permitiré que mi cansancio me vuelva cínico. Decidí luchar para no atrofiar mi corazón.

Por eso, elijo no participar de una máquina religiosa que fabrica íconos. No me pelearé por los primeros lugares en las fiestas solemnes patrocinadas por gente importante. Jamás ofreceré mi nombre para componer la lista de oradores de cualquier conferencia. Renuncio a querer adornar mi nombre con títulos de cualquier especie. No deseo ganar aplausos de auditorios famosos.

Buscaré la convivencia de los pequeños grupos, preferiré comer con los amigos más queridos. Mi refugio será al lado de personas simples, pues quiero aprender a valorar los momentos sencillos de la vida. Leeré más poesía para entender el alma humana, más novelas para continuar soñando y mucha buena música para hacer la vida más hermosa. Deseo meditar otras veces delante de la puesta del sol para, en silencio, agradecer a Dios por su fidelidad. Quiero volver a orar en lo secreto de mi cuarto y a leer las Escrituras como una carta de amor de mi Padre.

Es posible que otros se encuentren tan cansados como yo. Si ese es tu caso, te invito a cambiar de agenda; romper con las estructuras religiosas que absorben las energías; volver al primer amor. Jesús afirmó que de nada sirve ganar el mundo entero y perder el alma. Todavía hay tiempo de salvar la nuestra.

Soli Deo Gloria.

El movimiento evangélico está llegando a su fin

Reportaje realizado al Pr. Ricardo Gondim por Carlos Fernandes para la revista “Eclésia” en diciembre del 2004.

Ricardo Gondim, uno de los mayores pensadores cristianos del país, analiza la iglesia contemporánea y anticipa un giro en la espiritualidad.

El siglo XX fue testigo de la manifestación, la consolidación, el apogeo y el desgaste del movimiento evangélico, un ciclo histórico que se apresta a concluir. Lo que vendrá después es una incógnita – sin embargo, es posible vislumbrar que, pasada la crisis del pragmatismo que asola a la iglesia en este inicio del tercer milenio, la espiritualidad será experimentada de manera más viva y relacional con Dios. Esta evaluación es del pastor Ricardo Gondim Rodrigues, uno de los más respetados pensadores evangélicos del país. Para él, el derrocamiento del evangelicalismo no es solamente fruto del natural desgaste de cien años, sino principalmente de las posturas y prácticas que lo alejaron de la genuina fe bíblica. “Estamos predicando un evangelio de resultados, donde lo que menos interesa es el propio significado de la conversión”, señala.

Pastor, escritor y conferenciante, Gondim, a los 50 años de edad, carga un bagaje teológico forjado por muchas experiencias de vida y de ministerio. Hijo de un preso político de la dictadura militar, desde temprano, se interesó por entender el mundo a su alrededor. Al punto de haberse convertido al evangelio solo, leyendo una Biblia que le había regalado un compañero de la escuela en Fortaleza, estado de Ceará, su ciudad natal. Fue allí que comenzó su recorrido de fe, primero en la Iglesia Presbiteriana – de donde fue expulsado al contar haber recibido el bautismo con el Espíritu Santo – y luego en las Asambleas de Dios, donde inició su ministerio como predicador. Pero terminó decepcionado con el excesivo legalismo que, por aquella época, dominaba no solo las Asambleas de Dios, sino muchas otras denominaciones.

¿Rebeldía? No, inconformidad. “Yo estaba en la búsqueda de una fe más libre de yugos humanos”, recuerda. La encontró. Luego de pasar muchos años estudiando y trabajando en Estados Unidos, Gondim asumió el pastorado de la Misión Betesda, en la misma Fortaleza, en 1982. Aquel trabajo, con un perfil alternativo a las grandes denominaciones, terminó dando origen a la Asamblea de Dios Betesda, iglesia que hoy tiene sede en San Pablo y más de 18.000 miembros. Al lado de su esposa, también pastora, Silvia Geruza, con quien tiene tres hijos, Gondim dirige un exitoso ministerio que ha servido de referencia para todo Brasil y hasta en el exterior. No hace muchas concesiones a modelos eclesiásticos e institucionalizaciones: “Nuestro énfasis tiene que ser bíblico. Apenas tratar de los contenidos del Evangelio”, resume.

Como sugiere el titulo de uno de sus libros, “Artesanos de una nueva historia”, Ricardo Gondim cree que la fe evangélica comienza a surcar, hoy, por otro camino – “El pragmatismo de la fe de resultados va a dar lugar a una fe más afectiva, más íntima con Dios”. Pero no será un tiempo de valorización del bienestar y del narcisismo espiritual, como vemos hoy. “Al contrario”, considera, “estando más cerca del corazón del Señor, estaremos también más atentos a su clamor por la humanidad que sufre”. El pastor Gondim respondió al reportaje de ECLESIA durante el 5º Congreso de Reflexión y Espiritualidad, en Aguas de Lindoia (San Pablo), evento promovido por Doxa, uno de los brazos de la iglesia Betesda. Allí, se habló mucho sobre la Iglesia contemporánea. El análisis no es de lo más alentador. “La conversión, experiencia básica de la vida cristiana, está muy difusa. Casi no se habla más sobre ‘nacer de nuevo’”, evalúa Gondim.

Lea la entrevista completa aquí:


ECLÉSIA - En su opinión, ¿cuál es la situación de la iglesia evangélica brasileña hoy?

RICARDO GONDIM - Es gracioso, porque aunque la iglesia brasileña esté atravesando una tremenda crisis de contenidos, la gente vive un momento de jactancia evangélica. La iglesia evangélica brasileña tiene una gran dificultad para examinarse a si misma, porque está muy entusiasmada con su propio crecimiento. Pero es fácil constatar que el Evangelio ha sido predicado y vivido de una manera extremadamente pragmática, utilitaria. ¿Qué evangelio estamos predicando? Es un evangelio de resultados, donde lo que menos importa es el propio significado de la conversión. Eso es muy grave. El significado de la expresión “nacer de nuevo” se encuentra muy difusa dentro de nuestras iglesias. ¿Qué es nacer de nuevo? Esta experiencia pilar fue disminuida al rito de levantar la mano, venir al frente, seguir cinco o seis “leyes espirituales” – confiese esto, declare aquello, actúe de este modo. O sea, se volvió un credo. Y un credo raro. El concepto de nacer de nuevo ha sido muy fragilizado, además de ser muy poco mencionado. Y cuando se habla, no sabemos ni a que nos estamos refiriendo. El movimiento evangélico, tal como hoy lo conocemos, está llegando a su fin.


E. – ¿Cómo?
R.G. – Las señales de ese agotamiento son claras. Una de ellas es la fragilidad teológica y doctrinaria de los adeptos del movimiento evangelical en sus bases. Si tú le preguntas a un miembro de una iglesia evangélica hoy por qué es evangélico, él te va a responder con un estribillo o relatando una experiencia mística, metafísica, sin ningún contenido básico, exegético, hermenéutico. Y esa experiencia mística cabría muy bien en cualquier otra vivencia religiosa, en el budismo o en el espiritismo. Ese vaciamiento teológico en sus bases demuestra que la longevidad del movimiento evangélico está comprometida.

¿A qué usted le llama “movimiento evangelical”?
El evangelicalismo existe desde el nacimiento del llamado fundamentalismo, que es un movimiento que sucedió primeramente en Estados Unidos, a fin del siglo XIX. Fue una reacción al liberalismo teológico entonces en boga, fruto de la alta crítica alemana, que estaba influenciando tremendamente al cristianismo occidental. Las iglesias determinaron reaccionar a eso con la reafirmación de los postulados básicos de la fe cristiana, aquellos postulados innegociables – el nacimiento virginal de Jesús, la inerrancia de las Escrituras, la resurrección corporal de Cristo y su regreso. Era una reacción de fuerte cuño fundamentalista y escatológico.

Ese también fue el embrión del pentecostalismo, ¿no?
Exactamente. El pentecostalismo es hijo del movimiento fundamentalista, que tuvo como uno de sus exponentes al pastor americano Billy Graham. Ese movimiento llega a su apogeo en el Pacto de Lausanne [N. de la redacción: ese pacto fue firmado en la Conferencia Internacional de Lausanne, Suiza, en 1974, reuniendo a líderes evangélicos de todo el mundo]. Allí logró su mayor fuerza, un periodo que corresponde también a la explosión numérica del movimiento pentecostal. El pentecostalismo, hasta entonces visto con reservas, fue incluso admitido como socio del evangelicalismo. Lausanne fue fundamental para el diálogo entre los diversos campamentos que están debajo de esa enorme tienda llamada evangelicalismo.

¿Cuál es el legado del evangelicalismo?
Yo no disminuyo ni subestimo al movimiento evangelical. Fue una linda expresión espiritual, que democratizó el acceso a Dios. Sin dudas, se trata del mayor fenómeno religioso del siglo XX y afirmó los paradigmas con los cuales nosotros hemos convivido en estos últimos cien años. Pero, como otros movimientos espirituales, perdió su vigor. Eso es propio del proceso historico. Se está acabando, no tengo dudas. El movimiento evangélico, tal como lo conocemos, está completando su ciclo de existencia. Ese vaciamiento se dio por la propia fuerza pragmática del movimiento.

¿Qué vendrá después?
Nosotros no tenemos aún una clara respuesta sobre lo que sucederá. Quizá esa respuesta no sea competencia de nuestra generación. Pero ya comienza a manifestarse algo nuevo, un movimiento de reflujo de este evangelio pragmático que hemos vivido, que busca resultados y dividendos. Y esa cosa nueva apunta hacia el camino de una espiritualidad más viva, de una relación más íntima con Dios. Un abordaje más humano de las Escrituras – valores espirituales con ternura y afecto en relación al Señor, una noción más sencilla de la paternidad divina. Algunos pensadores van en esa dirección. Personas como Osmar Ludovico, Valdir Steuernagel, Ricardo Barbosa de Sousa, que enfatizan la necesidad de un retorno a una espiritualidad del corazón, un cristianismo de mayor afecto con Dios. Dejar de lado la técnica, el “como hacer”, y entrar más en una relación con Dios sin pretender fragmentaciones prácticas. Hay un clamor en nuestro país por una espiritualidad que nos traiga de vuelta a una relación mayor con el Señor.

Sin embargo, ese evangelio de búsqueda de mayor intimidad con Dios ¿no puede llevarnos a una especie de narcisismo espiritual? Hoy, buena parte de los libros, de las predicaciones, y hasta de la música evangélica priorizan la satisfacción personal…
Diría que no. Eso puede perfectamente ser conciliado con el evangelio “del otro”, o sea, de las relaciones horizontales. Cuando más próximos estamos al corazón de Dios, más sentiremos lo que Él siente, nos volveremos más empáticos. Y mayor será el amor que tendremos para con el prójimo. Nosotros nos identificaremos con el latir del corazón de Dios para con la humanidad sufriente. La evangelización dejara de ser una agenda institucional y pasará a ser una identidad de nuestro corazón con el corazón de Dios.

En la última década, observamos el fenómeno de la institucionalización de las iglesias, llevando principios corporativos para los ministerios cristianos. ¿Qué piensa usted de los modelos de gestión eclesiástica y de las estrategias para el crecimiento de las iglesias?
Mira, yo veo con cierto recelo esa multiplicaron de modelos eclesiales, importados, la mayoría de las veces, de Estados Unidos. No creo que la respuesta para la iglesia sea gerencial. Nuestra capacidad para gerenciar programas, para establecer una buena visión, una buena misión, no es la panacea para los males de la iglesia contemporánea. Todavía creo que es el Señor quien nos dará el crecimiento, sumando el número de aquellos que van siendo salvados. Veo que muchos pastores se esconden detrás de un paquete, creyendo que es el gran truco que va a resolver el problema de sus iglesias y ministerios. Yo, a veces, tengo miedo de que nos embarquemos en paquetes que son presentados como el modelo de éxito cuando, muchas veces, es aquella iglesia que está allí en la favela, allá en un pobre pueblito, sin señales de prosperidad y éxito, que está cumpliendo los designios de Dios. El problema es que nos hemos vuelto muy proselitistas y muy poco evangelizadores. Habrás visto el énfasis en nuestros programas en los medios de comunicación. Es más la propaganda de las instituciones que la enseñanza de contenidos del evangelio. Se usan los medios para hacer propaganda institucional, o para enaltecer a los dirigentes de las iglesias. Eso es decadente.

Usted es un líder evangélico respetado nacionalmente. ¿Cómo hizo para evitar la institucionalización de su ministerio?
Nosotros, en Betesda, ponemos mucho cuidado en ser una iglesia de la Palabra de Dios, que se concentra en colocar su énfasis en la Biblia, en la exposición de las Escrituras como ellas son. Y nuestra iglesia ha crecido, sí, hasta más de lo que se espera de una iglesia con esa postura – pero no hacemos de la búsqueda del crecimiento la prioridad de nuestras acciones. Crecer por crecer no es nuestra propuesta. Entonces, las personas que hemos atraído para el evangelio vienen exactamente en búsqueda de eso, de ese contenido bíblico, una cosa que huya del evangelio de resultados que hemos visto por ahí. Alguien ya dijo que si tú levantas una iglesia tocando rock, tendrás que tocar rock tu vida entera, sino las personas que fueron atraídas por eso se irán. Si levantas una iglesia expulsando demonios, vas a tener que continuar expulsando demonios siempre, sino el día que dejes de hacer eso, las personas se irán. Entonces, si tú levantas una iglesia predicando la Palabra de Dios, tendrás que continuar haciendo eso siempre – si dejas de predicar, las personas se van, porque la predicación bíblica es su motor principal. Dentro de esas muchas opciones, la mía es la Palabra de Dios. Yo creo que los contenidos del evangelio necesitan ser explicitados.

¿Existe una tercera vía, una solución para los problemas propios del crecimiento de las iglesias, como la perdida de la dimensión comunitaria?
Existe, es la de los grupos relacionales. Este es un camino sin retorno que la iglesia necesitará transitar, si quiere preservar su identidad cristiana. Es el camino de las casas, de las células familiares, de la koinonia, donde la relación se da frente a frente. Los pequeños grupos son una alternativa saludable a los efectos disgregadores del crecimiento. Son la solución para el cristianismo occidental.

Ya que uno de sus motivos para la ruptura con las Asambleas de Dios fue su crítica al legalismo, ¿cómo ve usted hoy esta cuestión en el segmento evangélico? ¿Hubo una evolución?
En algunas áreas, sí. En esa área de usos y costumbres, el avance fue perceptible, y no solo en una u otra denominación. Hubo también una revolución también en la cuestión del legalismo litúrgico – nuestros cultos hoy son mucho más leves, espontáneos, menos estereotipados. Antiguamente, un culto presbiteriano, por ejemplo, era exactamente igual en iglesias del norte al sur del país. Hoy hay una libertad mucho mayor en ese sentido. Por otro lado, existen actitudes legalistas que trascienden esa cosa de vestimenta, de prácticas. El legalismo no se manifiesta apenas en la rigidez de costumbres – él está presente, también, cuando abandonamos los criterios de la fe y creemos que nuestras obras, de alguna manera, nos dan crédito delante de Dios. Hoy existe un legalismo tan pernicioso como aquel de otro tiempo, que regulaba el tamaño de la ropa o el corte de cabello. Es el legalismo que coloca a uno en la campaña de oración semanal, o en las ofrendas, en la responsabilidad de aplacar a Dios con nuestros sacrificios. Vamos a agradar al Señor de esta manera, con tal práctica, o dando más dinero – quien sabe, vamos a ganar el favor de Dios si podemos alabarlo con la mejor alabanza que podamos dar.

La liberalidad en cuanto a usos, costumbres y procedimientos, ¿nos volvió a los creyentes más “mundanos”?
No, no, no. Lo que nos hace parecidos al mundo no es la manera en como nos vestimos, ni como hablamos, o el tipo de lugares que frecuentamos. Estamos, sí, más mundanos, pero no porque dejamos de ser legalistas. Lo que nos hace parecidos al mundo son los contenidos de nuestro carácter, las elecciones que hacemos – si decimos “si” o “no” a determinadas oportunidades que surgen. Los criterios éticos de la iglesia son los que están demasiado parecidos a los del mundo. Nosotros, hoy, tenemos una iglesia pragmática, donde “funcionar correctamente” es más importante que “actuar correctamente”. Hoy, el parámetro de la bendición de Dios es el de la prosperidad. Entonces, si tú estás ganando dinero, si a tu empresa le va bien, entonces es señal que la bendición de Dios está sobre ti.

¿Qué tipo de personas es producida por la teología de la prosperidad?
La teología de la prosperidad está produciendo una enorme cantidad de personas decepcionadas con la iglesia, con Dios. Eso funciona con la misma lógica de un juego de azar – millones apuestan, pero apenas un ínfimo grupo gana.

Si eso es así, ¿por qué tantas personas continúan creyendo en esa teología?
Porque es ese mínimo grupo de suertudos quienes dan verosimilitud al sistema. Voy a un culto con cinco mil personas, allí digo de la siguiente manera: “Aquí hay cien personas que van a ofrendar 1.000 reales (cerca de 500 dólares), porque un ángel me dice que, en esta semana, ellos serán bendecidos”. Pues bien, en un grupo de cinco mil, por pura lógica, tengo tres o cuatro personas que, de hecho, van a conseguir algún tipo de éxito de cualquier manera – y eso sucederá, independientemente de haber ido al culto o no. Es una cuestión de estadística. Pero, esos tres o cuatro, mañana van a dar testimonio y van a decir que la vida de ellos cambió porque fueron al culto y participaron de la oración fuerte, etc, etc. Ahora bien, cuando yo pida, la semana que viene, otros 1.000 reales a cien personas, será más fácil todavía – al final, voy a tener resultados para mostrar. Igualmente aquellos que dieron y no recibieron ninguna bendición, hay explicación: ellos dejaron alguna brecha al enemigo, o no tuvieron fe. O, entonces, no dieron de buena gana y, a fin de cuentas, Dios ama al dador alegre. Todavía queda espacio para hacer transferencia de culpas…

¿Pero va a llegar el momento en que las personas van a percibir que nada sucede y terminarán desistiendo de esas apuestas con Dios, no es verdad?
¿Y tú crees que, algún día, la lotería va a terminar? Mañana mismo una lotería de esas sortea 35 millones de reales (17 millones de dólares). El apostador no tiene en cuenta que apenas una sola persona, o algunos pocos, serán premiados. Si uno gana, hace aquel alarde – entonces, el sujeto piensa “caramba, esta es mi oportunidad”. Por eso es que cuando las personas van a jugar a la lotería, utilizan hasta una terminología religiosa. La multitud va tras una ilusión. Cuando un pastor invierte en los medios de comunicación y lleva a las personas a dar ese tipo de testimonios, la ilusión es retroalimentada.

La iglesia evangélica en Brasil fue anunciada, de manera jactanciosa, como el semillero misionero del siglo XXI. Hoy, ¿cómo es vista en el exterior?
Yo creo que aquel furor misionero de hace dos o tres décadas terminó llevándonos a una situación peligrosa. Hubo una fiebre misionera tan grande que muchas personas fueron lanzadas al campo sin la debida preparación misiológica. Y eso trajo problemas para el misionero, para la iglesia que lo envió y, aún más, en el campo. Yo lamento decir que el testimonio de diversos misioneros y pastores que fueron de Brasil al exterior es vergonzoso en países como Portugal. Hoy, la iglesia evangélica portuguesa rechaza la presencia misionera brasileña.

¿Por qué?
Por causa del traslado del legalismo evangélico brasileño a la cultura de allá. Eso no existe. Y, en segundo lugar, por causa de esos modismos que aquí en Brasil son tolerados, pero que en la cultura europea son vistos de manera muy sospechosa – esos show fe de, esas demostraciones grandilocuentes de supuesto poder divino. Y eso no es todo. Estuve en India recientemente y escuché muchas quejas contra los creyentes brasileños. Hay pastores de aquí que van allá, fotografían grandes eventos promovidos por la iglesia india y vuelven diciendo que todo fue promovido por ellos. Y luego, crean una paranoia de persecución que en verdad no existe. India es un país democrático, plural. Se crean dificultades para vender historias aquí.

La matriz teológica adoptada aquí es norteamericana. ¿La crisis de contenido que afecta a la iglesia brasileña tiene paralelo con la de Estados Unidos?
No diría paralelo, porque la crisis allá es de otra naturaleza. La iglesia evangélica en los Estados Unidos es profundamente ideológica. Desde el advenimiento de la elección del presidente George W. Bush, hace cuatro años, la ideología de la derecha republicana se apoderó de la iglesia evangélica. Eso se agudizó luego del 11 de septiembre. Hubo un recrudecimiento del ensimismamiento de la iglesia. Y los creyentes allá tienen un problema muy serio de etnocentrismo – dialogan muy poco con otros sectores de la sociedad. La iglesia americana cree en el mesianismo del presidente Bush. Hoy, existe una persecución ideológica tan grande que, si un creyente dice que no va a votar a George Bush, es aborrecido como un hereje. La cosa llega a ese nivel.

¿Por qué la iglesia norteamericana se alineó al gobierno de Bush?
La derecha republicana en Estados Unidos identificó que la iglesia evangélica tiene tres grandes plataformas, tres banderas conservadoras que era cuestión de sostener: oración en las escuelas, la batalla en contra del aborto, y más recientemente, la lucha contra el avance de la homosexualidad. Entonces, el Partido Republicano, muy astutamente, capitalizó el discurso de Bush sobre esos temas – y eso encanta, hace alucinar al creyente americano: tener un presidente que defiende esas tres banderas. Infelizmente, la iglesia allá ha dejado de lado otras banderas que debería empuñar, como la defensa de la justicia, los derechos humanos o la preservación del medio ambiente. Lo que nos inquieta es ver que los cristianos americanos no le están reclamando eso al presidente Bush. No están reclamando que firme el protocolo de Kyoto, un instrumento de defensa ambiental mundial que el actual gobierno ignoró. No están reclamando la misma postura adoptada en Irak en relación, por ejemplo, a Haití, que es un país que se encuentra a 300 kilómetros de Florida y que está literalmente desvaneciéndose. Si el objetivo de la operación en Irak fue la de deponer a un tirano y establecer una democracia, llevando ayuda humanitaria, ¿por qué no hace lo mismo en Haití? La falta de criterio es total. No entiendo como la iglesia es aliada de un partido que defiende el uso de armas, que fomenta la escalada armamentista dentro de la propia población.

Hace poco tiempo, su articulo “Estoy cansado”, publicado en la revista Ultimato, tuvo una gran repercusión en el segmento evangélico. ¿Está usted cansado de la iglesia?
¡No, no! Yo no estoy cansado de la iglesia – por el contrario, estoy entusiasmado y esperanzado que un nuevo tiempo va a surgir para la iglesia evangélica en Brasil. Es obvio que, en medio de una situación de crisis como la actual, uno acabe quedando medio molesto y entristecido. Quedé impresionado con la repercusión de aquel artículo. Recibí miles de mensajes. Hay un clamor de los creyentes, pastores y líderes diciendo: “¡Basta!”.

19 de marzo de 2007

¡Quiero ser más humano!

por Ricardo Gondim

Es curioso como, al pasar los años y aproximarnos a la vejez, nuestros valores cambian. Las posiciones que ambicionábamos, los logros que valorábamos, y las personas que nos impresionaron, pierden sus encantos. Vamos cerrando puertas a nuestro paso, de euforias juveniles e idealismos inconsecuentes. Ya no envidiamos el triunfo de los insolentes o el éxito de los jactanciosos. Hoy, sin ser todavía un viejo, logro sentir indiferencia por los sueños estrafalarios de los mesiánicos. Confieso que perdí, incluso, la ansiedad de querer tener la última palabra sobre algún asunto y no me entusiasmo con debates que sólo dan una falsa sensación de prestigio.

Ese proceso comenzó cuando enfrenté una crisis, alrededor de mis cuarenta años. La propia conciencia de que vivía en la mediana edad me hizo desistir de querer ser un héroe, un conquistador, un elegido especial, o un semidiós. Desde ese momento hasta ahora, camino cada vez más consciente que muchos de mis esfuerzos leyendo, estudiando, trabajando, madrugando y trasnochando para “no perder tiempo”, eran vanidad. Estaba corriendo detrás del viento. Miro hacia atrás y percibo que no fue gracias a mis pocos logros, o a los reconocimientos humanos, de donde obtuve mis mayores alegrías. Vinieron del amor de mi familia y de mis amigos verdaderos; gente que no temía compartir el mismo yugo que yo.

Así que, hice algunos arreglos. Redirigí mi lectura bíblica. Más que saber los detalles exegéticos o técnicos, ansié que la Palabra me llevara a una relación más intima con Dios. Releí la Biblia de tapa a tapa, buscando el corazón paterno de Dios. Dialogué con personas que saben acerca de la Espiritualidad Clásica. Reparé mi vida devocional. Aprendí acerca de la oración contemplativa y redescubrí la meditación bíblica. Leí con avidez algunos clásicos como “La Imitación de Cristo” de Tomás de Kempis, “El Regreso del Hijo Pródigo” de Henry Nowen, “La Montaña de los Siete Círculos” de Thomas Merton, y “El Shabbat” de Abraham Joshua Heschel. Ellos, y otros, se volvieron mis mentores en esa búsqueda interior.

Quizá, el mayor descubrimiento que he hecho en este tiempo que antecede al otoño de mi vida, es que mi mayor vocación es volverme más humano. Deseo aprender a ser generoso y sereno. Anhelo reír, la risa contagiosa; quiero amar las cosas simples y contemplar más la naturaleza; saber deleitarme con el arte; jugar con los niños, leer poemas y escuchar la mejor música. Necesito sentir mayor empatía con el pobre, recibir al perdido y dar mi mano al abandonado.

En esa jornada espiritual perdí el miedo a desnudarme y mostrar vulnerabilidad. En otro tiempo, yo temía la censura de aquellos que podían escandalizarse con mi fragilidad. Intenté, muchas veces, impresionar a las personas con discursos valientes cuando, inseguro, pedía a Dios que sostuviera mi mano. Tenía el recelo de que algún psicólogo detectara disfuncionalidades en mí y en mi familia. Creía que, si alguien diagnosticaba mi compromiso con el evangelio como un escape, perdería toda credibilidad. Evitaba que otros conocieran mi intimidad, para que las personas no se dieran cuenta que yo no era tan resuelto como me proyectaba.

En la mitología griega las sirenas eran criaturas de extraordinaria belleza y de una sensualidad irresistible. Cuando cantaban, atraían a los marineros que no lograban vencer su poder de seducción. Obsesionados por aquella melodía sobrenatural, los pilotos arrojaban sus naves contra las rocas de la isla, naufragaban, y las sirenas devoraban a los tripulantes. Los griegos relatan que solamente dos lograron vencer el encanto de estas enemigas tan terribles. Orfeo, el dios mitológico de la música y la poesía, encontró un recurso. Cuando su embarcación se aproximó donde estaban las sirenas, él salvó a sus compañeros tocando una melodía más dulce y cautivante que aquella que venía de la isla. La otra solución fue la de Ulises. El héroe de la Odisea no poseía taletos artísticos. Sin dones, sabía que no vencería a las sirenas. Reconociendo su debilidad y falibilidad, concibió otro plan. En el momento en que su embarcación se aproximara a la isla siniestra, daría la orden para que todos los hombres se taparan los oídos con cera y que lo amarraran al mástil del navío. Después que enfrentó su debilidad e incapacidad para enfrentar las artimañas de las sirenas, se dirigió hacia la isla conforme al plan. Del mismo modo, dio la orden a los tripulantes: aunque implorara para ser soltado, las cuerdas deberían ser apretadas más fuertemente. Cuando llegó la hora, Ulises fue seducido por las sirenas como se preveía, pero sus marineros no lo soltaron. Casi loco, pidiendo ser liberado, salió ileso del peligro. El relato mitológico termina afirmando que las sirenas, decepcionadas por haber sido derrotadas por un simple mortal, se ahogaron en el mar. Aquello que salvó a Ulises no fue la percepción de su superioridad, sino la conciencia de su fragilidad. El no intentó engañarse a sí mismo. Yo tampoco quiero engañarme con mis dotes órficos. Dependeré de mis amigos para que me amarren a los mástiles y así no ceder a la voz de las sirenas.

Así que, descanso. Me siento libre para afirmar que aún estoy en construcción. Soy un proyecto inconcluso y no disimularé mis ambigüedades. Ahora, cuando me sienta cansado, tendré la libertad de desahogarme como Jesús: “¡Ah, generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos?” (Mateo 17:17). Cuando necesite lamentar, lamentaré, igual a él, cuando triste y angustiado dijo: "Es tal la angustia que me invade, que me siento morir” (Mateo 26:38). Cuando tenga ganas de reír, reiré y bailaré de alegría.

Hoy ya no me importa parecer incoherente o políticamente incorrecto. Dicen que los pensamientos de los ancianos tienden al fortalecimiento, y que los viejos resisten cambiar de opinión. Busco no inmovilizarme, apegado a las viejas ideas e indiferente a las nuevas. Quiero seguir el ejemplo de Jesús que, en nombre de la vida, no temió contradecir las rígidas normas religiosas – Mateo 12:2-7; no respetó los preconceptos sociales, cuando conversó con prostitutas y acogió a gentiles; no tuvo reparos de volver atrás sobre sus palabras, para atender a una mujer sirofenicia – Marcos 7:24-30. Permaneceré alerta con tal de no volverme un dogmático y faccioso; ciego por mi obstinación.

Me rehúso a encarnar al personaje de Álvaro de Campo (seudónimo de Fernando Pessoa) en el poema “La Tabaquería”. La experiencia del poeta fue despertar del propio pasado, como en una pesadilla, y percibir que había perdido contacto con su propia alma. Vivió una mentira de la cual no pudo escapar. Perdido, no se encontró más.

“Viví, estudié, amé y hasta creí,
y hoy no hay mendigo al que no envidie sólo por no ser yo...
Hice de mí lo que no supe,
y lo que pude hacer de mí no lo hice.
El disfraz que vestí era equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era, y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando quise quitarme la máscara,
la tenía pegada a la cara.
Cuando me la quité y me vi en el espejo,
Ya había envejecido“.

Anhelo una humanidad no fingida, que no intenta transformar el mensaje del evangelio en un espejo mágico, que habla lo que deseo escuchar. Leeré la Biblia también contra mí. Permitiré que, como una espada, ella penetre en lo más profundo de mi ser, discerniendo incluso las intenciones nebulosas de mi corazón.

Prestaré atención a la amonestación del profeta Miqueas: “¡Ya se te ha declarado lo que es bueno! Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor: Practicar la justicia, amar la misericordia, y humillarte ante tu Dios” (Miqueas 6:8).

Creo que viene de allí mi obstinación por creer que no necesitamos esperar a morir para comenzar a vivir. Y como nuestro paso por aquí es fugaz, sugiero que comencemos ya.

Soli Deo Gloria.

18 de marzo de 2007

Espíritu Santo y Trinidad

por Ricardo Gondim

Durante el siglo XX, la pneumatología se volvió uno de los temas más discutidos y debatidos en el cristianismo occidental. Los fenómenos pentecostales, que se diseminaron por Europa y Estados Unidos, abastecieron la agenda teológica de la mayoría de los centros académicos evangélicos. Sin embargo, uno de los problemas básicos de la pneumatología de los últimos cien años ha sido el mantenerse apologética. Tanto es así que la mayoría de los conceptos sobre el Espíritu Santo contenían defensas o ataques a los avivamientos pentecostales.

El pentecostalismo se diseminó en el período de la gran controversia fundamentalista. El cristianismo norteamericano se agitaba con los primeros tratados contre el Liberalismo alemán y la Alta Crítica. Mientras que los fundamentalistas proponían probar la Biblia usando los mismos instrumentos modernos para mensurar la verdad, los pentecostales -que antes de tiempo ya eran posmodernos- divulgaban realidades y experiencias que trascendían la racionalidad. Los fundamentalistas no aceptaron sus propuestas y no respetaron su liturgia. El movimiento fue lanzado a la fosa común de las sectas heréticas. Pero los pentecostales insistieron, afirmando ser más evangélicos de lo que se suponía. A pesar de las pedradas, el avivamiento se propagó. En el nuevo milenio de cada veinte habitantes del mundo, uno es pentecostal.

No obstante, en aquella primera mitad del siglo XX, en algunos círculos cristianos, apenas si se mencionaba al Espíritu Santo. Era demasiado traumático. Cuando comenzaron a surgir los primeros tratados teológicos, se notaba un sutil deseo de atacar o defender los cultos emotivos de esa “nueva secta” que, bajo el pretendido cartesianismo religioso, representaba una fe irracional.

Se escribieron textos y más textos sobre el Espíritu Santo como una persona autónoma. Se discurrió sobre su actuación; sobre la manera en como reviste a los creyentes con su poder; y cómo la iglesia se vuelve más operativa cuando lo busca con fervor. Pero hubo poco énfasis sobre el Espíritu Santo junto a la Trinidad. El “dunamis” del Espíritu Santo se volvió el tema predominante y más anhelado dentro de los círculos cristianos avivados. Sin embargo hoy se percibe que las referencias a Su poder, fuera del contexto de la Trinidad, produjeron graves distorsiones en la espiritualidad cristiana occidental.

Infelizmente, grandes segmentos cristianos –que luego pasaron a ser conocidos como neopentecostales– terminaron embriagados por la arrogancia, porque hicieron del poder su principal meta espiritual. El pragmatismo pentecostal hizo que la presencia del Espíritu Santo fuese bienvenida siempre y cuando mejorara su desempeño misionero o evangelístico. Las iglesias pasaron a buscar una visitación del Espíritu, pero pretendiendo mejorar su efectividad funcional.

Es necesaria una nueva pneumatología, y que ella parta desde la Trinidad. El Espíritu Santo no puede tener mayor o menor prominencia delante del Padre y del Hijo. Aquellos que piensen sobre el Soplo Divino, no necesitan buscar referencias en las tensiones pentecostales. Las dispensaciones fijadas por el fundamentalismo, que delimitan las acciones divinas, son infundadas; no hay manera de prever anticipadamente el mover de Dios. Dios es libre como el viento. Destacar solamente al Espíritu Santo es una grave distorsión teológica. Igualmente, contemplarlo como una mera Tercera Persona, oscura y sin tanta importancia, tampoco condice con la tradición trinitaria del cristianismo.

La experiencia con la divinidad está mediada por el Espíritu. Por Él, las personas entran en comunión con el Padre y conocen íntimamente al Hijo. Por lo tanto, la gran tarea de la teología -cuando se atreve a navegar en aguas profundas del Espíritu- debe centrarse en la intimidad más que en el ansia de poder.

El Espíritu genera sed de intimidad antes de despertar la necesidad de poder. Él atrae a hombre y mujeres hacia una relación semejante a aquella que disfruta con el Padre y el Hijo desde la eternidad pasada. En esa familiaridad la tentación de la omnipotencia pierde su eficacia y el amor adquiere la suprema relevancia.

La iglesia necesita de un nuevo soplo de Dios, no para recibir más poder, sino para conocer a su Señor íntimamente.

Soli Deo Gloria.

7 de marzo de 2007

Mea Culpa

por Ricardo Gondim

Me gusta el rito de la misa católica cuando, en la hora de la contrición, los fieles repiten: “Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”. Me gusta también cuando, un poco antes de la Cena, los pastores protestantes piden a las personas pasar unos momentos en contrición y arrepentimiento.

Por cierto, siento que hace falta que se hable más de arrepentimiento en los días actuales. Parece que ya nadie se equivoca, es malo o hace tonterías. Hace poco, un ejecutivo de una multinacional perjudicó a millones de personas, fue condenado, pero murió sin pedir perdón. En Chile, el dictador que torturó con barbarie a miles de inocentes fue sepultado sin que jamás hubiese pedido clemencia. En Irak, varios líderes del antiguo régimen fueron ahorcados sin ningún pedido de absolución.

Lamentablemente, los propios cristianos olvidan que en su primer sermón, Juan el Bautista llamó al arrepentimiento. Jesús también comenzó a predicar repitiendo lo mismo: “Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos está cerca” (Mateo 4:17).

Mis padres me educaron en la rigurosa disciplina del cinturón. ¡Ay, como dolía! Sin embargo, no resiento aquellos métodos anticuados – era la única manera que ellos conocían para corregir a sus hijos. Recuerdo que allá en nuestra casa errar no era tan grave como intentar encubrir o mentir sobre nuestros desaciertos.

El mundo necesita que más personas se conduzcan como el publicano de la parábola de Jesús en Lucas 18:13, “En cambio, el recaudador de impuestos, que se había quedado a cierta distancia, ni siquiera se atrevía a alzar la vista al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: '¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!'” Siempre que leo este versículo, me conciencio que necesitamos luchar para revertir la actual tendencia de culpar a los otros, justificando nuestros malos hechos.

El presidente George W. Bush necesita pedir perdón por haber mentido. Él se valió de falsos pretextos para invadir otro país. Afirmó que Irak amenazaba con armas de destrucción masiva y cobijaba terroristas de Al-Qaeda. Después de una guerra desigual y de una serie de trastornos en la ocupación del país, condenó a millones de inocentes a sufrir y morir en una guerra civil. Al revés de pedir perdón por sus falsedades, él no solo insiste en el error sino que además intenta aumentar el número de soldados en un esfuerzo desesperado por resolver el problema con más combates.

Algunos de los principales líderes evangélicos estadounidenses necesitan pedir perdón por haberse posicionado en favor de la guerra. Ellos confundieron el mensaje del Evangelio con la cultura de su país; no denunciaron el clima de venganza que se diseminaba después del ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001; se equivocaron al buscar en el Antiguo Testamento textos para una “guerra justa”; adhirieron a los planes bélicos del Pentágono; alegaron que confiaban en las decisiones del presidente evangélico que decía pedir orientación a Dios. Después de tanta sangre derramada, tales pastores tienen sus manos manchadas de sangre y deben arrepentirse.

El presidente Luis Inácio Lula da Silva necesita pedir perdón por no haber tratado las iniquidades éticas de sus auxiliares con rigor. Después de haber defendido la ética en la política por décadas, él no podía decir que “no sabía” lo que sucedía en la habitación de al lado. Su currículo se ensució y se volvió condescendiente con los vicios morales que condenan a Brasil a permanecer como una nación injusta.

Algunas de las principales denominaciones evangélicas necesitan pedir perdón por los desmanes administrativos de sus instituciones. Editoriales, colegios y emprendimientos en radio y televisión quebraron, y desapareció el dinero sudado de las personas pobres. La manera como lidiaron con sus fracasos, infelizmente, repitió los padrones del mundo: encontrar un chivo expiatorio, castigarlo y continuar tocando la máquina eclesiástica como si nada hubiese pasado.

Los medios de comunicación denunciaron varios ilícitos practicados por los evangélicos, y cuando se esperaba alguna manifestación de los predicadores, hubo silencio. Algunos intentaron explicar los hechos con la alegación de la “persecución religiosa”. Cuando los promotores del Ministerio Público señalaron crímenes practicados en nombre de la fe, se escuchó que eran agentes del diablo.

Entiendo que Dios no trata a los pecadores con dureza e inclemencia. Él apenas pide que las personas sean honestas cuando se equivocan; que no intenten justificar cínicamente sus maldades.

Arrepentirse es una decisión de cambiar los rumbos de nuestra vida; nace cuando compungidos, desistimos de intentar arrojar las consecuencias de nuestros actos sobre los otros. David fue llamado “un hombre según el corazón de Dios” aún después de haber cometido adulterio y homicidio. Después de casi un año intentando encubrir su perversidad, David admitió su monstruosa maldad, aceptó la reprimenda del profeta y compuso un Salmo para lamentar su mal y mostrar como Dios trata a los transgresores: “Tú no te deleitas en los sacrificios ni te complacen los holocaustos; de lo contrario, te los ofrecería. El sacrificio que te agrada es un espíritu quebrantado; tú, oh Dios, no desprecias al corazón quebrantado y arrepentido” (Salmo 51:16-17).

Como mi techo también es de vidrio, y no cualifico, propongo un día de arrepentimiento para que podamos volver, ser buena gente, y soñar con un mundo mejor.

Soli Deo Gloria.

6 de marzo de 2007

¿Para qué insistir con la fragilidad de Dios?

por Ricardo Gondim

El suicidio es el nudo más difícil de desatar para la filosofía y la teología.

Imaginemos un debate sobre los límites de la libertad humana en un auditorio repleto de gente. De un lado los deterministas insisten en que la cultura, la genética y las fuerzas económicas no dejan a nadie ser libre. A la izquierda, existencialistas moviendo la cabeza y repitiendo estribillos sartreanos diciendo que no existe esencia humana. En el centro, los teólogos agustinianos, con sus dedos índices en guardia, niegan el libre albedrío. Al fondo, algunos nihilistas gritan que la humanidad solo puede ser construida con mujeres y hombres dueños de su destino. Allí, en medio del debate, un suicida se pone en pie, se coloca el caño del revólver en la boca y aprieta el gatillo

En aquel instante en que aquel loco escogiera acabar con su propia vida, algunos litigantes, perplejos, apenas se mirarían sin saber que decir.

Con los ojos abiertos de par en par, dejarían algunas preguntas sin respuestas. ¿Lo sucedido fue “escrito y determinado” por Dios cuando el sujeto todavía estaba siendo tejido en el vientre de su madre? ¿Dios había predestinado aquella muerte en la eternidad pasada? ¿Había otra mano cubriendo la que ejecutó la acción, ayudando o, peor, empujando al suicida para el abismo final? ¿Qué fuerzas sociales, genéticas o instintivas lo llevaron al demente acto?

Camus tenía razón. El suicidio es la gran dificultad, el nudo difícil de desatar, de la teología y la filosofía. Él es el más radical y más completo ejemplo del libre albedrío, de la no interferencia divina en las elecciones individuales y que, repitiendo a Sartre, “estamos condenados a la libertad”.

Si para Aristóteles, mujeres y hombres se diferencian de los animales por ser racionales, si para Descartes los humanos son mas excelentes por tener sentimientos, fue Rousseau quien hizo de la libertad el componente determinante de la humanidad que, en la expresión que a él le gustaba usar, también puede ser llamado de “perfectibilidad”.

Eso mismo. Somos libres porque disponemos de esa capacidad para perfeccionarnos, o destruirnos, a lo largo de la vida. Solamente los humanos logran liberarse de los instintos naturales para construir la historia con un proyecto abierto.

Un perro que cariñosamente lame la mano de su dueño no actúa por virtud, aquel gesto sucede sin que él tenga ninguna noción de que podría “preferir” morderlo. No obstante, cuando un torturador le arranca las uñas a un preso, o cuando un marido golpea a su compañera, él podría –claro que sí- “preferir” lo contrario. En caso que hubiese sido programado para actuar, el crimen seria inimputable, de la misma forma que un pitbull que destroza a un niño no puede ser llevado a un tribunal.

Libertad significa actuar sin ser empujado, sin coerción, sin manipulación; una acción solo posee virtud o perversidad si, en el momento de la elección, también hay la posibilidad de optar por lo opuesto.

Teológicamente es posible afirmar que la libertad fue la mayor dádiva que los humanos recibieron de Dios. Con la libertad, viene incluida la noción de que los humanos obran con virtud o con vicio. Existen hechos, eventos, designios, que no son coercitivos o irresistibles.

Es más, Dios sólo escogió crear al mundo así porque el propósito último de la creación es el amor. Dios no creó por alguna carencia, él no eligió rodearse de personas que piensan, crean, sienten y deciden porque obedece a alguien o a alguna ley, él creó en la más formidable de todas las gratuidades.

Al crear a seres con el objetivo relacional, Dios se expuso a lo que jamás experimentaría en el caso que nunca hubiese creado: dolor y frustración. La libertad humana es el limite (también el precio) que Dios se auto impuso para concretar su amor en las mujeres y los hombres.

Esta fragilidad del amor divino puede ser bien comprendida tanto en la historia del profeta Oseas como en la Parábola del Hijo Pródigo. En los dos ejemplos, los amantes se ven en una situación embarazosa por las elecciones, tanto de la mujer como del hijo. En la parábola, el hijo menor se fue y el padre nada pudo hacer, sino esperar. Ya el profeta fue obligado a tragar en seco la desdicha de haberse casado con una mujer libertina, que se prostituía con cualquiera. Pero como él la amaba, sólo le quedaba perdonar, esperando que la decisión de volver fuese de ella.

La libertad humana también puede ser bien entendida si comparamos a Dios con un emperador. Supongamos que ese rey posee un harén con mucha mujeres, pudiendo disponer de quien él quiera. Sin embargo, imaginemos que un día el se apasiona por una Sulamita.

En caso que lo desee, bastaría una orden para que ella fuera traída como objeto de placer sexual. Pero ese monarca no desea que sea así, pues quiere amarla de verdad. Él necesita conquistar su corazón para también ser de ella. Así, al buscar amar, por más poderoso y majestuoso que sea, su pasión lo deja vulnerable e indefenso.

Dios quiere cautivar a sus hijos para amarles y ser de ellos, he ahí la razón del por qué él jamás forzaría a que alguien lo escogiera – forzar y amar no combinan.

¿Para qué decir que Dios es frágil? Simplemente porque al insistir en la fragilidad divina, se entiende mejor su amor, se aprende a abrir mano de la omnipotencia idólatra para abrazar al Padre de Jesucristo. Hablar de fragilidad divina significa entender la fuerza más maravillosa del universo que es el Ágape.

No logro creer en una divinidad que todo ordena, que todo dispone y que todo orquesta. Realmente, yo no sabría amar a un Dios que planeó, determinó y ayudó a mi amigo Gustavo a suicidarse. Yo no lograría amar a un Dios que, para promover su propia gloria, intencionó cosas horrendas como Auschwitz, Ruanda e Irak. No, Dios no guía la bala perdida que mata niños en las favelas.

No creo que él tenga una “voluntad permisiva” que deja que horrores se extiendan para subrepticiamente cumplir una “voluntad soberana”. No lo percibo como comienzo, medio y fin de la historia ya listos; o que en el presente esté contento en administrar cada nano evento preordenado en su providencia.

Por eso, prefiero creer en la fragilidad de un Dios que es amor. Prefiero aceptar que el mal no hizo parte de su proyecto inicial y que Dios sufrió, y aún sufre, con la muerte de inocentes, con la injusticia económica global y con las guerras más estúpidas.

No es correcto que se confunda a Jesús de Nazaret con el dios frío y distante de los griegos y de los deterministas, y es por eso que escribo sobre su fragilidad.

Soli Deo Gloria.