7 de enero de 2007

Bienaventurados los débiles

por Ricardo Gondim

Paso por una etapa en que mis valores vienen cambiando mucho. Últimamente siento atracción por los débiles, por los caídos y por los desafortunados en la vida. Tengo ganas de gritar: basta de campeones, basta de informes estruendosos, basta de testimonios de victoria. Cada vez vengo aprendiendo más a compartir la felicidad de los que no hacían parte de mi universo. A medida que envejezco, percibo matices que mis ojos juveniles no notaban.

Son bienaventurados los que no tienen pedigrí. Afortunados los que vienen de familias pobres y por eso pueden cantar, como Luis Gonzaga: “Ay, ay, que bueno / Que bueno es / Un camino y la luna blanca / En la agreste Canindé / Automóvil allá no se sabe si es hombre o si es mujer / Quien es rico anda en burrito / Quien es pobre anda a pie / Pero el pobre ve en los caminos / El rocío besando las flores / Ve de cerca al gallo del campo / Que cuando canta cambia de color / Va mojando los pies en el charco / ¡Que agua fresca, nuestro Señor! / Va mirando cosas a granel / Cosas que, para poder ver / El cristiano tiene que andar a pie”. Esos serán amigos de gente como Jefté, hijo de una prostituta; de David, excluido por su padre y hermanos; de Nelson Mandela, que vivió sin calzar zapatos hasta casi la edad adulta. Ellos son felices porque no nacieron de padres frustrados con su suerte en la vida. Así que, sin riendas manipuladoras, pudieron optar por vocaciones, derramar talento y seguir por sendas no aprovechadas para satisfacer el ego o las expectativas de los que precisan proyectarse en niños indefensos.

Bienaventurados los que no son bellos. Felices los que no se conforman a los parámetros estéticos de su generación. Esas personas necesitan vencer los preconceptos más sutiles, que valoran la belleza de la piel y olvidan los valores del carácter. Ellas son afortunadas porque necesitan de un temple diferente para vencer. Cuando se ofrecen para un empleo, saben que no impresionarán por el color de los ojos ni por los pechos voluminosos. Esas personas trabajarán con más ahínco, valorarán el sudor que brota por la persistencia, pues no viven engañadas con el reflejo que mató a Narciso. Ellas serán amigas de Lea, cuya belleza no se comparaba a la de Raquel, y entenderán el proverbio bíblico: “Engañoso es el encanto y pasajera la belleza” (Prov. 31:30)

Bienaventurados los discapacitados, los niños con síndrome de Down y las niñas con parálisis cerebral. Sus vidas valen mucho para sus padres; sus sonrisas son valiosas y su existencia, un constante recordatorio de que los patrones de normalidad son más anchos de lo que esta generación hedonista admite. Ellos nos recuerdan que nuestra existencia no es un sencillo paseo y que no podemos vivir en la ilusión del eterno placer. La felicidad de los discapacitados que compiten en los Juegos Paralímpicos, de Hellen Keller, que, ciega y sorda, se graduó en la universidad, y Ray Charles, que nos encantó con su voz maravillosa, tiene un peso distinto a la risa soberbia de los ricos y de los poderosos.

Bienaventurados los que ya pecaron, los que fueron motivo de deshonra, los que ya se desviaron de la voluntad de Dios, pero volvieron arrepentidos tal como el hijo prodigo. Esos no tienen el corazón altivo, no se sienten merecedores de cosa alguna. Viven dependientes de la misericordia; jamás tendrían el ánimo de reclamar sus derechos. Los perversos más malignos son personas que nunca transgredieron, que jamás erraron; por lo tanto, no saben como es el dolor de la maldad, no conocen la culpa del mal practicado. Pero aquellos que ya se amargaron en el fracaso son felices, porque celebran la gracia; no olvidan que si no fuese el favor de Dios, hace mucho ya hubieran perecido. Ellos caminan al lado de Abraham, que mintió, de Moisés que mató, de David, que adulteró, de Pedro, que negó, y con ellos repiten: “Su misericordia es para siempre”. Sólo ellos pueden decir, como la virgen María: “Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque se ha dignado fijarse en su humilde sierva” (Lc 1:46-48)

Bienaventurados los que nunca experimentaron grandes victorias y viven sin grandes éxtasis. Son ellos quienes no nos dejan olvidar que la mayor parte de nuestra existencia sucede en el contexto de la rutina. Ellos son felices porque supieron vivir sin la fatiga de los activistas llenos de adrenalina. Viven sin pretensiones alrededor de personas amadas y no se sienten obligados a cargar al mundo en sus hombros. No apoyan la cabeza en la almohada para despertar al día siguiente con ojeras. Ellos son felices porque supieron caminar por la existencia sin deseos grandilocuentes, sin ambiciones o envidias. Ellos serán compañeros de Juan el Bautista, José, Bartolomé, Juana, y tantos otros discípulos de Jesús, cuyas vidas sucedieron en el anonimato.

Bienaventurados los que no necesitan vivir una vida siempre coherente. Ellos saben que estamos siempre en flujo, que cambiamos y necesitamos abrir mano de verdades que en el pasado ya adherimos con mucha firmeza. Ellos no son dogmáticos, intolerantes ni legalistas. Esas personas son felices porque nos recuerdan que el amor nos tornará incoherentes e imprevisibles y que el nazismo se montó sobre una pretendida lucidez filosófica.

Bienaventurados los que no sienten el reclamo de una divinidad infinitamente exigente. Ellos pueden ser ellos, aun cuando se perciben delante de Dios; no se amedrentan por ser imperfectos o por cargar complejos o traumas interiores. No temen al rechazo de Dios y por eso no necesitan exhibir una espiritualidad plástica y fingida. Ellos también oirán la voz que afirmó a Jesús el día de su bautismo: “Éste es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él”. Felices los que nos enseñan que vivir en intimidad con Dios significa saber que él está satisfecho con nosotros y que no necesitamos probarnos, pues su amor no depende de nuestra perfección.

Bienaventurados los que no se comparan a los poderosos ni envidian a los triunfantes. Ellos captan el significado del Poema en Línea Recta, de Fernando Pessoa, y saben que es falsa la pretensión de aquel que alardea haber sido campeón en todo. Reconocen que el poeta esta en lo cierto cuando afirma: “Estoy harto de semidioses”. Y, en compañía de Pessoa, también claman: “Quién pudiera oír una voz humana”. Y, con él, también gritan: “¡Basta, estoy harto de semidioses! ¿Dónde está la gente de este mundo?”. Esos serán amigos de Pablo, que incluso en el fin de su vida, afirmó: “Este mensaje es digno de crédito y merece ser aceptado por todos: que Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero”.

Así que, mis nuevos héroes son personas que siempre estuvieron a mi alrededor y que nunca percibí. Ahora veo que nunca me di cuenta que ellos son descritos en el Sermón del Monte. Admito que esas comprobaciones llegaron muy tarde en mi vida; sin embargo, espero que tú aprendas a reconocer los verdaderos héroes antes de lo que yo fui capaz. Si conseguí ayudarte en esa tarea, yo también me sentiré bienaventurado.

Soli Deo Gloria.