30 de enero de 2007

Piensa, por favor, ¡piensa!

por Ricardo Gondim

Las personas más ancianas adquieren algunos derechos con la edad. No necesitan esperar en las filas, tienen descuento en las boleterías de los teatros y, en Brasil, no pagan pasaje de autobús.

Envejecer tiene también algunas ventajas menos percibidas. A aquellos con más experiencia, se les otorga el derecho, por ejemplo, de enojarse. Esto permite que ellos puedan reclamar por ruidos molestos, por casas desordenadas y por otras cosas que les fastidian en la vida.

Estoy lejos de volverme un viejo, pero ya quiero reivindicar por lo menos un privilegio.

Quiero el derecho de enojarme con personas que tienen pereza de pensar. Acabo de descubrir una cosa horrorosa: el número de flojos mentales es mucho mayor de lo que jamás imaginé.

Recientemente un alumno de una escuela de teología visitó mi página y me envió el siguiente mensaje:

“Ricardo, mi profesor me advirtió que andas escribiendo muchas herejías y que yo debo apartarme de tu perjudicial influencia. ¿Qué tienes para decirme? ¿Es verdad?”

Confieso que mi genio cearense “cabra da peste” me hizo hervir la sangre. Tuve ganas de tirar mis escrúpulos a los tomates y responder al novicio: “Don bobalicón, acabas de entrar a una página con centenas de textos que escribí en los últimos cuatro o cinco años. ¿Por qué no te das el trabajo de leer y sacar tus propias conclusiones sobre mi persona?”.

Me imaginé que él iba a quedar demasiado dolido y cerré su mensaje. No respondí nada, pero pensé: “Realmente no parece justo que haya tantos obstáculos para la genialidad y que sea tan fácil la imbecilidad”.

Pensar no es difícil. Puede ser peligroso, pero no es complicado; puede ser trabajoso, pero no está prohibido.

Es preferible correr el riesgo de exponerse a las amenazas de un hereje ponzoñoso como yo, que ser encabestrado por un profesor obtuso y prejuicioso. Es mucho más digno tener opinión propia que repetir preconceptos ajenos.

La religión intenta preservarse creando “Guantánamos” donde tirar a aquellos que ella considera terroristas. Allá enmohecen los “Galileo” que osaron afirmar sus constataciones científicas; allá se pudren los “Huss” que no se conformaron a las anteojeras farisaicas que le fueron impuestas; allá mueren los “Martin Luther King” que no se inclinaron frente al status quo.

La religión de certezas no tolera que la espiritualidad conviva con incertidumbres. El fariseo necesita crear sistemas lógicos para que sus opiniones perduren inquebrantables. Él apedrea a todos los que se exponen a otras verdades. Y quien tuviere el atrevimiento de pedir explicaciones será exiliado.

La postura de la elite eclesiástica es: rotúlese como apóstata a todo aquel que mire por encima de nuestras cercas para ver si hay algo de vida fuera de nuestro estrecho pasillo dogmático.

El religioso no defiende la libertad de pensamiento, por el contrario, busca crear enojo y mala voluntad contra los “rebeldes” para que nadie reflexione nunca acerca de lo que ellos afirman.

Así y todo, ni todos dan valor a la libertad, algunos prefieren marchar como bueyes al matadero; otros, cabizbajos, adoran obedecer sin cuestionar.

Hay momentos que tengo unas ganas locas de gritar: “Piense, amigo. ¡Por favor, piense!”. Tengo el impulso de arrodillarme delante de algunas personas e implorar: “Mi hermano, lea más. Intente adquirir la mayor riqueza que alguien puede poseer: buen juicio”.

Creo que llegué a la edad de confesar que me pongo nervioso cuando estoy cerca de gente que se dejó masificar por el ambiente religioso. No soporto más conversar con personas que se contentan en repetir el discurso de la jerga evangélica y no hacen el menor esfuerzo por razonar aquello que acaban de decir.

Cada día se me vuelve sumamente difícil leer mensajes iguales al que recibí del joven seminarista; todavía voy a necesitar de mucha paciencia.

¡Que Dios me ayude!

Soli Deo Gloria.

29 de enero de 2007

Recordando que soy polvo

por Ricardo Gondim

Ahora se que soy quebradizo como una galleta en la mano de un niño, efímero como los banderines que se deshacen en el ventarrón.

Descubrí que mi pecho se puede descomponer con cualquier lluvia fuerte, y que no soy más que una marca en el camino, dibujada para desaparecer bajo las pisadas ajenas. No falta mucho para que se agoten mis días y, sin canciones de cuna, cerraré los ojos a esta tierra.

Ya aluciné como un Quijote enloquecido, pero el mundo me venció. No desarticulé ningún cartel de cocaína, no deshice ningún comercio internacional de armas, no acabé con la prostitución infantil, no trabajé para ninguna clínica de enfermos de sida en África. Planté iglesias, pero como agente transformador de la historia sólo conseguí arañar la superficie. Envié misioneros, pero quedaron pocos, la mayoría fueron tragados por culturas fuertísimas e historias milenarias. Por la falta de recursos financieros, hicimos lo mínimo.

Trabajé como un mesías omnipotente, pero me cansé en esa arrogancia. No vi crecer a mis tres hijos porque deseaba predicar en congresos que, sólo hoy lo veo, servían más para inflar egos que para ayudar a la construcción del Reino. Viajé cientos de miles de kilómetros para, abatido, ver el avance desenfrenado de una teología mercantilista, egocéntrica, dogmática y fundamentalista. Dejé a mi mujer llorando en casa porque me creía esencial en un evento que, mirando hacia atrás, no era más que un programa para fortalecer instituciones humanas. Dejé, muchas veces, mi cama y mi almohada para dormir en hoteles baratos, porque me veía como Atlas, teniendo que cargar el mundo en la espalda. Hice pocos amigos porque encontraba que necesitaba atender a todas las personas.

Lamento no haber tenido tiempo para conversar, al final de las tardes, con mi querida abuela, que tanto pidió mi presencia. Yo me sentía obligado a visitar a un miembro de mi iglesia que nunca me consideró su amigo. Él sólo quería usar un poco de mi falsa omnipotencia.

Viví como un dios inmortal y desperté tardíamente a mi finitud. Con treinta años de edad, consideraba que la vejez esperaría siglos para visitarme. Ahora, con cincuenta y dos, ella me hace señas desde una esquina lluviosa y fría. Que tonto fui al creer que podía desperdiciar momentos preciosos y que mi calendario se prologaría para siempre.

Desisto de mis quijotadas, mi falsa omnipotencia y de los deseos de ser eterno.

Así que, tomo algunas decisiones:

1. Seguiré luchando sin la presión de tener que ser correcto y salir airoso. Haré el bien porque vale la pena, aunque no haya ninguna recompensa por ello. Deseo terminar mi caminata al lado de personas queridas y sentirme como en aquellas películas en que un puñado de héroes idealistas se preparan para enfrentar, y probablemente ser aplastados, por un ejército y uno de ellos le dice a los otros, creyendo que esas son sus últimas palabras: “Fue una honra luchar al lado de ustedes”.

2. Para aceptar cualquier compromiso o hablar en alguna conferencia, usaré dos, únicamente dos criterios: a) ¿las aspiraciones, el rumbo y las intenciones de ese evento contribuyen con las ansias más profundas de mi alma? b) ¿estaré entre amigos que se prefieren los unos a los otros en honra?

Quiero prepararme para el último tiempo de mi vida. No tengo más tiempo para comportarme como un neófito porque, como dicen los americanos: “the stakes are too high!”.

Soli Deo Gloria.

27 de enero de 2007

La religión es la cocaína del pueblo

por Ricardo Gondim

Viví parte de mi adolescencia durante las décadas de los sesenta y los setenta. En aquellos años, los Beatles y los Rolling Stones reinaban en la música. Se discutía el existencialismo de Sartre en los barcitos de Ipanema. Las mujeres se liberaban leyendo a Simone de Beauvoir. El Che Guevara inspiraba los ideales revolucionarios de los latinoamericanos. Las drogas se volvieron una obsesión mundial. Muchos jóvenes caminaban por las veredas que comenzaban en Ámsterdam, seguían por Afganistán y llegaban a la India en búsqueda de hachís. La marihuana dejó de ser consumida en el submundo de la marginalidad y dominó las universidades de toda América. Se tomaban dosis mínimas de LSD para viajar por horas en el mundo alucinógeno. Los pinchazos de heroína intravenosa acortaban la vida de miles.

Los tiempos cambiaron. La rebeldía de los jóvenes se aquietó, los héroes comunistas cayeron, el consumismo sustituyó las antiguas aspiraciones revolucionarias y la música techno sustituyó al rock. Aquellas drogas que entorpecían y dejaban a sus consumidores en un estado zen, fueron reemplazadas por otras que activan, energizan y potencializan. Se sustituyeron las drogas que causaban entorpecimiento por otras que daban una sensación de poder y de autonomía. Así que, hoy casi no se habla más de heroína o LSD. Las drogas de moda son la cocaína y su versión más barata, el crack. Y crece la búsqueda por drogas sintéticas, como el éxtasis, que prometen un mejor desempeño, incluso sexual.

La religión también cambió mucho. En aquellos años, predominaba entre los jóvenes el concepto que la religión servía a los intereses de las elites, pacificando a los oprimidos. Los debates reforzaban el pensamiento de Karl Marx que en 1844 afirmó: “El sufrimiento religioso es, por una parte, la expresión del sufrimiento real, y por la otra, la protesta contra el sufrimiento real”. Marx creía que “la religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, así como es el espíritu de una situación carente de espíritu”. Mis contemporáneos repetirían su conclusión: “La religión es el opio del pueblo”.

Marx no afirmaba que la religión es un narcótico cualquiera. Él la identificaba como un entorpecedor poderosísimo en sus días: el opio. Las condiciones sociales perversas de la Europa en el siglo XIX condenaban a los trabajadores a ser poco más que esclavos. Marx entendía que las mismas condiciones también producían una religión que prometía un mundo mejor sólo para la próxima vida. Así que, tanto él como sus seguidores difundieron que la religión no es sólo una ilusión, sino que cumple una función social: distraer a los oprimidos. Por eso, afirmaba que la religión es un narcótico que no solamente alivia el dolor del trabajador, también le embriaga, robándole el poder de transformar su realidad. Para él, la esperanza religiosa era un opio que prometía felicidad en el porvenir, posponiendo el furor revolucionario. Lo peor es que él tenía razón en su análisis. La iglesia de sus días realmente estaba decadente y, aliada a la aristocracia, desempeñaba exactamente ese papel anestésico.

Sin embargo, en la posmodernidad, la religión ya no cumple esa tarea entorpecedora. En occidente, la propuesta religiosa viene crecientemente volviéndose parecida a otra droga: la cocaína. El neoliberalismo, padre de este consumismo materialista tan bien representado por la fascinación por los shoppings y por las marcas famosas, ya entorpece como el opio. Por otro lado, le religión de hoy busca excitar y producir sensaciones de poder parecidas a las de la cocaína.

Las iglesias neopentecostales se multiplican prometiendo que las personas tienen el derecho de ser felices aquí y ahora. Repiten hasta el cansancio que nadie necesita transferir para la eternidad lo que puede ser reivindicado ya. Insisten en la promesa hecha a Israel de que el fiel “es cabeza y no cola”. Y así el creyente que frecuenta los cultos de prosperidad, recibe semanalmente una inyección de cocaína espiritual en la sangre, haciendo que se sienta el dueño del mundo. Aunque sea por algunos minutos de culto, sueña con todo lo que sus ojos gulosos vieron a las empresas de marketing anunciar en televisión.

Las iglesias se transforman en islas de fantasía capitalista. Empresarios fallidos, artistas en el fin de sus carreras, jugadores de fútbol fracasados, empleados no cualificados, corren tras interminables campañas en busca de revertir la pretendida “maldición” que acecha sobre sus vidas. Y, después de ser despojados, son devueltos a la dura realidad de la vida, obligados a enfrenta el fastidio de los lunes. Colgados en los trenes suburbanos o en una fila burocrática sufren tristes y deprimidos como los bailarines del carnaval que vuelven a su destino en la madrugada del miércoles de ceniza. Enfrentan solos la dura realidad de que no son reyes ni reinas, son nada más que subempleados obligados a vivir con un sueldo miserable.

La propia definición de lo que es la fe viene sufriendo enormes cambios. Antiguamente se entendía la fe como una adhesión a un concepto teológico, lo mismo que una habilidad sensorial de percibir el mundo espiritual. Personas de fe discernían las acciones de Dios y del mundo espiritual con mayor perspicacia. Eran personas que confiaban en el carácter de Dios, aun sin evidencias que comprobasen su palabra. Hoy se entiende la fe como una mera capacidad de instrumentalizar los poderes de Dios de manera egoísta. Por eso, la fe y la cocaína se parecen mucho: dan una falsa sensación de poder y generan personas artificialmente soberbias. Sin embargo, la resaca tanto de la cocaína como la de la fe posmoderna es horrible, pues siempre viene acompañada de depresión y de desengaño.

La droga religiosa de hoy es siempre estimulante. Por eso los nuevos mercachifles de la fe necesitaron redefinir, incluso, a la persona de Dios. La divinidad posmoderna sólo existe para servir a los caprichos de las personas. Los cultos se transformaron en centros de perfeccionamiento y esfuerzo humano. Las iglesias dejaron de ser espacios para dar culto a la divinidad y se especializaron en enseñar como manipular a Dios. Las liturgias espiritualizan las técnicas más populares de cómo “liberar el poder de Dios”, “alejar deudas”, “tomar posesión de derechos”, “conquistar gigantes”. Las personas se acercan a Dios llenas de derechos, caprichos, creyendo ser el centro del universo y que todo y todos les deben favores. Se pierde el estado de asombro, de reverencia y sumisión al Eterno.

Así que, el objetivo de toda actividad religiosa es homocéntrica, nunca teocéntrica. Las iglesias terminan transformándose en mostradores de servicios religiosos y la relación del pastor con los fieles es la misma que la del empresario con sus clientes. Se multiplican los esfuerzos por ofrecer una mayor gama de actividades que agraden a los clientes que se vuelven feroces consumidores religiosos y con un tremendo nivel de exigencia.

Creo que el genuino mensaje del evangelio no puede ser comparado al opio como hizo Marx y tampoco con la cocaína, como hacen los predicadores de la religiosidad posmoderna.

Jesucristo no prometió un porvenir color de rosa que anestesiara. Sus discípulos fueron convocados a ser sal de la tierra, a leudar la masa, a enfrentar a los reyes poderosos, a transformar la realidad aquí y ahora. Antes que se levante el sol de justicia y que el Señor vuelva trayendo salvación sobre sus alas, Él comisionó a su iglesia para enfrentar las estructuras humanas que producen la muerte y declarar la guerra al propio infierno. Tampoco prometió que nos volveríamos dueños del mundo, ricos y prósperos. Fuimos llamados para encarnar el mismo sentir que hubo en Cristo, que siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

El culto no debería ser disminuido al punto de transformarse en un centro de autoayuda. No necesitamos aprender técnicas que nos ayuden a obtener el favor de Dios. Necesitamos sí aprender a celebrar su gran amor de Padre que nos ama, a pesar de nuestra propia pequeñez.

Creo que Marx estaba en lo cierto cuando denunció lo que estaba ocurriendo con la iglesia que se colocaba al servicio de la aristocracia. Aquella religión enferma y muerta, realmente merecía el mote de opio del pueblo. Los líderes religiosos que comían en las mesas de los poderosos y que eran indiferentes de la suerte de los miserables, realmente buscaban entorpecer al pueblo.

Lo que se ofrece desde muchos púlpitos posmodernos no es el Evangelio de Jesús de Nazaret, sino mera cocaína religiosa. Estaremos obligados a coincidir, con algún otro filósofo ateo, en que esa religión pragmática que se esparce en occidente hace juego con el narcótico de moda.

Ya se escucha el murmullo de las piedras. Urge que los profetas comiencen a hablar.

Soli Deo Gloria.

24 de enero de 2007

Inquietudes inmediatas

por Ricardo Gondim

Recientemente participé de un encuentro de teólogos, aunque yo no lo sea. Allí hice picadillo a la llamada iglesia evangélica brasileña con sus disparates teológicos y éticos, otros me acompañaron, igualmente indignados. Denunciamos las agendas frustradas de las iglesias neopentecostales. Uno de los participantes llegó a pensar en convocar a un Concilio para definir cuál es el genuino movimiento evangélico, heredero de la Reforma. Bramé más que todos contra el tumor de los neopentecostales.

Regresé a casa y comencé a sentirme un verdadero fariseo. De aquellos que se indignan con una tilde y una coma de la ley que fue quebrantada, pero que hace enormes concesiones en lo esencial.

Me inquieté por haber predicado en ambientes en que sería incómodo hablar en contra de la injusticia social que condena a millones de personas a vivir en una miseria vergonzosa. Y para no perturbar, discurrí sobre asuntos esterilizados, insípidos y que no perturban la complacencia burguesa.

Confieso que continúo callado delante de los grandes debates y no me comprometo con las causas humanas. Es allí cuando me confronto a mi mismo: ¿Será que me adecué al sistema y encuentro que ya no puedo, y no quiero, revolver el avispero? ¿Me siento cómodo? Comienzo a pensar que esas comodidades éticas no son sólo un desvió de mi propia vida, sino del contexto religioso en que vivo. Convivo con una religión rápida y ágil para denunciar lo que es de menor importancia, elástica y lenta para detectar lo que es inconveniente y siempre silenciosa para el profetismo real y genuino. Creo que ni siquiera conocemos el verdadero carácter del oficio profético. La camisa de fuerza de la teología sistemática no me deja ser creativo, las cataratas espirituales del dogmatismo secular oscurecen mi visión y la persecución del gueto me amenaza cuando quiero pensar con libertad.

La pandilla de la teología ortodoxa se indigna con las aberraciones neopentecostales, pero no escucho de ellos una sola denuncia contra el nacionalismo evangélico norteamericano que bendijo una de las mayores mentiras de la humanidad (¿dónde estaban las armas de destrucción masiva de Irak?), como mató mucha gente inocente, meros efectos colaterales de una guerra sin propósito. No se escucha nada, sólo un silencio dubitativo.

Participo de un medio que denuncia a Benny Hinn y a Kenneth Hagin, pero se calla frente al fundamentalismo de derecha del status quo evangélico; tememos confrontar el patio de los famosos como Franklin Graham, Pat Robertson, John McArthur, Chuck Colson, etc. Cuando los militares dominaron la escena política brasileña, hicimos un acuerdo tácito con ellos. Ellos nos dejaban predicar, realizar nuestras campañas evangelísticas, y nosotros los dejábamos en paz, torturando en los sótanos y enriqueciendo a las elites. ¿Por qué yo tengo dificultades en sentarme en la mesa de los neopentecostales y no tengo escrúpulos en participar de la rueda de los ricos pastores del primer mundo, que bajo el manto de conservadurismo teológico, empujan la agenda de la derecha conservadora americana? Ellos ciertamente leen del manual de instrucciones de Bush. La Mayoría Moral batalla contra el aborto, contra los homosexuales, pero defiende la pena de muerte y apoya el discurso de la Asociación Nacional del Rifle, una de las más anacrónicas entidades que defiende el uso de armas.

¿Será que nos vemos como guardianes de la inerrancia, vigilantes de la ortodoxia apostólica, y sin embargo perpetuadores de una religiosidad cada vez más desconectada del mundo real; cada vez más insípida?

La gran verdad es que nosotros los evangélicos, continuamos especializándonos en lo irrelevante. Nuestra agenda no tiene la menor bifurcación hacia la lucha contra el preconcepto racial o de género. No revertimos la suerte de millones de niños que viven en las fétidas periferias de las metrópolis brasileñas. Sin embargo, convocamos más forums para discutir nuestra identidad evangélica, e indignados con aquellos que difieren de nuestra cartilla teológica, bramamos con nuestro furor farisaico.

Creo que hay enormes defectos genéticos en nuestra identidad; la cultura que nos formó venia con anomalías. Nuestra cosmovisión nació de una aberración de la naturaleza espiritual: religión sin alma. Acabo concluyendo: Enfermaron mi alma, y no me doy cuenta siquiera que enfermedad sufro…

Soli Deo Gloria

23 de enero de 2007

Quiero aprender a lamentar

por Ricardo Gondim

El profeta Ezequiel comió un libro repleto de lamentos, llantos y ayes. Después de llenar su estomago, afirmó: “Y yo me lo comí, y era tan dulce como la miel” (Ez. 3:3). ¿Cómo puede tal libro saber dulce en la boca de alguien? Es muy extraño saborear lamentos en una sociedad hedonista y obsesionada por el éxito. Pero, felices los que lloran y alivian el corazón de sus dolores; ellos consiguen ahogar sus coherencias con lágrimas; lloran sin la persecución de la lógica y no les importa la censura. Alguien dijo que el poeta sólo es poeta si sufre, también puede afirmarse: el profeta sólo es profeta cuando aprende a lamentar.

Abracé, por años, una fe discursiva, triunfalista y racional que me hizo olvidar el valor del lamento. Yo asociaba el llanto a la debilidad. Consideraba que el mensaje del evangelio transformaría a las personas en vencedores imbatibles y que nada podría sacudir a un creyente. Hasta que leí al teólogo judío, Abraham Joshua Heschel. Con él aprendí una nueva dimensión sobre la intimidad con Dios. Heschel afirmaba que los profetas no fueron meros portavoces de la voz divina, sino personas llamadas para comulgar con el pathos de Jehová – palabra griega que significa sentimiento. Para él, ser profeta representaba el privilegio de participar de las emociones divinas. Así que, cuando Jeremías, por ejemplo, llora y lamenta, las lágrimas no son suyas, sino las de Dios.

El apóstol Pablo también pensó en esa identidad profética al afirmar en Filipenses 1:29. “Porque a ustedes se les ha concedido no sólo creer en Cristo, sino también sufrir por él”.

Así que, quiero volverme íntimo de Dios, no sólo para celebrar su presencia en lo que hay de bonito y loable, sino también para aprender a lamentar con Él, los horrores de un mundo que no comprende su voluntad.

Quiero conocer el corazón de Dios para lamentar la suerte de África que viene siendo diezmada por el avance del sida. Sabré llorar la muerte innecesaria de millones de niños que se amontonan en campos de refugiados, expulsados por las guerras étnicas. Lamentaré el descanso de las naciones ricas, tan preocupadas consigo mismas. Sufriré porque ellas se comportan como Caín, que le respondió al Señor: “¿Soy yo responsable por mi hermano?”.

Quiero conocer el corazón de Dios para lamentar el drama de los pequeños países latinoamericanos sin recursos naturales y sin posibilidades para pagar sus deudas. Con los ojos llenos de lágrimas, recordaré que toda América Latina fue robada, explotada y usada por imperios que se llevaron de aquí oro, plata, cobre, hierro, madera y bananas. Lamentaré que no haya una justicia retributiva para que esos países sean indemnizados y no sufran tanto. Lloraré por la hemorragia de la riqueza latinoamericana que gasta todo lo que produce para pagar intereses extorsivos.

Quiero conocer el corazón de Dios para lamentar lo que sucede en mi patria. Lloraré por los ríos que se convirtieron en cloacas, por los bosques talados, por la saña del mercado y por las playas que perdieron su virginidad blanca, inundadas de basura. Sentiré mi corazón apuñalado cuando recuerde que Brasil se volvió una amenaza para la humanidad; una Amazonas desvastada representará, tal vez, el desequilibrio final y total del sistema ecológico global.

Quiero conocer mejor el corazón de Dios para llorar por la existencia de clínicas clandestinas de abortos, míseros cuartos donde travestis negocian barato el cuerpo, mendigos que duermen con sus familias bajo puentes, y favelas inmundas que se multiplican en las márgenes de los riachos fétidos. Deseo comprender lo que significó para Jesús afirmar: “Así también, el Padre de ustedes que está en el cielo no quiere que se pierda ninguno de estos pequeños” (Mt. 18:14).

Quiero conocer mejor el corazón de Dios para lamentar la exportación de niños que servirán al sórdido mercado de la pedofilia. Quiero llorar al Brasil que se transformó en ruta de turismo sexual. ¿Conseguiré expresar mi tristeza porque mi país es conocido internacionalmente por su violencia, sensualidad, desnudez e irresponsabilidad? Hoy ya me siento constreñido por saber que los cónsules tratan a los brasileños como oportunistas que sólo desean emigrar a sus países como subempleados. Me avergüenza cuando observo brasileños llegando al aeropuerto, para luego verlos esposados, porque no fueron bienvenidos.

Quiero conocer mejor el corazón de Dios para lamentar que muchos sectores evangélicos de occidente se alinearon a una geopolítica norteamericana desastrosa. Lloraré porque han apoyado una guerra, y por hacer inviable el diálogo con el mundo islámico. Es lamentable que los musulmanes identifiquen a los cristianos como infieles sanguinarios y legitimadores de una doctrina bélica.

Quiero conocer mejor el corazón de Dios para poder lamentar la pérdida de la credibilidad de la iglesia. Es necesario que me duelan los fracasos morales que se suceden; el clero que despoja al pobre; los sermones que se volvieron irrelevantes y la fe que se transformó en mercadería. Cerca de Dios, sabré valorar la sangre de los mártires, de los misioneros y el esfuerzo de los teólogos. Diré que la fe no puede perderse en un mar de obviedades. ¡Quiero indignarme por los discursos vacíos, las promesas irreales y la banalizacion del milagro!

Anhelo ser tan íntimo de Dios como el profeta Isaías. Yo también diré que Dios odia las fiestas religiosas y las muchas oraciones hechas en su nombre sin que se busque la justicia, combata la opresión y defienda el derecho de la viuda y del huérfano. Se que hay tiempo para la celebración, pero hoy quiero aprender a lamentar.

Soli Deo Gloria.

22 de enero de 2007

Egocentrismo

por Ricardo Gondim

La película brasileña, “El año en que mis padres salieron de vacaciones”, contiene un poco de mi historia de adolescente. Aunque un poco mayor, fui muy parecido a Mauro, el personaje principal de la trama.

En la dictadura, yo también me vi obligado a vivir en la casa de mis abuelos, también juegue a la pelota en un campito improvisado, también espié por cerraduras indiscretas, también tuve miedo de los jeeps, también vi la Copa Mundial de fútbol de México en un clima tenso. Porque mi padre había sido expulsado de la Aeronáutica y vivíamos bajo el rigor de las leyes de excepción, yo tampoco festejé el tricampeonato mundial como me hubiera gustado.

Sin saber como enfrentar los días represivos, necesite encapsularme en mi propio mundo. Yo estaba forzado a enfrentar, sin saber como, el vituperio de ser hijo de un “subversivo-comunista, enemigo de la patria”.

Ocasionalmente agarraba mi vieja bicicleta, de aros desproporcionadamente grandes, aun de los tiempos de “freno de pie” (dábamos vuelta el pedal para trabar la rueda trasera) y huía debajo de un árbol.

Allí entraba en mi exilio, mi Pasargada, mi Maracangalha, mi cueva de Adulam. En aquella sombra, permanecía incógnito. Escuchando el susurro de las hojas, conversé y vacié mi corazón ante nadie; lloré delante de los gorriones mudos, mis únicos oyentes.

Cuando no tenía la bicicleta, que también pertenecía a mi hermano, trepaba al tejado de la vieja casa de la Avenida Universidad. Con los problemas oprimiéndome, aumentaba la compulsión por aislarme. Era mi defensa.

Esos ostracismos auto impuestos construyeron mi carácter introspectivo. Algunas personas son como son por necesidad y no por desvíos del carácter. Algunos violentos pueden haber sido obligados a reaccionar con violencia para no morir; del mismo modo, los irónicos, los graciosos, los fríos.

Hay veces en que me sorprendo con mis actitudes egocéntricas, auto referenciales, ensimismadas. Me asusto cuando personas queridas pelean conmigo porque me desconecté, dejándoles hablando solos. Ya me pasó de atropellar conversaciones sin querer.

Pero mi peor falla es que no me gusta que señalen mis defectos. Me quedo resentido cuando las personas difieren de mis argumentos. No tolero ser contradicho.

Esa tendencia de apreciar mi propia compañía viene de lejos – Narciso puro.

Me explico sin querer justificarme. Mas allá de la paranoia que los militares generaban en nosotros, el ambiente allí en casa se volvió asfixiante y yo no toleraba más tener que oír una discusión entre papá y mamá y, aun, ser testigo de las loqueras que mi hermana mayor armaba. La dictadura destruía mi núcleo familiar, y para sobrevivir en mi impotencia adolescente, me encerré en secretos.

No, no busco atenuar la triste comprobación que soy egocéntrico, deseo sólo descubrir los orígenes de esas vanidades para lidiar mejor con ellas.

Se que necesito abrirme y celebrar la belleza de mi prójimo; se que el mundo no rueda alrededor mío; se que estoy lejos, muy lejos, de la genialidad, de la rectitud, y de los pasos ya andados por santas y santos; se lo irritante que es convivir con personas que “se creen”.

Imploro a mis amigos: sean pacientes. Reconozco que creé un mundo aparte para poder ejercer un poco de control.

Recuerden que era un niño cuando mis padres salieron de vacaciones y que ellos demoraron mucho en volver. Entiendan, por favor, por qué endurecí mi corazón.

Hace años que procuro salir de esa artimaña y reconozco que estoy tardando. Pero voy a esforzarme para construir puentes sobre los escondrijos de aquel niño llamado Ricardo.

Soli Deo Gloria.

Aún sobre la pena de muerte

por Ricardo Gondim

En enero de 2007 comencé a leer “Los miserables”, quizá uno de los mayores clásicos de la lengua francesa – magistral, aun en su traducción al portugués.

En compañía de Victor Hugo, me opongo totalmente a la pena de muerte.

No lea la Biblia Hebrea con los mismos lentes que los fundamentalistas, por lo tanto, no hago las mismas analogías que ellos. Se que los relatos milenarios del Antiguo Testamento mandan a que los niños desobedientes a los padres, homosexuales y mujeres adulteras, sean apedreados hasta la muerte.

Entiendo, sin embargo, que los parámetros sociales, legales y políticos de aquellos días no pueden ser transportados para la actualidad, ya que nadie, en su sano juicio, podría imaginar sociedades donde, en su máxima expresión de humanidad, se les aconseja a los señores dueños de esclavos que sean más compasivos cuando traten a sus vasallos.

No leo la Biblia haciendo un “cortar y pegar” de los tiempos semíticos para los actuales.

No logro estar de acuerdo con la pena de muerte; no acepto que el Estado se apropie del derecho de quitarle la vida a un ser humano, por más horrendo que haya sido su delito.

Cito a Victor Hugo sobre la postura del obispo Myriel, apodado Bienvenu, delante del cadalso en “Los miserables”:

En efecto, el patíbulo cuando está erguido, es algo que alucina. Se puede considerar con cierta indiferencia la pena de muerte, no aprobarla ni considerarla, mientras no se haya visto, con los propios ojos, una guillotina; pero, cuando se ve una, el impacto es violento y es necesario decidirse o a favor o en contra.

Unos la admiran como De Maistre, otros la detestan, como Beccaria. La guillotina es la síntesis de toda la ley; su nombre es venganza; no es absolutamente neutra, y no permite que uno continúe neutro. Quien la ve se amedrenta con el más misterioso de los miedos. Todas las cuestiones sociales levantan signos de interrogación alrededor de esa cuchilla.

El patíbulo es una visión. El patíbulo no es un simple armazón de madera, no es una maquina: el patíbulo es el ingenio inanimado hecho de madero, hierro y cuerdas. Parece un ser que posee no se qué iniciativa sombría; se ha dicho que ese armazón ve, que esa maquina entiende, que ese mecanismo comprende, que esa madera, esos hierros, esas cuerdas tienen voluntad propia.

En la pesadilla amedrentadora en que lanza al alma, el cadalso se muestra terrible, confundiéndose con su tarea. El patíbulo es el cómplice del verdugo; devora, se alimenta de carne, se sacia con sangre. Es una especie de monstruo fabricado por el juez y por el carpintero, un espectro que parece vivir una vida hecha de todas las muertes que ocasiona.

Yo no pensaba que aquello fuera tan monstruoso. Es un error concentrarnos en la ley divina al punto de no percibir más la ley humana. La muerte pertenece solamente a Dios. Con qué derecho los hombres osan tocar cosa tan desconocida.
Nunca alimenté ningún aprecio por los dictadores, principalmente aquellos que legitiman la tortura y la muerte (George W. Bush, aunque haya sido elegido en una democracia, tiene saña dictatorial).

Nunca tuve ninguna admiración por Saddam Hussein, por su régimen o por su soberbia destructiva, pero no me sentí bien cuando lo vi caminando en dirección al cadalso.

Mis entrañas se retorcieron por él, y después, cuando me mostraron el video de su cuerpo colgando, temblé todo.

La pena de muerte no hace parte del espíritu de Jesús de Nazaret; en ella no existe la palabra Misericordia.

Para mí, ver la ejecución de Saddam Hussein fue un shock del que me llevará mucho tiempo reestablecerme.

Soli Deo Gloria.

Estoy en contra de los ahorcamientos

por Ricardo Gondim

Victor Hugo escribió un clásico contra el patíbulo, el cadalso, la guillotina.

Leí de corrido “El último día de un condenado”. No pude despegar los ojos del relato sobre las sensaciones, angustias y desesperación de un condenado, antes de pagar la más alta sentencia impuesta por los hombres.

En el libro, el novelista francés no exime al sistema penal de su patria, que se juzgaba con derecho de ejecutar a alguien.

En el prefacio de la obra de 1832, escribió:

“El edificio social del pasado se apoyaba en tres columnas: el sacerdote, el rey y el verdugo. Hace ya mucho tiempo que una voz dijo: “¡Los dioses se marchan!”. Últimamente se ha alzado otra voz para proclamar: “¡Los reyes se van!”. Y ahora se eleva otra que afirma: “¡El verdugo se va!”.

A quienes lamentan la supuesta ausencia de los dioses podemos decirles: Dios se queda. A quienes lamenten la de los reyes podemos decirles: queda la patria. A quienes lamenten la del verdugo, no tenemos nada que decirles.

Y el orden no desaparecerá con el verdugo, no lo creáis. La bóveda de la sociedad futura no se hundirá por no disponer de esa odiosa clave. La civilización no es más que una serie de transformaciones sucesivas. La benigna ley de Cristo impregnará al fin la ley y resplandecerá. Se considerará el delito como una enfermedad, y esa enfermedad tendrá sus médicos que sustituirán a los jueces; sus hospitales, que sustituirán a las cárceles.

La libertad y la salud se asemejarán. Donde antes se aplicaba el hierro y el fuego se aplicará el bálsamo y el aceite. Se tratará con caridad el mal que antes se trataba con cólera. Esto será tan sencillo como sublime”.
Recibí hace poco un mensaje electrónico de un “protestante-calvinista-fundamentalista” defendiendo la pena de muerte – en una obvia alusión al ahorcamiento de Saddam Hussein.

Su lógica, aunque bien nutrida de citas bíblicas, me lleno de espanto. Inmediatamente pensé: “No puedo admitir que el mensaje de Jesús aun produzca personas así, inclementes y ávidas de juicio”.

Entonces, entre la ortodoxia de ese escritor brasileño y la visión romántica de Victor Hugo, me quedo con el francés.

Soli Deo Gloria.

18 de enero de 2007

El rostro de la Pietà

por Ricardo Gondim

“¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho, y dejar de amar al hijo que ha dado a luz? Aun cuando ella lo olvidara, ¡yo no te olvidaré!” (Isaías 49:15)

¡Tengo una miniatura de la Pietà! Contradiciendo mi tradición protestante que no permite imágenes de escultura, compré una pequeña réplica de la famosa escultura de Miguel Ángel. No adquirí el mármol como objeto de culto religioso. Dos motivos me impulsaron a parar delante del vendedor italiano y pagar para traer a casa la pequeña señora que carga en su regazo al hijo muerto. Primero, deseaba guardar por más tiempo el sentimiento que invadió mi pecho cuando vi la imagen por primera vez. También quería recordar, por los años venideros, un amor tan fuerte que ni la piedra consiguió volverlo frío o inexpresivo.

El rostro de aquella mujer, joven aun, tallada en piedra carga dolor. “¿Cómo?”, me pregunté al contemplar la imagen. “¿Cómo el escultor logró esculpir con cincel el sufrimiento de una mujer?” Se de la dificultad de un escritor cuando intenta traducir en palabras los dolores sentidos, vividos y que son tan personales. Imagina los de él.

Era una mañana lluviosa en Roma cuando me paré delante de la Pietà. Los cielos lloraban una neblina lenta y ella sostenía el hijo muerto, sin lágrimas. Las lluvias de los siglos eran sus lágrimas. No pude mover mis pies, los ojos de María me seducían, su dolor pasó a ser mío. Noté que la joven mujer no sostenía al Mesías, o al Salvador del mundo; en su regazo no yacía la esperanza de Israel, sólo su hijo. Sus brazos sostenían al niñito que amamantó, al adolescente que vio crecer jugando en las calles pobres y polvorientas de Palestina. Quien sostenía al hijo no era la Maria idealizada por la tradición cristiana, apenas una madre sufrida, que no lograba contener el tamaño de su luto. Derramé una gota de neblina de mis ojos, dentro de mi vive un niño huérfano que aun llora de noche con nostalgia del afecto materno.

Contemplo la miniatura de la Pietà y recuerdo el gran amor de Dios. Hay muchas especulaciones sobre Dios, todas fracasan si no intuyen su gran amor. Así que, como el escultor logró hacer que una piedra transpirara afecto, el Espíritu Santo hace que las páginas de la Biblia exhalen no sólo el cariño de Dios por nosotros, sino, inclusive, su sufrimiento. Los testamentos retratan el rostro sufriente de Dios con un mundo donde impera la muerte, las injusticias y el pecado. Los Evangelios nos inspiran a meditar y a percibirnos en el rostro de Jesucristo, el padre de la Parábola del Hijo Pródigo. Él sufrió mucho en su abandono. El tamaño de su dolor fue proporcional al tamaño de su amor.

Cuando me siento perdido y solo, recuerdo que hay alguien me ama mucho. Él entiende y comparte mi dolor. Bajo sus ojos misericordiosos me siento acogido.

Soli Deo Gloria.

Nunca importó tanto ser sal

por Ricardo Gondim

“Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve insípida, ¿cómo recobrará su sabor? Ya no sirve para nada, sino para que la gente la deseche y la pisotee”. Mateo 5.13.

Vivía en Estados Unidos y cursaba el Instituto Bíblico, preparándome para el ministerio pastoral. Semanalmente salíamos anunciando el mensaje del Evangelio en lugares donde normalmente no se esperaba la presencia de cristianos. Entrábamos en clubes nocturnos, bares mal iluminados y en los sucios callejones de las ciudades americanas. En una de esas incursiones al submundo, me encontré con un joven que había optado por vivir en la calle. Sucio, con la mirada distante y sin ninguna sonrisa en los labios, aceptó conversar conmigo.

Me senté a su lado, en la misma acera, y le hablé de Cristo y de mi experiencia de conversión. Durante mi conversación, su expresión facial no cambió, ya estaba acostumbrado al discurso religioso americano. Decidí cambiar de tema. Le pregunté que había estudiado. Se había graduado en ciencias políticas por una renombrada universidad. “Opté por un estilo de vida alternativo, pues detesto el consumismo americano”, añadió.

De repente, mirándome directamente a los ojos, me preguntó: “¿Tú, ya te soñaste volando como una mariposa?”. Le afirmé que sí, ya me había soñado volando, pero no estaba seguro si como una mariposa. Aun sin entusiasmo en su hablar, continuó: “¿Quién garantiza que no somos mariposas soñando que somos hombres?”. No había como responderlo.

En aquel día entendí que la modernidad vivía sus últimos momentos. Allí estaba un estudiante universitario que había abandonado todas sus promesas de civilización occidental y que también había abandonado sus métodos racionales. La posmodernidad, que es el tiempo histórico en el que vivimos, no se limita al conocimiento científico. La verdad es hoy totalmente irrelevante. Las personas están dispuestas a aceptar cualquier culto, secta, ideología. Todo vale en el mercado de las ideas posmodernas.

Cuando predicamos el evangelio en los tiempos actuales, no enfrentamos más los típicos rechazos del siglo pasado. No se pregunta más: “¿la Biblia es confiable? ¿es verdadera? ¿Jesús realmente existió? ¿el Cristo descrito en las páginas del Nuevo Testamento es el mismo que sus contemporáneos conocieron?”.

Lo que les interesa a las personas se llama credibilidad. Preguntan si: “¿hay coherencia entre lo que tu me dices y lo que vives? ¿tus principios se concretan en la vida y en las acciones?”. El mundo está abierto a un mensaje que posea testimonio. Por lo tanto, antes que tú te entusiasmes en ganar al mundo, procura saber si estás consiguiendo vivir lo que deseas anunciar. Antes de que la iglesia proponga cambios a la sociedad, debe mirar hacia adentro y responder honestamente si logra ser sal de la tierra. Nuestro desafío no es apologético, sino testimonial. Hoy, más que nunca, sal sin sabor, recibirá enormes pisadas humanas.

Soli Deo Gloria.

Heracles y el camino estrecho

por Ricardo Gondim

Heracles, o Hércules, fue el héroe griego más famoso. Por detrás de la complicadísima mitología, se cree que fue un hombre real, probablemente uno de los principales líderes militares del reino de Argos.

En el mito, él era hijo de Zeus con una mortal llamada Alcmena. Su reputación se propagó por el mundo antiguo debido a su fuerza. Él, sin embargo, no era sabio. Hércules tuvo ataques de locura y llegó a matar a los hijos que había tenido con Mégara. Debido a esa desproporcionalidad entre fuerza y sabiduría, se difundieron varias fabulas sobre su carencia para comportarse con moderación.

Esopo contó una:

“Avanzaba Hércules a lo largo de un estrecho camino. Vio por tierra un objeto parecido a una manzana e intentó aplastarlo. El objeto duplicó su volumen. Al ver esto, Hércules lo pisó con más violencia todavía, golpeándole además con su maza. Pero el objeto siguió creciendo, cerrando con su gran volumen el camino. El héroe lanzó entonces su maza, y quedó plantado presa del mayor asombro.

En esto se le apareció Atenea y de dijo:

-Escucha, hermano; este objeto es el espíritu de la disputa y de la discordia; si se le deja tranquilo, permanece como estaba al principio; pero si se le toca, ¡mira cómo crece!”.

Moraleja: combates y discordias alimentan la voluptuosidad de los pequeños que necesitan crecer; son guerrillas minúsculas, batallas que sólo causan males.

Soli Deo Gloria

La felicidad sin secretos

por Ricardo Gondim

La mayor búsqueda del ser humano es la búsqueda de la felicidad. Pascal decía que hasta los suicidas se ahorcan queriendo ser felices. Nadie anhela la felicidad para tener dinero, por el contrario, corremos detrás del dinero para ser felices. Por lo tanto, el fin último que elegimos para nuestra existencia es la felicidad.

Una de las mayores decepciones que tuve al convertirme fue imaginar que bastaría profesar la fe cristiana y automáticamente seria feliz. Descubrí, a lo largo de los años, que muchos cristianos, en verdad, no son felices.

Me animo a añadir. Yo ya vi personas no cristianas viviendo una vida más justa, más completa y más plena que mucho cristianos.

Los pastores y sacerdotes cristianos deberían ser claros y honestos. Ellos no pueden mentir: la fe cristiana no produce felicidad automática.

En el esfuerzo por producir conversiones, no se necesita hacer propaganda engañosa para seducir a las personas para la fe. Por lo tanto, seamos sinceros: mucha propaganda evangélica es engañosa.

Hace unos días, un programa evangélico alardeaba en los medios: “Si tú estás pasando por dificultades, si estás viviendo en un infierno, basta con decirle sí a Jesucristo y tú serás feliz“. El predicador no se intimidaba con sus declaraciones: “Dios estás a tu disposición para ayudarte, basta con que ores conmigo y yo te garantizo, tu vida será cambiada en un abrir y cerrar de ojos”.

Pasar una semana entre creyentes ya es suficiente para verificar que eso no sucede. Existen innumerables personas convertidas dentro de las iglesias evangélicas con depresión, angustiadas, llenas de dudas, sofocadas por deudas en las tarjetas de crédito, ansiosas, irritables, insomnes y nerviosas.

Repito: la predicación “Conviértete y serás feliz” es falsa. Las razones son diversas. Primero, la conversión no tiene nada que ver con Dios resolviendo nuestros problemas instantáneamente. Convertirse es someter nuestra voluntad a Su soberana voluntad.

Segundo, en la conversión se resuelve el impasse relacional de la creación, Dios decidió crearnos, libres. Dios es trino y, por lo tanto, relacional. El vive eternamente en una comunidad tan única, que podemos afirmar que el Dios trino del cristianismo es sólo uno. Se puede decir que nuestra libertad fue el precio que Dios se dispuso a pagar, por su soberana decisión, para que pudiésemos amar.

Convertirse significa, por lo tanto, que hubo una respuesta humana al toque divino de la Gracia que invita a esa relación. El convertido es quien dice sí a la invitación de Dios. Allí se inicia una relación amorosa semejante a la de los padres e hijos, amigos, novios, o pastor y ovejas. Conversión es aceptar que la voluntad de humana se aliñe a la voluntad de Dios, siempre con el propósito relacional de intimidad.

Después que nuestra voluntad estuviere sujeta a la voluntad de Él, comienza una caminata o un proceso; Dios nos enseñará como transformar nuestra historia de perdición en vida plena.

Puesto de una manera coloquial, seria como si Dios afirmara: “Bien, ahora tú estás conmigo, deja que te enseñe como ser feliz”.

La diferencia fundamental entre el cristiano y el no cristiano es que uno se sometió a la voluntad de Dios y ahora dispone de sabiduría divina para hacer viable la vida.

Sin embargo, algunos pueden ser cristianos, tener esa sabiduría a su disposición y no saber como utilizarla. Sería como una persona que vive su existencia sobre un yacimiento de oro, pero ignorando su realidad, nunca busca el tesoro que es suyo. Conozco un joven que heredó una biblioteca de su padre, pero nunca leyó ninguno de aquellos libros. Él era hijo de uno de los hombres más cultos, pero era un playboy; así que, jamás tocó uno de los tomos de los estantes.

Hubo un caso que sacudió al mundo cuando un avión, que transportaba un equipo de rugby, cayó sobre los Andes. Los jóvenes se quedaron aislados en la nieve por varios días con hambre y con mucha sed. Iniciaron algunas expediciones buscando ayuda, pero no encontraron nada. Hambrientos y desesperados, todos los sobrevivientes acabaron practicando el canibalismo con los cuerpos de aquellos que habían muerto en el accidente. Luego de ser rescatados, se dieron cuenta que habían caminado en una dirección incorrecta. Si hubiesen tomado el camino opuesto, hubieran encontrado una casa con la despensa llena de alimentos enlatados.

Jesús comenzó su ministerio con el Sermón del Monte que sintetiza la “Ley Áurea” del Reino de Dios. Los capítulos cinco, seis y siete del Evangelio de Mateo resumen el núcleo fundamental de toda la enseñanza de Cristo. Estos son sus Estatutos fundamentales, su Constitución mayor.

Como el mayor interés de Dios es que disfrutemos de la gloria que Él disfruta en la Trinidad, como Él sabe que nuestra mayor ambición en la vida es la felicidad, Jesucristo comenzó su sermón fundamental, enseñando como las personas podían encontrar la verdadera felicidad.

“Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.
Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros”. (Mateo 5:3-12)

Jesucristo fue transparente en su enseñanza: quien anhele ser feliz, necesita tres actitudes correctas: a) para consigo mismo – siendo pobre de espíritu, admitiendo sus lágrimas, en humildad, y manteniendo su compromiso con la justicia; b) para con Dios – siendo misericordioso como Dios es, manteniendo el corazón puro, y siendo un pacificador; c) para con el mundo que lo rodea – estando dispuesto a sufrir por lo que crees, manteniendo la integridad emocional aun siendo perseguido.

Vale insistir, aun bajo el juicio de parecer redundante: Jesús inicia su enseñanza ofreciendo algunas pistas de que la felicidad no sucede por casualidad. Por lo tanto, el carácter cristiano necesitará contener tres ingredientes para producir felicidad. El primero, trata de la esencia del ser – humildad de espíritu, la habilidad de llorar, la mansedumbre, el hambre y la sed de justicia. El segundo, las expresiones del ser – misericordia, pureza de corazón, promoción de la paz. El tercero, los compromisos del ser delante de la adversidad, de la persecución y de la injuria.

Por lo tanto, la expresión “Bienaventurados” – que significa “felices” – no es solamente indicativa o descriptiva del verdadero cristiano, sino imperativa.

El inicio del Sermón del Monte no se constituye una simple promesa, sino una convocatoria y una exhortación. Jesús señala el camino para aquellos que quieran realmente experimentar la felicidad. Su enseñanza, en otras palabras, exhorta a las personas a recordar siempre que, cuanto más cerca se encuentren de los principios expuestos por él, más cerca estarán de disfrutar de una vida plena.

Jesús enseñó que la felicidad no es fruto solo de una experiencia, ella es resultado de una jornada – la adopción de un estilo de vida.

La vida abundante no se encuentra, ella se construye. Los dichosos son llamados “felices” no porque pasaron por una experiencia mística o esotérica, sino porque vivieron de tal manera que la felicidad fluyó. Los valores del Reino de Dios producirán en ellos una satisfacción real.

Significa que la felicidad no viene de afuera hacia adentro, sino que ella fluye de dentro para fuera. Un ángel no toca a nadie para que sea feliz. Si hubiera una intervención angelical, ella servirá para revelar o dotar a personas de fuerzas para que practiquen lo necesario para encontrar alegría eterna.

Pimentinha fue un personaje muy conocido de las secciones cómicas de los periódicos. Cierta vez, le mostraron de rodillas al borde de la cama haciendo una plegaria: “Dios, por favor, transfiere las vitaminas de la zanahoria para el helado”. Reímos de su ingenuidad infantil. No obstante, muchas veces, oramos de la misma manera. Queremos que Dios, por medio de algún truco mágico, transfiera la felicidad celestial a nuestras vidas.

Cuando una persona experimenta el poder de la Gracia, ella no sale de un estado de tristeza para uno de alegría, con un chasquido de dedos; sólo abandona el camino que conduce a la tristeza para otro que lleva a la felicidad. Así y todo, algunos valores necesitarán ser incorporados a su nuevo estilo de vida.

El Sermón del Monte fue una especia de cartilla en la que Jesucristo garantizó a los suyos que, si buscan el Reino de Dios y su justicia en primer lugar, todos los ingredientes que generan felicidad serían añadidos. Para Jesús, felicidad no es una estación donde nos quedamos, sino una manera de viajar.

La gran frustración que encuentro en muchos cristianos es que esperan una oración especial, una profecía estrafalaria, una visión sobrenatural, un arrebatamiento espectacular para, de repente, entrar en un estado perenne de felicidad.

Los caminos que llevan a esa vida, pasan por acciones que son constantemente rechazadas. ¿Quién desea preferir a los otros, vaciarse de la arrogancia de verse como un semidiós o ser menos egocéntrico? La esencia del cristianismo auténtico comienza cuando sus seguidores buscan vaciarse de sus propios métodos para pasar a considerar los de Dios. Por eso: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”.

Cristo fue directo: “aprende a llorar, – a mantener el alma tierna, sensible, a no auto justificarte – Dios te dará el poder de sentirte frágil, dependiente de El. Por eso: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación”.

Él insiste con un tema muy poco popular: “desea ser manso”. Jesús entendía que mansedumbre significa abrir mano de reivindicar lo que es tuyo, desistir de querer siempre ganar; los mansos se someten. Por eso: “Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad”.

Él indica el camino para vivir con satisfacción real: “desea ser justo, ama lo que es correcto”. En todos los actos, hazte siempre la pregunta: “¿es correcto? ¿es recto? ¿eso es justo?”. Quien ama la justicia y tiene deseo enorme de verla siendo practicada, será feliz. Por eso: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados”.

Aún se escucha el eco de sus palabras: “desea ser misericordioso para con los débiles; se paciente con los que no llegan a alcanzar tu estándar; se comprensivo con quienes se atrasan; con los que fracasan; con los que tropiezan en sus propios errores”. Quien tiene esa actitud para con los derrotados será feliz, porque en el día a día cuando necesite comprensión para sus propios errores, la encontrará.

Él convoca a sus seguidores a ser coherentes en la interioridad: “busca ser limpio de corazón, y no permitas que haya sombras, caminos bifurcados, incoherencias, hipocresía, falsedad o dolo”. Para Jesús, quien vive una vida integra, será feliz. Su declaración fue osada: “los puros experimentaran la mayor de todas las felicidades, ellos verán a Dios”.

Jesús incentivó la concordia y ordenó que se promoviese la paz: “no seas un promotor de cizaña, nunca catalices odio, no suscites la venganza y no desparrames disensión. Reconcilia a quienes se odian, reúne a los diferentes, promueve el amor y tú serás feliz”. De allí el texto: “los pacificadores serán llamados hijos de Dios”.

Él aconseja que sus seguidores sean personas de ideas claras, convicciones sólidas, puntos de vista verdaderos: “si esa postura te va a traer odio ajeno y si tu fe no fuera popular, continua siendo verdadero, la historia premió a todos los que obraron así. Los claudicantes, los pusilánimes, los cobardes se perdieron. Nadie recuerda al perseguidor, sólo los perseguidos son recordados”. El texto dice: “Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros”.

En el verdadero cristianismo la felicidad no es circunstancial, ella depende de los contenidos del carácter. Jesús enseñó a sus discípulos que la pregunta esencial no es: “¿esto me hará feliz?”, sino, “¿esto es correcto?”.

Todos nutrimos el concepto erróneo de que la felicidad depende de las circunstancias. Al contrario de Jesucristo, raramente hacemos una correlación entre la felicidad y el carácter. Muchos viven miserablemente prometiéndose a su mismos: “Seré feliz el día que cambie de casa, compre un barco, termine la facultad, tenga un hijo, los hijos se casen, cambie de esposa, viva en Minas Gerais, construya una casa en Porto de Galinhas o viva en Miami”.

Por causa de esa visión de que lugares, personas y oportunidades, producen felicidad, no priorizamos la ética, la integridad y tampoco el compromiso con la justicia.

Infelizmente acabamos creyendo que la disciplina de una vida íntegra no tiene nada que ver con la felicidad y si con collares religiosos o morales.

Durante todo el Sermón de Monte, Jesús no eximió a sus discípulos. El enseñó algunos principios fuertísimos. Hay determinados pasajes que leemos y decimos: “¡Eso es muy difícil!”. Fue por ese motivo que él inicio afirmando: “Yo les voy a enseñar algunas cosas para ustedes aparentemente muy difíciles, pero crean, quienes las practiquen serán bienaventurados – o felices”.

El Sermón inicial de Cristo se fundamente sobre una premisa bíblica: lo que el hombre o lo mujer sembrare, eso, ciertamente, cosechará. No importa si la religión está siendo ceremonialmente cumplida: quien plante viento, cosechará tempestad; quien plante odio, cosechará violencia; quien plante amor, cosechará amistad; quien plante venganza, cosechará amargura; quien plante fidelidad, cosechará compromiso; quien plante mentira, cosechará traición; quien plante verdad, cosechará integridad.

El Sermón del Monte ofrece principios para lo que buscan esa vida verdadera y plena prometida por Jesús. Lo mejor es que él mismo se propone ayudar a sus discípulos en cada paso del camino.

Soli Deo Gloria

Como sería la vida si Dios no existiera

por Ricardo Gondim

No hay mayor dificultad existencial que los silencios divinos. El “Deo abscondito” representa el más gigantesco enigma filosófico y teológico. Un gran nudo que nadie desata.

El relato bíblico no es homogéneo. Tanto la narrativa judía como las propuestas más conceptuales y doctrinales de las epístolas cristianas revelan que Dios elige tiempos y jerarquiza años. Hay periodos de la historia en que su presencia es más evidente. En otros momentos, exuberante. No obstante, los intervalos de su ausencia se alargan por periodos que parecen no tener fin. Dios está más ausente que presente.

Es duro pensarlo, peor afirmarlo, pero algunas personas no representarán absolutamente nada en el drama humano; ni siquiera serán conocidas. Millones mueren anónimos. Para la enorme mayoría, el papel más importante que desempeñarán consistirá en sobrevivir y cuidar de aquellos que los sucederán; y ellos repetirán el mismo itinerario.

La vida de la gran mayoría se desenvolverá sin milagros, sin intervenciones sobrenaturales y sin la presencia trascendente de Dios. Ellos tendrán que trabajar de sol a sol para comer, vivirán a merced de las pestes y plagas, necesitarán luchar contra las inclemencias del tiempo. Sujetos, incluso, a accidentes naturales como huracanes, tifones y terremotos.

Cada uno debe vivir su día a día con la certeza de la existencia de Dios, pero sabiendo que él no alterará, indiscriminadamente, el orden que él mismo estableció. Cada uno necesita orientar su vida y valores, esforzándose por controlar los peligros existenciales, crear, escribir y trascender como si Dios no existiera.

Cada uno debe hacer lo que es recto no porque exista un Dios que fiscaliza desde lo alto del cielo, sino porque la virtud conspira a favor de la vida y de la buena convivencia entre los humanos. Nadie debe orientar sus valores porque está siendo, por decirle de alguna manera, monitoreado por el gran ojo divino, sino porque existe virtud intrínseca en los comportamientos que exigen obligación de todos.

Cada uno debe enfrentar los silencios divinos no como descansos, sino como espacios para la libertad. Vivir, por lo tanto, es una aventura sin garantías. No es posible una existencia bonita, creativa, sin abrir mano de una obsesiva necesidad de seguridad. Es triste buscar pretender construir diques que contengan las aguas de las tempestades; edificar fosos para que posibles enemigos no invadan los castillos; esterilizar todos los ambientes para que enfermedades no se propaguen. Que fútil es creer que existe un futuro sin amenazas.

Nos queda aprender a vivir sin la pretensión de almidonar al mundo y retirar de él sus percances. Nos queda rehusarnos a la religión que intenta transformar a Dios en una divinidad que premia a los que lo merecen con un “algo más” que ayuda a controlar los peligros de la vida con sus vicisitudes. Nos queda desaprender el deseo de ser feliz. Nos queda abrir mano de querer salvar la vida, porque quienes lo intentaron se condenaron a deambular, sin jamás lograr vivir.

A propósito de eso, recuerdo una historia extraordinaria, que describe el dialogo entre una monja americana cuidando leprosos en el Pacífico y un millonario de Texas. El millonario, viéndola tratar a aquellos enfermos miserables, le dijo: “Hermana, yo no haría eso ni por todo el dinero del mundo”. Y ella le respondió: “Mi hijo, yo tampoco”.

Soli Deo Gloria.

17 de enero de 2007

Vicios y virtudes

por Ricardo Gondim

Dicen que la genialidad camina muy cerca de la locura. Todo el mundo tiene por lo menos una historia de un conocido inteligentísimo, pero con un tornillo flojo.

No sólo los genios caminan al borde la locura. Todos nosotros, con nuestros actos y actitudes, cargamos la posibilidad de desequilibrarnos, tiñendo nuestra vida con maldad.

Un ejemplo. Como me gustan los libros, me seducen los depósitos de bibliotecas. En una de esas visitas, vi en un estante, una enorme cantidad de libros amontonados como si hubieran pertenecido a una sola persona. El gerente del establecimiento me contó que aquella biblioteca era de un empleado del Banco de Brasil; uno de esos incansables, que no toman vacaciones – en el caso de él fueron 17 años sin parar.

Un nuevo jefe de departamento, que necesitaba hacer una reorganización interna, le insistió para que fuera a descansar durante aquel periodo de reestructuración. Un mes después, todo había cambiado; la disposición de los muebles, los armarios y, principalmente, el orden de los cubículos de trabajo.

Indignado con la nueva disposición, aquel empleado volvió a su casa y se suicidó. Su minuciosa diligencia por el trabajo y su obsesiva disciplina lo habían dejado neurótico. La familia vendió todos los libros debido a su trágico fin.

Sí, algunas virtudes pueden enfermar de tal manera, que se transforman en defectos.

Una persona sincera corre el riesgo de volverse inconveniente. Que desagradable es la transparencia de algunos críticos que se sienten tan comprometidos por mostrarse cándidos que acaban siendo personas intragables. Toda sinceridad necesita ser precedida de gracia, intimidad y ser equilibrada con el consejo.

Los valientes deben cuidarse de no permitir que su valentía se transforme en obstinación, porque los obstinados corren el riesgo de despreciar tanto las personas como los sentimientos. Toda intrepidez sin equilibrio puede transformarse en una obsesión enfermiza.

Diligencia sin moderación puede degenerar en activismo. Se queda uno tan absorto en lo que hace, que pasa a sufrir una “trabajolatría”, padeciendo de un complejo mesiánico.

Ser diligente sólo es bueno cuando ello no induce el pensamiento de que somos dioses. Cuando alguien se excede en la búsqueda de la perfección, tiende al preciosismo, a una meticulosidad asfixiante. Los ojos de la gente demasiado juiciosa se aguzan como lupas, hurgando hasta lo que no deben.

Es necesario que la fe no derrape en dos desvíos demasiado serios: credulidad y presunción. Una persona puede ser tan crédula que llega a creer en todo lo que otros dicen. Sin embargo, el libro de Proverbios afirma “El ingenuo cree todo lo que le dicen; el prudente se fija por dónde va.” (Prov. 14:15)

Aun existen los que imaginan poseer tanta certeza espiritual que llegan a alucinar que pueden anticipar hasta lo que Dios aun hará.

No me siento libre para caminar al lado de personas enfermas de un rigor sobrehumano. Busco estar al lado de quien se relaja y de quien logra encontrar sus propios defectos, e intenta cambiarlos, dentro de lo posible.

Soli Deo Gloria.

16 de enero de 2007

No quiero desistir

por Ricardo Gondim

Ando desconfiado. Pero mi pesimismo no es desesperante. Mis crisis no me paralizan. Reconozco que mis inquietudes pueden estar propensas hacia un irritable escepticismo, por eso lucho por mantener el buen humor. Se que no reír me dejaría ensimismado en la comprensión de la justicia; severo y agresivo con mis amigos. No quiero sentarme en la rueda de los nihilistas resentidos, sin lograr expresar generosidad, dulzura o misericordia. Quiero mantenerme tenaz con mis sueños, sin atrofiar mi corazón. Si soy pesimista, mi pesimismo no me lleva a querer desistir.

No desistiré de la vida, porque aun no me cansé existencialmente. No estoy desilusionado con el mundo, aunque compruebe tantas idiosincrasias a mi alrededor. Admiro la naturaleza y continúo seducido por la belleza de las sierras y montañas majestuosas. Recientemente aprendí a apreciar la imponencia de las araucarias con sus brazos arqueados y troncos arrugados. No considero tedioso quedarme sentado en un balcón y contemplar los tonos rojizos de la puesta de sol. No me hastío de mi rutina semanal. Me gusta mi agenda llena y asustarme porque el viernes llega rápido.

Contemplo calles y ciudades ahogadas en sangre inocente, y aun así soy urbano; me gustan las megalópolis efervescentes. No me incomodan los parques o las playas apiñadas de gente. Me siento en casa cuando camino por librerías atestadas de libros. Todo me fascina en una gran ciudad: desde el silencio de los museos hasta la agitación académica. Me atraganto de nostalgia, una especie de añoranza anticipada, sólo de pensar en el día en que tendré que despedirme de este mundo.

No desistiré de la vida porque aun considero al ser humano viable. Coincido con la afirmación del poeta hindú de que todo niño nacido es un mensaje que Dios aun cree en la humanidad. A pesar del libertinaje de los políticos, de la inclemencia del mercado y de la indiferencia de los generales militares, admiro la belleza de las personas. Los amigos aun se abrazan, intercambian mensajes de estímulo por Internet, se visitan en fechas especiales y lloran en tragedias.

Que admirables son los poetas que celebran alegrías y lloran dolores en versos y prosa. Reverencio la compañía de los profetas que levantan el dedo listos para embestir en contra de las injusticias. Admiro los buenos samaritanos que se adentran en las sabanas africanas para aliviar el sufrimiento de los exiliados de guerra. Me emociono con padres que adoptan hijos en orfanatos.

Creo en la humanidad por más que odie la indiferencia de los ricos que acumulan fortunas incalculables; por más que rechace la desatención de los religiosos que priorizan sus instituciones y expelen sus certezas intolerantes en eternas cruzadas; por más que me rebele con la decisión de un país bombardear a otro. La sonrisa inocente de los niños y la fragilidad de los ancianos me dan ganas de cantar “Gracias a la vida”, con Violeta Parra.

No desistiré de la vida porque aun creo en ideales. Admito que vivo en medio de una resaca utópica. Cayeron muros, se arriaron banderas ideológicas, y antiguos Don Quijotes se eximieron de sus heroicos emprendimientos.

No soy fatalista. No creo que la historia se deslice sobre rieles inexorables y lucho por no huir de la arena donde se escribe el futuro. Insisto en no conformarme con la trágica suerte de los miserables. No permitiré que me domestiquen con la predicación de que no hay más Historia con “H” mayúscula. Creo que, aun con la remota posibilidad de aniquilamiento actual de la civilización, nos sabremos reinventar y resurgiremos de las cenizas.

No desistiré de la vida porque acepto el mensaje del Sermón del Monte. El bien triunfará sobre la maldad. No anticipo un porvenir tenebroso. Comparto el pronóstico de Jesús: prevalecerán los humildes, los mansos y los puros de corazón. Presiento que un día la justicia y la paz se besaran; la verdad y la misericordia se darán la mano; y nadie será marginado por el color de su piel o por su cultura. Creo que los débiles y olvidados de este mundo tendrán el grito de victoria en la hora final, pues Dios vengará la suerte de ellos.

Sin embargo, no intento pintar mi mundo con los colores de la ilusión. Nutro un pesimismo sin quimeras. No consiento con frases de efecto ni me dejo engañar con promesas irresponsables. Me repito a mi mismo: no existen recetas fáciles para nada. Percibo algunos espectáculos musicales, religiosos o deportivos como meras tentativas de disfrazar la indiferencia mundial que mata a los hijos de Dios en todos los continentes.

No tengo miedo de mostrar mis desilusiones, pues conozco el legado de Isaías, Jeremías y Malaquías. Ellos se amargaron en el ostracismo por distanciarse de los falsos profetas que vivían prometiendo paz, mientras el juicio se avecinaba. Sólo ellos sabían que no se habían contaminado de un espíritu mórbido; y comprendían que vaticinaban castigos no por estar fatigados, sino por anhelar un mundo mejor. Ellos intuían que, muchas veces, sólo de escombros podía surgir algo nuevo. Sus lamentos no expresaban postración, sino una invitación para que el pueblo se despertara y admitiera: sus elecciones terminarían en ruina.

Yo también no me siento fatigado. No pretendo desistir. Continuo soñando con otro mundo posible, y por él voy a orar y trabajar hasta mi último suspiro.

Soli Deo Gloria.

14 de enero de 2007

Mis cincuenta y tres años

por Ricardo Gondim - 14 de enero de 2007

El tiempo, ese enemigo inclemente, hay veces que galopa. En determinadas ocasiones, se arrastra y, la mayoría de las veces, se comporta como una divinidad altiva y sin compromiso con sus hijos.

El tiempo ya galopó por encima de mis seres queridos; atropelló a mis padres, amigos y, por más que tome precauciones para no dejarme impresionar con su furia, siento que él viene avanzando encima de mí.

Mientras tanto, he conseguido torearlo. Llego a mis 53 años sin haber pasado 24 horas en un hospital. En estos últimos doce meses corrí dos maratones completos (conviene ser preciso para los legos, fueron de 42 kilómetros y 195 metros cada una). Ayudado por mi amigo Vladimir, corrí aun una súper maratón de relevo, en un único día, mis pies cansados despedazaron 75 Km. Fuera de las arrugas que se profundizan como zanjas y mis pocos y casi calvos cabellos, aun no percibí los efectos corrosivos de esa divinidad llamada Kronos.

El tiempo, mientras tanto, viene subterráneamente transformando mi pasado en un álbum lleno de fotos amarillentas. Mi lucha desesperada se ha concentrado, últimamente, en preservar los colores de las fotografías más preciosas, aquellas que dan un poco de sentido a mi existencia. Percibo la manera en que mi lucha es vana. Las memorias más dulces se distancian cada día más; desvanecen, y sólo quedará papel viejo dentro de mi álbum.

Cada vez que intento recuperar lo que me quedó del pasado por medio de siete u ocho fotos que aun preservan algún color, me contraigo por la imposibilidad de reencarnar el pasado que ya murió. Que triste es no oír más la voz estridente de mi madre, ni los juegos sin gracia de mi padre.

Que triste saber que mi infancia dorada en Londrina fue enterrada hace mucho. Que triste es no ver más a mi querida Carolina, decir “Hi” en inglés a los desconocidos. Que triste no ser testigo de las travesuras precoces de Cynthia, cuando se revelaba contra las reglas religiosas imbéciles. Que triste es no ver a mi querido Pedro aprendiendo a andar en bicicleta por Brooklyn.

Hay tantas cosas que ahora yacen bajo una fina capa de polvo, en aquel lugar donde el viento persiste en amontonar los detritos del mundo, enterrando todo lo que un día me fue tan valioso.

¿En qué cosas cambié con el pasar del tiempo? ¿Cómo saberlo? ¿Mejoré o empeoré? Con seguridad perdí ciertas ilusiones; abandoné los encantamientos por la pendiente para poder subir mi senda con más levedad; me concienticé que debo encogerme de hombros ante el silbido de la peligrosa serpiente, que siempre me intentó hacer creer que yo era omnipotente.

A los cincuenta y tres años llego a una edad en que parece que ya vi de todo y también su revés. Estuve entre hombres y mujeres embriagados por los pináculos de la gloria, pero que ahora se amargan en una horrorosa decadencia; vi la maduración de personas abandonadas por la suerte y la infantilización de los privilegiados; vi cánceres desaparecer y adolescentes morir estúpidamente; vi a la suerte premiar a los indignos y a los desastres no dar tregua a los justos; vi matrimonios ser empujados, como carro viejo, y a algunos resucitar de las cenizas; vi iglesias fortalecerse y otras atascarse con nimiedades y muchas, sucumbir al poder tenebroso, llamado mundo.

Llego a mis cincuenta y tres años amargado, muy amargado. Soy un resentido con la postura de desatención de las naciones colonialistas que dejaron sus ex-colonias semejante a los maridos que dejan sus matrimonios fallidos, y después, delante de los horrores que suceden en sus antiguos patios, repiten que ellos no tienen nada que ver con los holocaustos, con la corrupción, con los odios raciales y con la falta de preparación política de sus vasallos.

Soy un resentido con la mano invisible del mercado que condena billones a morir en el Tercer Mundo, debido a la lógica económica que sólo protege a los poderosos. Estoy amargado con la incapacidad brasileña de estancar la corrupción, los trucos que sólo protegen a las elites perezosas. Me rebelo ante la falta de seguridad pública que viene transformando a los brasileños en paranoicos.

Llego a mis cincuenta y tres años con un profundo desprecio por los discursos belicosos y mentirosos de Bush, por las caretas pretendidamente ingenuas de Tony Blair y, lógicamente, por las metáforas vulgares de nuestro “Presidente Tabajara” (falso, ficticio, trucho).

No respeto las predicaciones engañosas de los pastores que prometen mundos y fondos en nombre de Dios. Estoy enojado con quienes tiran sus conciencias al basurero y, con silencios condescendientes, consienten con la injusticia, con los desastres éticos, porque necesitan defender sus salarios.

No obstante, llego a mis cincuenta y tres en paz, con una tranquilidad diferente a todas las que ya experimenté antes. Celebro mis nuevos paladares. Nació en mí un nuevo deseo de leer los clásicos que nunca me interesaron: Miguel de Cervantes, Jorge Luis Borges, Victor Hugo, Machado de Assis, Carlos Drummond de Andrade. Brotaron en mí unas ganas locas de escuchar a Bach; sentarme por algunas horas delante de un Van Gogh; deleitarme con la poesía de Vinicius, de Mario Quintana y entrar en el alma tan verdadera como engañosa de Fernando Pessoa.

Llego a los cincuenta y tres años con otros sueños de consumo. Me gustaría desayunar con Adélia Prado; participar de un concierto íntimo con Chico Buarque de Holanda; y conversar algunos momentos con Arnaldo Jabor sobre sus crónicas.

Llego a mis cincuenta y tres años lleno de planes. Si la muerte, esa vieja intrusa, me visita inesperadamente, ya le dejé dicho que voy molesto. Quiero aún hacer una maestría y un doctorado por la pura gana de aprender a ser el alumno que nunca fui en la adolescencia. Quiero volver a correr maratones y terminar el último día del año corriendo e insultando a la Avenida Brigadeiro Luis Antônio por ser tan larga y tan escarpada; quiero leer centenas de libros antes que mis ojos necesiten un nuevo cristalino.

Llego a mis cincuenta y tres años amando más y mejor a mi esposa. Sólo ahora aprendí a verla como una guerrera, sólo ahora aprendí a reverenciarla como la mujer más solidaria. Después de tantos años juntos, continúo deseando su cuerpo y queriendo su compañía.

Llego a mis cincuenta y tres años con mis hijos, mi querido yerno Villy y tres nietos: Naran, el primogénito de la próxima generación, es fuerte e inteligente; Gabriela, la nueva líder de la familia, una “mini-cearense arrebatada” y que ya puede portar el sobrenombre de “Geruzita”; y Felipe, el caballero amoroso que camina en puntas de pies y que saltará montes como un conquistador azteca.

Llego a mis cincuenta y tres años, rodeado de amigos. ¿Qué más podría yo desear sino esa riqueza? Poder llamar a mis amigos para bailar y reír es mi mayor tesoro.

Dios sabe que erré bastante. Hice llorar a muchos. Frustré innumerables personas. Lastimé a incontables otras a lo largo de mi historia, erré más de lo que acerté y por eso, le pido a El misericordia.

En mis cincuenta y tres años, más allá de enrojecer de vergüenza, la única cosa que puedo decir, al Todopoderoso, bendito sea, es que siempre lo intenté. Él sabe cuanto.

Intenté ser lo mejor que pude, lo mejor que sabía y lo mejor que llegué a ser.

En mis cincuenta y tres años, la única cosa que puedo prometer a Dios y a todos es que continuaré intentando asumir mi “ricardía” de la mejor manera.

Soli Deo Gloria.

Para qué nací

por Ricardo Gondim - 14 de enero de 2004

Hoy caí de bruces sobre varias agendas y calendarios. Febrilmente comparé fechas. Actué como un empresario fallido que relee los extractos bancarios buscando un posible error que lo salve del naufragio o, tal vez, como el presidiario que cuenta y recuenta sus días sentenciados, buscando convencerse que le faltan poco días para ver la puesta de sol. Hoy desperté creyendo que tal vez había errado en mi conteo y que no era el día de mis cincuenta años. Releí mi registro de conducir, sumé, resté, intenté hasta dividir, todo en vano. La matemática fría no se doblegó ante mi desesperación. Impuso una impecable realidad: ¡hoy es mi Jubileo de Oro!

Resuelto a no espantarme con el número en si, decidí que escribiría una crónica. Sin posponerla para el siguiente día, ella sería redactada el exacto 14 de enero.

Mientras mis dedos bailaban sobre el teclado tratando de expresar el infinito que mora dentro de mí. Recibí la visita personal de Dios. El no manó a un ángel, ni siquiera me transporto en una visión hasta su presencia. Era el Altísimo que personalmente se me aproximaba. Antes que surjan inquietudes y que encuentren que estoy delirando, me voy adelantando, la crónica no es verdadera. La visita que Dios me hizo no sucedió sino en mi imaginación. Fantaseo y nada más medito en tal evento. Se que usare el nombre de Dios en mis divagaciones, pero estoy seguro que el Todopoderoso no se va a fastidiar conmigo mientras haga las debidas reservas ficticias. Además, pedí su permiso para usar su nombre y creo haberlo recibido.

Cuando Dios se me aproximó no me atemoricé. El me habló tiernamente: “Ricardo, hijo mío, vi tu aflicción tendido sobre aquellos calendarios. Sí, tus cálculos son correctos. Hoy realmente es el día en que completas cinco décadas de existencia. De acuerdo a mis registros, tu realmente naciste este día, en la Maternidad San Raimundo en Fortaleza. Pasó rápido, ¿no?” Le respondí que si. El agregó: “Yo estaba al lado de tu madre en la sala, durante todo el proceso de parto, una razón más por la que estoy tan seguro. Ella lloro mucho de dolor. Tú eras cabezón, ¿sabias?”

Intenté no reír con la frase efecto del Todopoderoso. Encontré que seria irrespetuoso, pero entendí que él quería aliviarme de la estúpida tentativa de burlar la matemática de los números. Reí de alegría y gratitud imaginando como Glícia Maria Gondim Rodrigues, sufrió con mi embarazo. El accidente de avión que sufriera unos meses antes, el miedo de un parto prematuro, y ahora los dolores de parto, hicieron de aquella mujer nordestina una guerrera. Pero luego mis ojos se llenaron de lágrimas y una vez más Dios habló conmigo.

Me dijo que nunca hubo un precedente de aquello que me brindaría hoy a la tarde, pero que en su Gracia me daría una oportunidad única. Yo podría volver a vivir toda mi vida, desde el comienzo y que podría, incluso, cambiar mi historia como lo deseara. Podría escoger nuevos padres, nuevos hermanos, nuevos amigos. Podría ser, incluso, de cualquier otra nacionalidad.

Le pregunte si no era una broma. Dios no respondió nada; apenas frunció el seño, fue suficiente para enrojecerme de vergüenza por mi pregunta tan falta de temor.

Por algunos instantes pensé en cambiar de patria. Inmediatamente pensé en nacer en los Estados Unidos, venir al mundo a través de una familia típica de los suburbios de San Francisco, Washington o Boston. Medité, confieso, nacer en Suiza o en Alemania. Descarté África y Asia, no por preconcepto, sino porque no me gusta el calor que hace allá. Comencé a imaginarme frecuentando buenas escuelas, practicando deportes y aprendiendo música en algún país rico.

Desistí rápido. ”Dios, no quiero ser ciudadano de ningún otro país. Me gusta tanto la ‘tapioca con coco’, el caldo de caña con limón, dormir en red, ser hincha del Corinthians, escuchar a Djavan, disfrutar de Chico Buarque, hablar portugués. Me gusta tanto tomar un cafecito expreso, la mandioca, de correr a San Silvestre el día 31 de diciembre. Me gusta ser del mismo suelo que Garrincha, de Drummong, de Vinicius, de Pixinhguinha, de Machado de Assis, de Jobim”.

Mientras exponía mi preferencia por ser brasileño, vi que tampoco hubiera querido nacer en otro país, acepté que quería crecer con mis hermanos, agradecí por haber vivido en Ceará, de haber sido alfabetizado en Londrina, de haber estudiado en aquella escuela pobre de la prefectura, el Grupo Escolar Figuereido Correia. Mientras le decía a Dios que aun pudiendo volver atrás y escoger vivir otra vida, yo estaba satisfecho con la vida que viví. No quería cambiar nada.

Fue ahí que Dios hablo una vez mas, ahora taxativo y muy parecido con la idea que hacemos de Dios cuando habla: “Pues basta de hacer cuentas, de espantarse con los años, de querer evitar lo inevitable. Te di la oportunidad única de cambiar tu pasado y tú no quisiste, entonces, basta de refunfuñar, y celebra la vida”.

Después de una experiencia tan marcante, en un día tan inolvidable, necesito celebrar la vida, la historia, los personajes que me acompañaron hasta aquí y, principalmente, aquellos que me acompañarán en esta segunda etapa, antes de encontrarme con mi Dios. Dirijo mi crónica a esas personas:

Heródoto José Rodrigues, siempre encontré curioso que tu padre, siendo de aquí de San Pablo, haya escogido ese nombre. Dar nombres famosos a los hijos como Washington, Jackson, William es cosa de nordestino. Pero aun extraño como siempre, tú fuiste para mí un ancla en tu dignidad. En todos esos años, nunca perdí un instante siquiera que no estuviese leyendo. Aprendí de ti el amor por los libros. Me acuerdo cuando compraste la primera enciclopedia y me enseñaste a buscar por orden alfabético, hablabas con ternura: “Primero, busca la letra del alfabeto, luego en el orden de las sílabas obedece la misma secuencia alfabética y así, el mundo del conocimiento se abrirá para ti”. Mi viejo, nunca aceptaste frenos en tu boca, grilletes en tus pies y vendas en tus ojos. Lo pagaste caro, pero viviste en paz con tu conciencia, y si hoy mueres pobre, mueres libre. Fuiste encerrado en una celda por defender tus ideales, pero iluminaste mi camino para amar también la libertad.

Glícia, tu encarnaste el espíritu guerrero de la mujer nordestina. Eras una combinación de activista del feminismo, artista plástica, poeta, costurera, profesora, escenógrafa, diseñadora gráfica. Por encima de todo, fuiste la más autentica de todas las mujeres. Nunca escondiste tu dolor, no callaste tu rebelión y nunca evitaste cualquier batalla. Yo se que te cansaste en tu última hora. Pero fue con tu fuerza que permanecí tres días al lado de tu último lecho para ayudarte a encontrarte con Cristo.

Silvita, mi querida Jubis, elegirte como mujer, fue la más bienaventurada de todas mis decisiones, no sólo por admirarte y reconocerte como una mujer especial. Sino por creer que ningún hombre fue más amado, con un amor más puro que el tuyo. De mi, soportaste tantas etapas inmaduras, tanta irrespetuosidad irresponsable, tanta aventura, tanta inseguridad. Por andar conmigo, fuiste victima de tanta injusticia, tantos preconceptos, tantas ingratitudes. No me despreciaste en las innumerables veces que te confesé mis temores, no te decepcionaste cuando aquella noche, irresponsablemente te prometí una cena en el mejor restaurante de la ciudad y, después de contar los centavos, terminamos comiendo una hamburguesa en aquel puesto parado a la orilla del camino. Te amé con un amor eterno aquel día en que, como un volcán de aguas, explotaste para darme a Carolina y Cynthia.

Carolina, tus ojos tan profundos y tan dulces, guardan tanto amor, el amor de todo este mundo. Ningún padre se siente más orgulloso de una familia que yo de ti. Yo quisiera ser poeta para narrar en versos mi felicidad cuando te contemplé a los ocho anos de edad, dando clase en la escuela dominical. Me sentí realizado cuando supe que también a los ocho años, te derramabas en la presencia de Dios, buscando al Espíritu Santo. Un día, a la noche, te espié por la puerta entrecerrada y te vi con la Biblia abierta, anotando y estudiando. Me acosté más feliz que un rey delante de su ejército. Fuiste tú quien me presentó a Villy que más que mi hijo es mi amigo y a quien tanto admiro como un hombre de Dios.

Cynthia, tal como una oveja salvaje, escogiste tu propio camino. La sal que descendió en mis lágrimas es lo que preserva mi amor de estropearse. Contigo aprendí a amar sin esperar respuesta, a esperar y a dar espacio para que tu camino sea tu camino y no el camino que yo deseaba. Me diste a Felipe Narã y solo él ya hace que tu vida haya valido la pena. Se que un día llorare de alegría, abrazado a tu cuello, en la antesala de una gran celebración.

Pedro, mi hijo, te germiné con mi semen más sagrado, aquel que nunca derramé. Fuiste fecundado en nuestro corazón y hoy, carne de mi carne, alegras nuestro nido casi vacío. Quedaste tan alto, eres tan grande, y se por qué: necesitas mantener la proporcionalidad con el tamaño de tu ternura.

Mi querida Betesda, llenaste mis años, arrancaste mis cabellos, pero aclaraste mis ideas y me diste hijos, amigos, compañeros. Yo te estoy tan agradecido, mi querida Betesda. Por momentos, me obligaste a danzar sobre un abismo; por momentos, necesité luchar contra demonios humanos; por momentos, me estiraste como a un elástico rasgado. Pero por tu causa hoy soy más persona. Me distes piel, ‘piel de gallina’, y pies que sienten el suelo.

Así termino mi crónica cincuentenaria hablando de nuevo a Dios: “Muchas gracias por tu visita y muchas gracias por la excepción que me fue hecha. Pero, prefiero no utilizarla, te pediré otra cosa, si se puede”.

“Dame levedad para no tomarme muy en serio de aquí en adelante. En el último día, quiero entregar mi óbolo al barquero sin estar con el seño fruncido. Quiero reír como nunca reí, burlarme de los religiosos fariseos y no dejarme agriar por los mercachifles de esperanza”.

Quiero correr más, beber vinos de mejor calidad para no necesitar beber mucho, leer autores que me encanten y siempre comer en compañía de mis mejores amigos.

Quiero predicar con más autoridad, asumir el compromiso de transformar cada sermón en una obra de arte. Andar de la mano con mi mujer y sin esperar la muerte, continuar creciendo en intimidad con mi Dios, para que nuestro encuentro sea una fiesta igual a la que celebro el día de mis cincuenta años.

Los caminos que me trajeron aquí

por Ricardo Gondim

A medida que escribo, más me impresiono con el poder de la palabra escrita. Con ella hice muchos amigos, y con ella encrespé incontables enemigos. Algunos intentan detectar en mi tristeza poética las evidencias de mis desajustes. Los psicoanalistas, forjados en el carburador de los cursitos relámpagos, diagnostican mi desajuste con la figura materna. Mis complejos púberes mal resueltos y mis llagas no sanadas de la juventud, se vuelven motivos de especulación. Ya los inquisidores medievales, con asiento reservado en los sanedrines evangélicos, alardean su indignación con mis herejías.

Vine al mundo el 14 de enero de 1954, el mismo día en que Marilyn Monroe se casó con el jugador de béisbol Joe DiMaggio, para divorciarse unos meses más tarde. En ese año, en julio, Che Guevara se unió a Fidel Castro para tomar Cuba del poder de Batista, un dictador marioneta de la mafia. En agosto, Getúlio Vargas se suicidó. Nací en el tiempo en que Ernest Hemingway ganó el Premio Nobel de Literatura. Respiré el aire del mundo cuando el germen contestatario se propagaba para volverse endémico en la década siguiente.

Mi abuelo materno era un cearense inquieto. Su formación académica formal no superaba la educación primaria, pero participó de la fundación del primer núcleo de estudios sociológicos de su estado. Él no se conformaba con las estructuras de privilegio que se encastillaban en su patria. Mi padre aprendió todo lo que pudo sobre la dialéctica marxista. El creyó en la posibilidad de una revolución no sangrienta para corregir la mala distribución de la tierra y de la renta que condena, hace siglos, a Brasil a no pasar de una republiquita ordinaria.

Mi madre nació con la verba de la mujer nordestina. Siempre recorrió los itinerarios que la cultura le daba. Leyó a Simone de Beauvoir, se comprometió con el movimiento feminista y frecuentó el mundo alternativo de los pintores, poetas y anarquistas políticos.

Desde niño anduve mucho más entre rebeldes que entre corderos pacificados por estructuras políticas o financieras. Cuando frecuenté la Iglesia Presbiteriana, fui presidente de un gremio interno, llamado “Unión de la Juventud Presbiteriana”. La UJP me enseñó a debatir mis posiciones con firmeza y ternura.

Al regresar a casa, necesité defender mi nueva fe delante de mi padre agnóstico, mis hermanos indiferentes y mis parientes católicos. Ellos no aceptaban axiomas, sí una lógica detrás de cada argumento. Fui entrenado a convivir con mentes cuestionadoras.

Hay algunas dimensiones de mi fe que acepto con todo el corazón. Entre muchas, permanezco deslumbrado con el misterio de la revelación de Dios en la Biblia; fascinado, con la persona de Jesucristo; inspirado con las plegarias de los Salmos, que me llevan a adorar y aceptar mi propia humanidad.

Sin embargo, hay dimensiones en la manera como algunos teólogos entendieron la Biblia que no consigo aceptar. Cuando afirmo mi incapacidad de aceptar, no estoy cuestionando lo que se entiende por “Revelación”; ni estoy rebelándome contra el propio Dios o su Palabra, que considero inerrante y sabia.

Simplemente no logro aprehender todo lo que algunos teólogos afirmaron. Considero anormal aprobar a San Agustín cuando enseñó que el “pecado original” es siempre transmitido a través del acto sexual. No entiendo como Santo Tomás de Aquino pudo predicar que la alegría futura de Dios será contemplar las llamaradas del infierno ardiendo a los impíos por toda la eternidad. No se como aprobar los argumentos de Calvino cuando escribió en sus Instituciones que Dios hizo algunas personas con el objetivo de enviarlas al lago de azufre, y que su “misericordia” hizo a otros para el cielo. Hoy, no acepto el raciocinio infantil y vulgar de que los muertos en tragedias no tienen que ser lamentados. Dicen los más fundamentalistas, que los que perdieron a sus hijos ya salvos, deberían alegrarse: pues ellos fueron al cielo. Y concluyen siniestramente, que los impíos ya iban hacia el tormento eterno, por lo tanto, sus muertes no representan tragedia alguna.

Se propaga entre los evangélicos que tiré la toalla y no creo más en la teología clásica. No, aún no desistí de la lid teológica (aunque admita mi fatiga). Sólo no acepto los dogmas que exigen mi adherencia sin cuestionamientos, los versículos bíblicos sacados de contexto, las deducciones que contradicen la revelación del corazón paterno de Dios, la intolerancia con los diferentes.

Siempre que leo algún texto, incluso los sagrados, me gusta preguntar: ¿hay otros ángulos para esta lectura que no logro percibir? Hago esto porque se que la Biblia no tiene fallas, pero mis ojos sí.

Es verdad: me siento fuera de contexto con los discursos herméticos y desactualizados de algunos sectores evangélicos. No obstante, me siento atraído y próximo de aquellos que se vuelven más humanos, más siervos, más tiernos y más solidarios cuando estudiaron y aprendieron sobre Dios. Deseo volverme su compañero.

Soli Deo Gloria.

13 de enero de 2007

El camino menos transitado

por Ricardo Gondim

Recuerdo los detalles. Acostado en la cama con los pies trepados a la ventana, llegué hasta aquella antipática exposición del Nazareno: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella”. Como un estilete al picarme el alma, sus palabras me dejaron sin opción. Yo necesitaba convertirme. Palabras antipáticas, sí, pero tan nobles que resonaban en el Sermón del Monte, alcanzándome en Ceará dos mil años después.

Tiempo después, conocí al poeta estadounidense Robert Frost. Aprendí sobre su trágica vida –tuvo una hija que se suicidó– y cómo optó por los caminos menos expuestos de la vida literaria –prefiriendo el campus universitario a los escenarios bien iluminados que seducían a los petas–.

El camino no elegido -The Road not Taken- se volvió mi primer ejercicio para entender poesía en inglés y quedé encantado. Frost también me fascinó porque afirmaba, con otras palabras, la misma verdad que me inició en las pisadas de Cristo.

Fui muy feliz cuando escuché, en una película de propaganda del USIS –United States Information Service–, al viejo poeta declamando dos poesías en la ceremonia de asunción de John Kennedy como presidente del Imperio; Frost aceptaba aquella invitación inusual y terminaba su vida con prestigio, vengado por la opción de vivir con austeridad.

Admito que no siempre logré honrar el versículo que me convirtió y confieso no haber sido totalmente fiel a mi primera y mayor inspiración poética. No obstante, continúo atraído por la misma voz que me convoca a elegir la puerta estrecha; aun me alucino con Frost afirmando que el camino menos transitado, al final, hará toda la diferencia.

Para quienes no conocen a Frost, les aconsejo que lean susurrando sus poemas con una reverencia que sólo los más dignos merecen.

Los que desean aprender a degustarlo, comiencen por el poema que se apoderó de mí y que aun hoy me orienta – en la traducción de María Fernanda Celtasso:

The Road not Taken
Robert Frost

Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo,
Y apenado por no poder tomar los dos
Siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie
Mirando uno de ellos tan lejos como pude,
Hasta donde se perdía en la espesura;

Entonces tomé el otro, imparcialmente,
Y habiendo tenido quizás la elección acertada,
Pues era tupido y requería uso;
Aunque en cuanto a lo que vi allí
Hubiera elegido cualquiera de los dos.

Y ambos esa mañana yacían igualmente,
¡Oh, había guardado aquel primero para otro día!
Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante,
Dudé si debía haber regresado sobre mis pasos.

Debo estar diciendo esto con un suspiro
De aquí a la eternidad:
Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
Yo tomé el menos transitado,
Y eso hizo toda la diferencia.

Soli Deo Gloria