18 de enero de 2007

El rostro de la Pietà

por Ricardo Gondim

“¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho, y dejar de amar al hijo que ha dado a luz? Aun cuando ella lo olvidara, ¡yo no te olvidaré!” (Isaías 49:15)

¡Tengo una miniatura de la Pietà! Contradiciendo mi tradición protestante que no permite imágenes de escultura, compré una pequeña réplica de la famosa escultura de Miguel Ángel. No adquirí el mármol como objeto de culto religioso. Dos motivos me impulsaron a parar delante del vendedor italiano y pagar para traer a casa la pequeña señora que carga en su regazo al hijo muerto. Primero, deseaba guardar por más tiempo el sentimiento que invadió mi pecho cuando vi la imagen por primera vez. También quería recordar, por los años venideros, un amor tan fuerte que ni la piedra consiguió volverlo frío o inexpresivo.

El rostro de aquella mujer, joven aun, tallada en piedra carga dolor. “¿Cómo?”, me pregunté al contemplar la imagen. “¿Cómo el escultor logró esculpir con cincel el sufrimiento de una mujer?” Se de la dificultad de un escritor cuando intenta traducir en palabras los dolores sentidos, vividos y que son tan personales. Imagina los de él.

Era una mañana lluviosa en Roma cuando me paré delante de la Pietà. Los cielos lloraban una neblina lenta y ella sostenía el hijo muerto, sin lágrimas. Las lluvias de los siglos eran sus lágrimas. No pude mover mis pies, los ojos de María me seducían, su dolor pasó a ser mío. Noté que la joven mujer no sostenía al Mesías, o al Salvador del mundo; en su regazo no yacía la esperanza de Israel, sólo su hijo. Sus brazos sostenían al niñito que amamantó, al adolescente que vio crecer jugando en las calles pobres y polvorientas de Palestina. Quien sostenía al hijo no era la Maria idealizada por la tradición cristiana, apenas una madre sufrida, que no lograba contener el tamaño de su luto. Derramé una gota de neblina de mis ojos, dentro de mi vive un niño huérfano que aun llora de noche con nostalgia del afecto materno.

Contemplo la miniatura de la Pietà y recuerdo el gran amor de Dios. Hay muchas especulaciones sobre Dios, todas fracasan si no intuyen su gran amor. Así que, como el escultor logró hacer que una piedra transpirara afecto, el Espíritu Santo hace que las páginas de la Biblia exhalen no sólo el cariño de Dios por nosotros, sino, inclusive, su sufrimiento. Los testamentos retratan el rostro sufriente de Dios con un mundo donde impera la muerte, las injusticias y el pecado. Los Evangelios nos inspiran a meditar y a percibirnos en el rostro de Jesucristo, el padre de la Parábola del Hijo Pródigo. Él sufrió mucho en su abandono. El tamaño de su dolor fue proporcional al tamaño de su amor.

Cuando me siento perdido y solo, recuerdo que hay alguien me ama mucho. Él entiende y comparte mi dolor. Bajo sus ojos misericordiosos me siento acogido.

Soli Deo Gloria.