14 de enero de 2007

Mis cincuenta y tres años

por Ricardo Gondim - 14 de enero de 2007

El tiempo, ese enemigo inclemente, hay veces que galopa. En determinadas ocasiones, se arrastra y, la mayoría de las veces, se comporta como una divinidad altiva y sin compromiso con sus hijos.

El tiempo ya galopó por encima de mis seres queridos; atropelló a mis padres, amigos y, por más que tome precauciones para no dejarme impresionar con su furia, siento que él viene avanzando encima de mí.

Mientras tanto, he conseguido torearlo. Llego a mis 53 años sin haber pasado 24 horas en un hospital. En estos últimos doce meses corrí dos maratones completos (conviene ser preciso para los legos, fueron de 42 kilómetros y 195 metros cada una). Ayudado por mi amigo Vladimir, corrí aun una súper maratón de relevo, en un único día, mis pies cansados despedazaron 75 Km. Fuera de las arrugas que se profundizan como zanjas y mis pocos y casi calvos cabellos, aun no percibí los efectos corrosivos de esa divinidad llamada Kronos.

El tiempo, mientras tanto, viene subterráneamente transformando mi pasado en un álbum lleno de fotos amarillentas. Mi lucha desesperada se ha concentrado, últimamente, en preservar los colores de las fotografías más preciosas, aquellas que dan un poco de sentido a mi existencia. Percibo la manera en que mi lucha es vana. Las memorias más dulces se distancian cada día más; desvanecen, y sólo quedará papel viejo dentro de mi álbum.

Cada vez que intento recuperar lo que me quedó del pasado por medio de siete u ocho fotos que aun preservan algún color, me contraigo por la imposibilidad de reencarnar el pasado que ya murió. Que triste es no oír más la voz estridente de mi madre, ni los juegos sin gracia de mi padre.

Que triste saber que mi infancia dorada en Londrina fue enterrada hace mucho. Que triste es no ver más a mi querida Carolina, decir “Hi” en inglés a los desconocidos. Que triste no ser testigo de las travesuras precoces de Cynthia, cuando se revelaba contra las reglas religiosas imbéciles. Que triste es no ver a mi querido Pedro aprendiendo a andar en bicicleta por Brooklyn.

Hay tantas cosas que ahora yacen bajo una fina capa de polvo, en aquel lugar donde el viento persiste en amontonar los detritos del mundo, enterrando todo lo que un día me fue tan valioso.

¿En qué cosas cambié con el pasar del tiempo? ¿Cómo saberlo? ¿Mejoré o empeoré? Con seguridad perdí ciertas ilusiones; abandoné los encantamientos por la pendiente para poder subir mi senda con más levedad; me concienticé que debo encogerme de hombros ante el silbido de la peligrosa serpiente, que siempre me intentó hacer creer que yo era omnipotente.

A los cincuenta y tres años llego a una edad en que parece que ya vi de todo y también su revés. Estuve entre hombres y mujeres embriagados por los pináculos de la gloria, pero que ahora se amargan en una horrorosa decadencia; vi la maduración de personas abandonadas por la suerte y la infantilización de los privilegiados; vi cánceres desaparecer y adolescentes morir estúpidamente; vi a la suerte premiar a los indignos y a los desastres no dar tregua a los justos; vi matrimonios ser empujados, como carro viejo, y a algunos resucitar de las cenizas; vi iglesias fortalecerse y otras atascarse con nimiedades y muchas, sucumbir al poder tenebroso, llamado mundo.

Llego a mis cincuenta y tres años amargado, muy amargado. Soy un resentido con la postura de desatención de las naciones colonialistas que dejaron sus ex-colonias semejante a los maridos que dejan sus matrimonios fallidos, y después, delante de los horrores que suceden en sus antiguos patios, repiten que ellos no tienen nada que ver con los holocaustos, con la corrupción, con los odios raciales y con la falta de preparación política de sus vasallos.

Soy un resentido con la mano invisible del mercado que condena billones a morir en el Tercer Mundo, debido a la lógica económica que sólo protege a los poderosos. Estoy amargado con la incapacidad brasileña de estancar la corrupción, los trucos que sólo protegen a las elites perezosas. Me rebelo ante la falta de seguridad pública que viene transformando a los brasileños en paranoicos.

Llego a mis cincuenta y tres años con un profundo desprecio por los discursos belicosos y mentirosos de Bush, por las caretas pretendidamente ingenuas de Tony Blair y, lógicamente, por las metáforas vulgares de nuestro “Presidente Tabajara” (falso, ficticio, trucho).

No respeto las predicaciones engañosas de los pastores que prometen mundos y fondos en nombre de Dios. Estoy enojado con quienes tiran sus conciencias al basurero y, con silencios condescendientes, consienten con la injusticia, con los desastres éticos, porque necesitan defender sus salarios.

No obstante, llego a mis cincuenta y tres en paz, con una tranquilidad diferente a todas las que ya experimenté antes. Celebro mis nuevos paladares. Nació en mí un nuevo deseo de leer los clásicos que nunca me interesaron: Miguel de Cervantes, Jorge Luis Borges, Victor Hugo, Machado de Assis, Carlos Drummond de Andrade. Brotaron en mí unas ganas locas de escuchar a Bach; sentarme por algunas horas delante de un Van Gogh; deleitarme con la poesía de Vinicius, de Mario Quintana y entrar en el alma tan verdadera como engañosa de Fernando Pessoa.

Llego a los cincuenta y tres años con otros sueños de consumo. Me gustaría desayunar con Adélia Prado; participar de un concierto íntimo con Chico Buarque de Holanda; y conversar algunos momentos con Arnaldo Jabor sobre sus crónicas.

Llego a mis cincuenta y tres años lleno de planes. Si la muerte, esa vieja intrusa, me visita inesperadamente, ya le dejé dicho que voy molesto. Quiero aún hacer una maestría y un doctorado por la pura gana de aprender a ser el alumno que nunca fui en la adolescencia. Quiero volver a correr maratones y terminar el último día del año corriendo e insultando a la Avenida Brigadeiro Luis Antônio por ser tan larga y tan escarpada; quiero leer centenas de libros antes que mis ojos necesiten un nuevo cristalino.

Llego a mis cincuenta y tres años amando más y mejor a mi esposa. Sólo ahora aprendí a verla como una guerrera, sólo ahora aprendí a reverenciarla como la mujer más solidaria. Después de tantos años juntos, continúo deseando su cuerpo y queriendo su compañía.

Llego a mis cincuenta y tres años con mis hijos, mi querido yerno Villy y tres nietos: Naran, el primogénito de la próxima generación, es fuerte e inteligente; Gabriela, la nueva líder de la familia, una “mini-cearense arrebatada” y que ya puede portar el sobrenombre de “Geruzita”; y Felipe, el caballero amoroso que camina en puntas de pies y que saltará montes como un conquistador azteca.

Llego a mis cincuenta y tres años, rodeado de amigos. ¿Qué más podría yo desear sino esa riqueza? Poder llamar a mis amigos para bailar y reír es mi mayor tesoro.

Dios sabe que erré bastante. Hice llorar a muchos. Frustré innumerables personas. Lastimé a incontables otras a lo largo de mi historia, erré más de lo que acerté y por eso, le pido a El misericordia.

En mis cincuenta y tres años, más allá de enrojecer de vergüenza, la única cosa que puedo decir, al Todopoderoso, bendito sea, es que siempre lo intenté. Él sabe cuanto.

Intenté ser lo mejor que pude, lo mejor que sabía y lo mejor que llegué a ser.

En mis cincuenta y tres años, la única cosa que puedo prometer a Dios y a todos es que continuaré intentando asumir mi “ricardía” de la mejor manera.

Soli Deo Gloria.