16 de enero de 2007

No quiero desistir

por Ricardo Gondim

Ando desconfiado. Pero mi pesimismo no es desesperante. Mis crisis no me paralizan. Reconozco que mis inquietudes pueden estar propensas hacia un irritable escepticismo, por eso lucho por mantener el buen humor. Se que no reír me dejaría ensimismado en la comprensión de la justicia; severo y agresivo con mis amigos. No quiero sentarme en la rueda de los nihilistas resentidos, sin lograr expresar generosidad, dulzura o misericordia. Quiero mantenerme tenaz con mis sueños, sin atrofiar mi corazón. Si soy pesimista, mi pesimismo no me lleva a querer desistir.

No desistiré de la vida, porque aun no me cansé existencialmente. No estoy desilusionado con el mundo, aunque compruebe tantas idiosincrasias a mi alrededor. Admiro la naturaleza y continúo seducido por la belleza de las sierras y montañas majestuosas. Recientemente aprendí a apreciar la imponencia de las araucarias con sus brazos arqueados y troncos arrugados. No considero tedioso quedarme sentado en un balcón y contemplar los tonos rojizos de la puesta de sol. No me hastío de mi rutina semanal. Me gusta mi agenda llena y asustarme porque el viernes llega rápido.

Contemplo calles y ciudades ahogadas en sangre inocente, y aun así soy urbano; me gustan las megalópolis efervescentes. No me incomodan los parques o las playas apiñadas de gente. Me siento en casa cuando camino por librerías atestadas de libros. Todo me fascina en una gran ciudad: desde el silencio de los museos hasta la agitación académica. Me atraganto de nostalgia, una especie de añoranza anticipada, sólo de pensar en el día en que tendré que despedirme de este mundo.

No desistiré de la vida porque aun considero al ser humano viable. Coincido con la afirmación del poeta hindú de que todo niño nacido es un mensaje que Dios aun cree en la humanidad. A pesar del libertinaje de los políticos, de la inclemencia del mercado y de la indiferencia de los generales militares, admiro la belleza de las personas. Los amigos aun se abrazan, intercambian mensajes de estímulo por Internet, se visitan en fechas especiales y lloran en tragedias.

Que admirables son los poetas que celebran alegrías y lloran dolores en versos y prosa. Reverencio la compañía de los profetas que levantan el dedo listos para embestir en contra de las injusticias. Admiro los buenos samaritanos que se adentran en las sabanas africanas para aliviar el sufrimiento de los exiliados de guerra. Me emociono con padres que adoptan hijos en orfanatos.

Creo en la humanidad por más que odie la indiferencia de los ricos que acumulan fortunas incalculables; por más que rechace la desatención de los religiosos que priorizan sus instituciones y expelen sus certezas intolerantes en eternas cruzadas; por más que me rebele con la decisión de un país bombardear a otro. La sonrisa inocente de los niños y la fragilidad de los ancianos me dan ganas de cantar “Gracias a la vida”, con Violeta Parra.

No desistiré de la vida porque aun creo en ideales. Admito que vivo en medio de una resaca utópica. Cayeron muros, se arriaron banderas ideológicas, y antiguos Don Quijotes se eximieron de sus heroicos emprendimientos.

No soy fatalista. No creo que la historia se deslice sobre rieles inexorables y lucho por no huir de la arena donde se escribe el futuro. Insisto en no conformarme con la trágica suerte de los miserables. No permitiré que me domestiquen con la predicación de que no hay más Historia con “H” mayúscula. Creo que, aun con la remota posibilidad de aniquilamiento actual de la civilización, nos sabremos reinventar y resurgiremos de las cenizas.

No desistiré de la vida porque acepto el mensaje del Sermón del Monte. El bien triunfará sobre la maldad. No anticipo un porvenir tenebroso. Comparto el pronóstico de Jesús: prevalecerán los humildes, los mansos y los puros de corazón. Presiento que un día la justicia y la paz se besaran; la verdad y la misericordia se darán la mano; y nadie será marginado por el color de su piel o por su cultura. Creo que los débiles y olvidados de este mundo tendrán el grito de victoria en la hora final, pues Dios vengará la suerte de ellos.

Sin embargo, no intento pintar mi mundo con los colores de la ilusión. Nutro un pesimismo sin quimeras. No consiento con frases de efecto ni me dejo engañar con promesas irresponsables. Me repito a mi mismo: no existen recetas fáciles para nada. Percibo algunos espectáculos musicales, religiosos o deportivos como meras tentativas de disfrazar la indiferencia mundial que mata a los hijos de Dios en todos los continentes.

No tengo miedo de mostrar mis desilusiones, pues conozco el legado de Isaías, Jeremías y Malaquías. Ellos se amargaron en el ostracismo por distanciarse de los falsos profetas que vivían prometiendo paz, mientras el juicio se avecinaba. Sólo ellos sabían que no se habían contaminado de un espíritu mórbido; y comprendían que vaticinaban castigos no por estar fatigados, sino por anhelar un mundo mejor. Ellos intuían que, muchas veces, sólo de escombros podía surgir algo nuevo. Sus lamentos no expresaban postración, sino una invitación para que el pueblo se despertara y admitiera: sus elecciones terminarían en ruina.

Yo también no me siento fatigado. No pretendo desistir. Continuo soñando con otro mundo posible, y por él voy a orar y trabajar hasta mi último suspiro.

Soli Deo Gloria.