Aún sobre la pena de muerte
por Ricardo Gondim
En enero de 2007 comencé a leer “Los miserables”, quizá uno de los mayores clásicos de la lengua francesa – magistral, aun en su traducción al portugués.
En compañía de Victor Hugo, me opongo totalmente a la pena de muerte.
No lea la Biblia Hebrea con los mismos lentes que los fundamentalistas, por lo tanto, no hago las mismas analogías que ellos. Se que los relatos milenarios del Antiguo Testamento mandan a que los niños desobedientes a los padres, homosexuales y mujeres adulteras, sean apedreados hasta la muerte.
Entiendo, sin embargo, que los parámetros sociales, legales y políticos de aquellos días no pueden ser transportados para la actualidad, ya que nadie, en su sano juicio, podría imaginar sociedades donde, en su máxima expresión de humanidad, se les aconseja a los señores dueños de esclavos que sean más compasivos cuando traten a sus vasallos.
No leo la Biblia haciendo un “cortar y pegar” de los tiempos semíticos para los actuales.
No logro estar de acuerdo con la pena de muerte; no acepto que el Estado se apropie del derecho de quitarle la vida a un ser humano, por más horrendo que haya sido su delito.
Cito a Victor Hugo sobre la postura del obispo Myriel, apodado Bienvenu, delante del cadalso en “Los miserables”:
En efecto, el patíbulo cuando está erguido, es algo que alucina. Se puede considerar con cierta indiferencia la pena de muerte, no aprobarla ni considerarla, mientras no se haya visto, con los propios ojos, una guillotina; pero, cuando se ve una, el impacto es violento y es necesario decidirse o a favor o en contra.Nunca alimenté ningún aprecio por los dictadores, principalmente aquellos que legitiman la tortura y la muerte (George W. Bush, aunque haya sido elegido en una democracia, tiene saña dictatorial).
Unos la admiran como De Maistre, otros la detestan, como Beccaria. La guillotina es la síntesis de toda la ley; su nombre es venganza; no es absolutamente neutra, y no permite que uno continúe neutro. Quien la ve se amedrenta con el más misterioso de los miedos. Todas las cuestiones sociales levantan signos de interrogación alrededor de esa cuchilla.
El patíbulo es una visión. El patíbulo no es un simple armazón de madera, no es una maquina: el patíbulo es el ingenio inanimado hecho de madero, hierro y cuerdas. Parece un ser que posee no se qué iniciativa sombría; se ha dicho que ese armazón ve, que esa maquina entiende, que ese mecanismo comprende, que esa madera, esos hierros, esas cuerdas tienen voluntad propia.
En la pesadilla amedrentadora en que lanza al alma, el cadalso se muestra terrible, confundiéndose con su tarea. El patíbulo es el cómplice del verdugo; devora, se alimenta de carne, se sacia con sangre. Es una especie de monstruo fabricado por el juez y por el carpintero, un espectro que parece vivir una vida hecha de todas las muertes que ocasiona.
Yo no pensaba que aquello fuera tan monstruoso. Es un error concentrarnos en la ley divina al punto de no percibir más la ley humana. La muerte pertenece solamente a Dios. Con qué derecho los hombres osan tocar cosa tan desconocida.
Nunca tuve ninguna admiración por Saddam Hussein, por su régimen o por su soberbia destructiva, pero no me sentí bien cuando lo vi caminando en dirección al cadalso.
Mis entrañas se retorcieron por él, y después, cuando me mostraron el video de su cuerpo colgando, temblé todo.
La pena de muerte no hace parte del espíritu de Jesús de Nazaret; en ella no existe la palabra Misericordia.
Para mí, ver la ejecución de Saddam Hussein fue un shock del que me llevará mucho tiempo reestablecerme.
Soli Deo Gloria.