En la morada de Dios no hay pánico
por Ricardo Gondim
“Hay un río cuyas corrientes alegran la ciudad de Dios, la santa habitación del Altísimo” Salmo 46:4
Me acostumbré en mi adolescencia al escenario grisáceo de la vegetación agreste del nordeste. En mi tierra, el verde de la región es estacional. La mayor parte del tiempo, los gajos secos de los árboles obstinados, parecen haber sobrevivido a un gran incendio. La región afea por meses y meses, y sólo se viste de verde cuando llueve. Y la lluvia es cosa rara en el agreste brasileño. Debe ser esa la explicación del por qué un grabado me atraía tanto. Era un cuadro de moldura simple que adornaba una pared de la casa de mi abuela.
Retrataba los siempre vigorosos prados alpinos. Quedaba fascinado contemplando aquel escenario en que el azul intenso de un cielo, desprovisto de nubes, contrastaba con el blanco de la nieve y el verde de la hierba. Recuerdo que entre dos montañas se anidaba un lago de aguas absolutamente tranquilas. Hoy, cuando pienso en la paz, no busco definiciones en libros filosóficos, me basta retornar al pasillo humilde de la casa de mi abuela y la veo colgada por un clavo.
Y todas las veces que leo el Salmo 46, aquel grabado renace en mi memoria. En este Salmo, el autor crea un clima de enorme confusión, caos y angustia. El mar espuma enfurecido, las montañas se deshacen como harina y los terremotos sacuden todo. La vida puede transformarse velozmente en anarquía y todo lo que es sólido deshacerse en nada. Pero hay un río de aguas tranquilas que no siembra turbulencia, sus aguas plácidas calman e inspiran paz. Ese río brota del lugar donde habita Dios. Su fuente está en un lugar donde no hay pánico, el trono del Altísimo.
El salmista desea que colguemos esa imagen justo delante de nuestros ojos, principalmente cuando no hacemos pie y los remolinos nos succionen para abajo. No hay pánico en la casa de Dios, el Altísimo no se sacudió con las tempestades que asolaron la tierra. Alrededor de Dios reina un clima de absoluta serenidad. Él pone fin a la guerra, despedaza los instrumentos de muerte y destruye los escudos con fuego. Grande es el alivio, cuando él sugiere a los espantados: “Quédense quietos, reconozcan que yo soy Dios” v. 10