Los caminos que me trajeron aquí
por Ricardo Gondim
A medida que escribo, más me impresiono con el poder de la palabra escrita. Con ella hice muchos amigos, y con ella encrespé incontables enemigos. Algunos intentan detectar en mi tristeza poética las evidencias de mis desajustes. Los psicoanalistas, forjados en el carburador de los cursitos relámpagos, diagnostican mi desajuste con la figura materna. Mis complejos púberes mal resueltos y mis llagas no sanadas de la juventud, se vuelven motivos de especulación. Ya los inquisidores medievales, con asiento reservado en los sanedrines evangélicos, alardean su indignación con mis herejías.
Vine al mundo el 14 de enero de 1954, el mismo día en que Marilyn Monroe se casó con el jugador de béisbol Joe DiMaggio, para divorciarse unos meses más tarde. En ese año, en julio, Che Guevara se unió a Fidel Castro para tomar Cuba del poder de Batista, un dictador marioneta de la mafia. En agosto, Getúlio Vargas se suicidó. Nací en el tiempo en que Ernest Hemingway ganó el Premio Nobel de Literatura. Respiré el aire del mundo cuando el germen contestatario se propagaba para volverse endémico en la década siguiente.
Mi abuelo materno era un cearense inquieto. Su formación académica formal no superaba la educación primaria, pero participó de la fundación del primer núcleo de estudios sociológicos de su estado. Él no se conformaba con las estructuras de privilegio que se encastillaban en su patria. Mi padre aprendió todo lo que pudo sobre la dialéctica marxista. El creyó en la posibilidad de una revolución no sangrienta para corregir la mala distribución de la tierra y de la renta que condena, hace siglos, a Brasil a no pasar de una republiquita ordinaria.
Mi madre nació con la verba de la mujer nordestina. Siempre recorrió los itinerarios que la cultura le daba. Leyó a Simone de Beauvoir, se comprometió con el movimiento feminista y frecuentó el mundo alternativo de los pintores, poetas y anarquistas políticos.
Desde niño anduve mucho más entre rebeldes que entre corderos pacificados por estructuras políticas o financieras. Cuando frecuenté la Iglesia Presbiteriana, fui presidente de un gremio interno, llamado “Unión de la Juventud Presbiteriana”. La UJP me enseñó a debatir mis posiciones con firmeza y ternura.
Al regresar a casa, necesité defender mi nueva fe delante de mi padre agnóstico, mis hermanos indiferentes y mis parientes católicos. Ellos no aceptaban axiomas, sí una lógica detrás de cada argumento. Fui entrenado a convivir con mentes cuestionadoras.
Hay algunas dimensiones de mi fe que acepto con todo el corazón. Entre muchas, permanezco deslumbrado con el misterio de la revelación de Dios en la Biblia; fascinado, con la persona de Jesucristo; inspirado con las plegarias de los Salmos, que me llevan a adorar y aceptar mi propia humanidad.
Sin embargo, hay dimensiones en la manera como algunos teólogos entendieron la Biblia que no consigo aceptar. Cuando afirmo mi incapacidad de aceptar, no estoy cuestionando lo que se entiende por “Revelación”; ni estoy rebelándome contra el propio Dios o su Palabra, que considero inerrante y sabia.
Simplemente no logro aprehender todo lo que algunos teólogos afirmaron. Considero anormal aprobar a San Agustín cuando enseñó que el “pecado original” es siempre transmitido a través del acto sexual. No entiendo como Santo Tomás de Aquino pudo predicar que la alegría futura de Dios será contemplar las llamaradas del infierno ardiendo a los impíos por toda la eternidad. No se como aprobar los argumentos de Calvino cuando escribió en sus Instituciones que Dios hizo algunas personas con el objetivo de enviarlas al lago de azufre, y que su “misericordia” hizo a otros para el cielo. Hoy, no acepto el raciocinio infantil y vulgar de que los muertos en tragedias no tienen que ser lamentados. Dicen los más fundamentalistas, que los que perdieron a sus hijos ya salvos, deberían alegrarse: pues ellos fueron al cielo. Y concluyen siniestramente, que los impíos ya iban hacia el tormento eterno, por lo tanto, sus muertes no representan tragedia alguna.
Se propaga entre los evangélicos que tiré la toalla y no creo más en la teología clásica. No, aún no desistí de la lid teológica (aunque admita mi fatiga). Sólo no acepto los dogmas que exigen mi adherencia sin cuestionamientos, los versículos bíblicos sacados de contexto, las deducciones que contradicen la revelación del corazón paterno de Dios, la intolerancia con los diferentes.
Siempre que leo algún texto, incluso los sagrados, me gusta preguntar: ¿hay otros ángulos para esta lectura que no logro percibir? Hago esto porque se que la Biblia no tiene fallas, pero mis ojos sí.
Es verdad: me siento fuera de contexto con los discursos herméticos y desactualizados de algunos sectores evangélicos. No obstante, me siento atraído y próximo de aquellos que se vuelven más humanos, más siervos, más tiernos y más solidarios cuando estudiaron y aprendieron sobre Dios. Deseo volverme su compañero.
Soli Deo Gloria.