14 de diciembre de 2006

La bienaventuranza que todavía no alcancé

por Ricardo Gondim

Mi padre falleció el día seis de diciembre de 2005. En su funeral, agradecí a Dios por su mayor legado en mi vida: dignidad. En la época del golpe militar de 1964 papá no claudicó, y fue preso. Conducido a la base aérea de Galeão, permaneció incomunicado durante muchos meses. Sufrió tortura, humillación y aún después de ser juzgado y declarado inocente fue expulsado de las Fuerzas Armadas. Implacablemente perseguido por el régimen, mi padre fue un ejemplo de firmeza.

Delante de él percibí que existen virtudes que aún no alcancé. Reconozco que no encajo en la bienaventuranza de Mateo 5:10 "Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque el reino de los cielos les pertenece”.

No puedo incluirme en esa promesa pues nunca hice ninguna vigilia solitaria en las veredas de los hospitales públicos que desprecian el derecho del pobre, nunca marché por los ancianos y nunca corrí ningún riesgo por niños abandonados; aún no me encadené a un árbol para no permitir que él sea cortado por la gula de la especulación inmobiliaria; aún no hice huelga de hambre por ninguna causa.

No puedo reclamar ser incluido en este versículo del Sermón del Monte se para mí el tráfico internacional de prostitutas es apenas una noticia bizarra en el noticiero de las 8 hs. Aún no organicé ninguna marcha contra el avance de la pedofilia. ¿Cómo puedo considerarme bienaventurado si analizo el Movimiento de los Sin Tierra con lentes ideológicos y no percibo en cada uno de aquellos manifestantes harapientos un ser humano carente de dignidad?

Después que sepulté a mi padre medité sobre mi vocación, y ahora atino sobre por qué nunca me esposaron o persiguieron.

Fui institucionalizado. El sistema me tragó. Toda mi vida acepté pasivamente que las banderas ideológicas fueran arriadas por el poder del capital. Ingenuamente no escuché cuando un pastor chino me advirtió, hace mas de veinte años, que ninguna ideología, partido político o sistema religioso consigue resistir al poder del capital. Así, con los brazos cruzados, dejé a mi generación capitular delante del consumismo materialista. Desde la platea asistí a la transformación de muchas iglesias en mostradores de servicios religiosos y a muchos pastores convertirse en mercachifles de la Palabra de Dios.

Jesús prometió a los perseguidos por causa de la justicia una gran recompensa en los cielos. No puedo esperar tal galardón. Mi vocación profética es simbólica, con poca densidad. Siempre encontré más fácil criticar que involucrarme. Me olvido que el movimiento desencadenado por Rosa Parks contra las leyes racistas del sur de Estados Unidos sólo progresó porque Martin Luther King no tuvo miedo de marchar por las calles de Alabama. El apartheid de Sudáfrica sólo fue desmantelado porque el obispo anglicano Desmond Tutu decidió transformar sus sermones en acción política y el metodista Nelson Mandela pasó 30 años en la cárcel.

Confieso. Aún no me veo digno de la felicidad de recibir el mismo galardón de los profetas. Mientras ellos defendieron a los huérfanos y a las viudas, yo me contenté con predicar un mensaje desencarnado. Por años hablé del cielo para huir de las injusticias que me rodeaban. Erré, al prometer salvación como una forma de mitigar el sufrimiento impuesto a los pobres por gobiernos sin prioridades. Hablé, cuando no comprendí la advertencia de Santiago (1:27) "La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo".

En el Sermón del Monte sólo una virtud es mencionada dos veces: justicia. Ella es tan prioritaria para Jesús que sólo entenderé completamente su valor cuando siga sus pasos rumbo al Calvario.
Vale recordar a Frei Betto, que también sufrió durante la dictadura. Enclaustrado y sin perspectiva de liberación, el notó que sus verdugos procuraban humillarlo aún más. Usando artilugios legales procuraron cambiar su condición de preso político para el de condenado común. En esa circunstancia ese fraile católico hizo una huelga de hambre como forma de resistencia. Después de varios días sin alimentación, debilitado y peligrosamente próximo a morir, sus familiares intentaron persuadirlo, pidiendo que se retractara: "Basta Betto, nuestra mayor dádiva es la vida" le dijeron. "No la arrojes por un detalle jurídico", insistieron. Resuelto, él respondió: "No, la mayor dádiva que recibí de Dios no fue la vida, y sí la dignidad". La bienaventuranza que genera dignidad nace del compromiso con la justicia, de la disposición de transformar valores en acción, y de la inconformidad con la cobardía.

Se que aún tengo mucho que aprender y crecer, pero antes de hacer mi última travesía, espero ser incluido en esa felicidad que pertenece solamente a aquellos que pudieron repetir con Pablo (Hechos 20:24): "Sin embargo, considero que mi vida carece de valor para mí mismo, con tal de que termine mi carrera y lleve a cabo el servicio que me ha encomendado el Señor Jesús, que es el de dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios".

Soli Deo Gloria