18 de diciembre de 2006

Inconsistencia, sinónimo de misericordia

por Ricardo Gondim

Hace tiempo que ya no simpatizo con algunas categorías teológicas del sentido común religioso. Una de ellas tiene que ver con la comprensión del poder divino. Conforme las defendía, deseaba proteger el nombre de Dios de posibles disminuciones de su omnipotencia. Hoy percibo que mi celo se apoyaba en algunas premisas de la filosofía griega. Cuando razonaba sobre Dios y sobre el ejercicio de su poder inconscientemente repetía el concepto aristotélico de “Motor Inmóvil”. Creí en una divinidad tan absolutamente perfecta, que nada podía afectarlo.

Intrigado, comencé a cuestionarme por qué Jesucristo escandalizó a fariseos, saduceos y doctores de la ley. Percibí que, hacía siglos, los judíos esperaban al Mesías. Ellos nutrían una expectativa triunfalista en la llegada del Ungido de Dios. En sectores más politizados de Israel, el Mesías se manifestaría como un gran libertador, en una versión mejorada y glorificada de Moisés. Entre los más ortodoxos – fariseos y levitas – el Mesías vendría a renovar los principios de la Torá, con un profetismo más contundente que el de Elías.

Ahora entiendo un poco mejor por qué Jesús fue escándalo y locura. Tanto judíos como griegos lo percibieron como un rotundo fracaso. Él simplemente no dejaba colar las expectativas helénicas o farisaicas en sí o en el Padre. El Dios de Jesús no se parecía al “Motor Inmóvil” de Aristóteles, así como nunca patrocinaría un Mesías poderoso como imaginaban.

Si el Dios de los fariseos celaba que para la ley nunca fuese desobedecida, castigando duramente a los pecadores, Jesús volvía esa misma ley flexible en nombre de la misericordia. La mujer encontrada en adulterio vio como el poder del amor dobló la rigidez del mandamiento: “Mujer, ¿dónde están?... Tampoco yo te condeno. Ahora vete, y no vuelvas a pecar” La sirofenicia, el centurión romano, la mujer “impura” por causa de una menstruación crónica, el endemoniado gadareno y el ciego junto al camino atestiguan que todos pueden aproximarse a Dios, y que a su regreso los no-elegidos se sentirán acogidos.

Jesús no reveló a Dios como un juez que persigue a los rebeldes, sino como un padre herido que aguarda, en la entrada de casa, el regreso del hijo pródigo. Él “corre al encuentro” de ese hijo que, aunque oliendo a cerdo, recibe besos, un anillo y fiesta.

Si el fariseísmo anticipaba un Dios más fuerte que Baal, Jesús se mostraba frágil, prefiriendo andar con pescadores; si quería un líder convocando ejércitos más destructivos que las legiones romanas, Jesús colocaba niños en sus faldas y decía: “el reino de los cielos es de quienes son como ellos”; si ambicionaba poner a Israel como la nación líder del mundo, vengando innumerables siglos de opresión, Jesús abría el rollo de la ley en una sinagoga y leía que su misión era con los desvalidos: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres”. No hubo caso, con un discurso de esos él se condenaba. Si Jesús era la expresa imagen de Dios, tenía que morir. Un Dios débil no servía, y no sirve, a los intereses de la religión – cualquiera que sea.

Aún, la revelación que Jesús trajo de Dios tanto eclipsaba al Dios de los fariseos como al de Aristóteles. Jesús no se asemejaba en nada con la divinidad como “Acto Puro” o “Motor Inmóvil”. En Cristo, Dios no es apático: él se conmovió con “viscerales afectos” por una viuda en camino de enterrar a su hijo, lloró delante de la sepultura del amigo (el dolor humano duele en Dios – “en toda angustia de ellos, él fue angustiado” – Isaías 63:9 RV), se irritaba cuando la religión oprimía, y entendía las lágrimas de una prostituta.

Lo que verdaderamente escandaliza en el Dios de Jesús es su tremenda inconsistencia – y las mejores manifestaciones de esa inconsistencia se llaman misericordia y gracia –. La buena nueva de Jesús es que Dios no se deja arrestar por dogmatismos, legalismos y determinismos, sino que perdona, restaura, reescribe la historia y camina pacientemente al lado de la humanidad. Los fariseos se desesperaron con ese quiebre de paradigma y, enloquecidos, cometieron deicidio. No soportaban el desmoronamiento de la teología montada sobre un concepto de Dios intransigente e inamovible.

El Reino que Jesús inauguró no posee paralelo con los reinos humanos. El Dios de Jesús siempre fue imperceptible a los poderosos, pues él lo sumergió entre los pequeños – granos de mostaza, niños y niñas, ovejas indefensas –; entre los inoperantes – siervos inútiles –; entre los indignos – hijos pródigos, prostitutas, leprosos, ciegos, mendigos –; entre los extranjeros – romanos, exorcistas informales –.

Jesús vino a mostrar a los hombres que Dios escogió volverse vulnerable debido a su amor y que esa debilidad es más fuerte que cualquier concepto humano de poder; y que otras expresiones divinas pueden ser descartadas como ídolos.

Soli Deo Gloria.