31 de diciembre de 2007

Deseos para repetidos años nuevos

por Ricardo Gondim

Aun con el estrés diario, aun necesitando lidiar con las pasiones animales, aun reconociendo que existen tentaciones diabólicas, todos nutren deseos espirituales.

Cuando reconocemos esa sed trascendental, nace una verdadera espiritualidad. Se inicia entonces una inquietud con los valores efímeros de la vida y viene un anhelo intenso por lo que es eterno. Cuando esa mirada hacia el cielo brota en el alma, la vida gana calidad.

Todos deben anhelar amor. Los pensamientos necesitan nacer del nido de los afectos y el diálogo, prescindiendo del reloj. Quien ama, atiende el teléfono sin reclamar; acoge a los que lloran sin querer explicar el motivo del sufrimiento; no pide explicaciones; nunca esconde segundas intenciones y jamás tolera astucias; se arremanga, llena recipientes de agua y no le importa que lo vean de rodillas.

Todos deben anhelar alegría. Y hacer fiesta como el canario en la alborada; y bailar como la palmera en la playa; y cantar como el gaucho en la rueda del mate; y soltarse como creyente pentecostal. Que bueno es anticiparse a la vida con una sonrisa satisfecha y tranquila, libre de culpas. Sólo quien sabe exorcizar su propia tosquedad logra cambiar un espíritu aburrido por festejos en los pies.

Todos deben anhelar paz. Solamente los serenos aprenderán a lidiar con sus conflictos relacionales. Los que perdonan, también. Son felices los que se ponen en los zapatos del otro y esperan el momento apropiado para tener “aquella franca conversación”. Nadie debe imaginarse libre de tensiones, desavenencias o incomprensiones; el desorden es parte de la vida (solo existe armonía completa en la muerte). Deseemos la paz que nace de la solución madura de las discordias.

Todos deben anhelar paciencia. Por eso, menos nerviosos como los simples, menos malhumorados como los débiles, menos irritables como los lentos. La impaciencia brota de los narcisismos enfermizos, de las falsas omnipotencias. No se puede creer en las propagandas institucionales que hacen sobre nosotros mismos. Es una locura embriagarse con la exuberancia de los propios discursos. Como nadie es un especial elegido, es necesario esperar a aquellos que se atrasan y no molestarse cuando hay que repetir lo que acabas de explicar.

Todos deben anhelar amabilidad. Por eso, menos emprendedores y más sensibles; menos paladines y más diligentes. Un héroe sin alma es un tirano. Los demonios son valientes que perdieron el corazón. Sólo los dóciles se parecen a Dios. Por lo tanto, cada quien deje que su vida refleje el cariño divino por el mundo así como el cristal fragmenta la luz. Y que la refracción de tu amabilidad se esparza como cordialidad, benevolencia, comprensión, camaradería.

Todos deben anhelar bondad. Para eso, necesitan aprender a ser generosos. En el diccionario divino no aparece la entrada “avaricia”. Los bondadosos no temen imitar al padre de la parábola del hijo pródigo y decir: “mi hijo, todo lo que tengo es tuyo”. Los bondadosos se anticipan a las necesidades del prójimo y se disponen a bendecir como si tuviesen las manos de Dios.

Todos deben anhelar fidelidad. Cuando alguien leal está cerca, los amigos descansan. Celebrada por militares, sacerdotes y poetas, la lealtad no es privilegio de ningún grupo. Es la única virtud que Dios pide de sus hijos: la perseverancia; principal atributo del fiel. La verdadera vida pertenece a los fieles, aunque nunca alcancen el éxito, aunque fracasen o decepcionen todas las expectativas. El fiel persiste hasta el fin del camino; aunque termine la jornada destruido, aun así será alabado.

Todos deben anhelar mansedumbre. Los mansos son libres para vivir y no se desesperan reclamando sus derechos a Dios o al mundo. Sólo los mansos son libres para solidarizarse con el sufrimiento de los pobres y de los olvidados; son pocas sus demandas. Ellos no suspiran por más bendiciones porque aprendieron a ser felices con la realidad. El contentamiento es la virtud que posa, únicamente, en el corazón de los mansos. En la combinación de ese desapego con la mansedumbre, hay serenidad; los confiados heredarán la tierra.

Todos deben anhelar dominio propio para saber lidiar con sus apetitos, pasiones y deseos. La templanza no se deja vencer por los instintos. Los libertinos no triunfan. Solamente aquellos que restringen sus deseos son libres de la opresión de la ganancia. Los que no se esclavizan por sus pasiones son más fuertes que un guerrero.

(Espero que hayas notado que acabo de detallar el fruto del Espíritu, como Pablo lo describió en su carta a los Gálatas 5:22. Si más personas anhelaran lo que es eterno habría menos odio y más amor. Que tu corazón desborde valores espirituales en este nuevo año).

Soli Deo Gloria.

Desilusión y desencanto

por Ricardo Gondim

Me despido del año. Mis alegrías, así como mis tristezas, fueron numerosas e intensas. Me sorprendí con resurrecciones y lloré muertes; bailé en los salones de la felicidad y me arrastré en los charcos del disgusto; abrí los brazos para recibir a quien volvía e, impotente, vi la espalda de quien partía.

Este fue el año de las desilusiones y de los desencantos; y yo espero no mezclar esos dos sentimientos. Las ilusiones no son más que idealizaciones; los encantamientos, estados de admiración. Las ilusiones se basan en falsedades, son espejismos; los encantamientos nacen de apreciaciones de la realidad. Las ilusiones visten nuestras mentes de fantasías; los encantamientos vienen de percepciones claras de la vida.

Me ilusioné con la nobleza institucional; creí con fervor que la iglesia que me rodeaba era “la Iglesia” de Jesús (por favor, nota la “i” latina, minúscula y mayúscula). Por años, abracé sin reservas una versión del cristianismo que yo entendía como la única, la más auténtica, la mejor de todos los tiempos. Me ilusioné con esa versión, no noté los celos, las maldades, las envidias que la motivaban.

Me ilusioné con el expansionismo de mi misión. Creí en el mito moderno del progreso. Yo creía que podía seguir el crecimiento numérico y, al mismo tiempo, mantener el ambiente relacional de los tiempos en que me reunía con un grupo de jóvenes idealistas. Llegué a pensar que podía abrir mi corazón entre clérigos profesionales con la misma libertad que lo hacía entre los primeros compañeros de ministerio.

Me ilusioné con la naturaleza humana. Creí en la bondad de las personas; principalmente, en los que se decían ser llenos del Espíritu Santo de Dios. Yo imaginaba que alguien rebosante de Dios no conspiraría como Absalón, no traicionaría como Judas y sería incapaz de comportarse como un lobo voraz. ¡Ledo engaño!

Los sótanos eclesiásticos están repletos de cadáveres de gente acuchillada por la espalda. La historia no olvida: los pasillos de las catedrales albergan a verdugos y a facinerosos ávidos de escalar jerarquías organizacionales.

De repente, vino la desilusión. Se cayeron las vendas de mis ojos y me di cuenta de la magnitud de mis fantasías religiosas. Sucede que una persona desilusionada nunca más se vuelve a ilusionar. Y, en ese proceso, me vi obligado a separar las desilusiones de los desencantos. Pues, al contrario de los desilusionados, los desencantados pueden volver a encantarse nuevamente.

Anduve desencantado con mi misión, vocación y devoción. Nunca perdí lo que inicialmente me deslumbró en el Evangelio. Sigo absolutamente fascinado con la vida de Jesús de Nazaret. Y vuelvo a maravillarme cada vez que leo sobre su carácter, su ternura para con los desvalidos y su perdón para los pecadores. Su ofrenda en la cruz, su muerte ejemplar y su resurrección triunfante, no admiten desencantos.

En mi dolor llegué a meditar que desistiría de todo, pero no lo logré. Sigo creyendo que los valores del Reino de Dios necesitan irradiarse a todas las dimensiones del vivir humano, so pena de dejar al mundo transformase en el infierno de Dante. Los valores de justicia, paz y equidad humana, como fueron propuestos por Jesús y sus apóstoles, no pueden quedarse escondidos sino que deben ser proclamados universalmente. Eso es tan magnífico para mí que sana mi corazón desilusionado, devuelve vigor a mi poesía melancólica y da nueva energía a mi labor.

Sobre aquellas cosas con la que me desilusioné no hay marcha atrás, pero sé que mis sueños vuelven a tomar color. En este nuevo año, responderé con nuevo aliento: “heme aquí, envíame a mi”.

Soli Deo Gloria.

21 de diciembre de 2007

Ausencia anual

por Ricardo Gondim

Mi navidad tiene color de nostalgia, olor a añoranza y gusto a lágrima. Ella llega cargada de recuerdos. Durante los días que preceden al veinticinco de diciembre, noto la sombra de la melancolía cubriéndolo todo. Las muchas luces no me engañan; la avalancha consumista se vuelve toda una fiesta vulgar. La navidad atraganta mi alma con un llanto que nunca llega.

Mi navidad pertenece a la infancia perdida; recuerdo el niño ansioso que fui, los regalos que nunca llegaron y la expectativa renovada de que el próximo año será diferente. El Dios de la navidad es niño. Necesito reclamarle a este corazón adulto: quien no se vuelva como un niño, no entrará en el reino de los cielos.

Mi navidad siempre viene en forma de despedida. Como sucede una semana antes de fin de año, debo mirar hacia el pasado y observar el rastro de lo que fue mi vida. Siento la ausencia de quien ya partió y me despido de cada uno, una vez más. En navidad, lamento los lugares vacíos en la mesa y contemplo la sonrisa de quien ya no existe en las fotografías. Tengo miedo; en otras navidades menos gente vendrá a la cena. Y eso duele.

Mi navidad carece de Dios. El Niño-Dios ya no está por aquí. Hace tiempo que él se fue. Es verdad que dejó su Espíritu, pero yo carezco de su presencia concreta. Nada ni nadie lo sustituyen apropiadamente. Ah, como deseo tocar sus vestiduras y acompañar el movimiento afectuoso de sus labios. En navidad, mi espíritu clama ¡Maranata!

Soli Deo Gloria.