Recordando que soy polvo
por Ricardo Gondim
Ahora se que soy quebradizo como una galleta en la mano de un niño, efímero como los banderines que se deshacen en el ventarrón.
Descubrí que mi pecho se puede descomponer con cualquier lluvia fuerte, y que no soy más que una marca en el camino, dibujada para desaparecer bajo las pisadas ajenas. No falta mucho para que se agoten mis días y, sin canciones de cuna, cerraré los ojos a esta tierra.
Ya aluciné como un Quijote enloquecido, pero el mundo me venció. No desarticulé ningún cartel de cocaína, no deshice ningún comercio internacional de armas, no acabé con la prostitución infantil, no trabajé para ninguna clínica de enfermos de sida en África. Planté iglesias, pero como agente transformador de la historia sólo conseguí arañar la superficie. Envié misioneros, pero quedaron pocos, la mayoría fueron tragados por culturas fuertísimas e historias milenarias. Por la falta de recursos financieros, hicimos lo mínimo.
Trabajé como un mesías omnipotente, pero me cansé en esa arrogancia. No vi crecer a mis tres hijos porque deseaba predicar en congresos que, sólo hoy lo veo, servían más para inflar egos que para ayudar a la construcción del Reino. Viajé cientos de miles de kilómetros para, abatido, ver el avance desenfrenado de una teología mercantilista, egocéntrica, dogmática y fundamentalista. Dejé a mi mujer llorando en casa porque me creía esencial en un evento que, mirando hacia atrás, no era más que un programa para fortalecer instituciones humanas. Dejé, muchas veces, mi cama y mi almohada para dormir en hoteles baratos, porque me veía como Atlas, teniendo que cargar el mundo en la espalda. Hice pocos amigos porque encontraba que necesitaba atender a todas las personas.
Lamento no haber tenido tiempo para conversar, al final de las tardes, con mi querida abuela, que tanto pidió mi presencia. Yo me sentía obligado a visitar a un miembro de mi iglesia que nunca me consideró su amigo. Él sólo quería usar un poco de mi falsa omnipotencia.
Viví como un dios inmortal y desperté tardíamente a mi finitud. Con treinta años de edad, consideraba que la vejez esperaría siglos para visitarme. Ahora, con cincuenta y dos, ella me hace señas desde una esquina lluviosa y fría. Que tonto fui al creer que podía desperdiciar momentos preciosos y que mi calendario se prologaría para siempre.
Desisto de mis quijotadas, mi falsa omnipotencia y de los deseos de ser eterno.
Así que, tomo algunas decisiones:
1. Seguiré luchando sin la presión de tener que ser correcto y salir airoso. Haré el bien porque vale la pena, aunque no haya ninguna recompensa por ello. Deseo terminar mi caminata al lado de personas queridas y sentirme como en aquellas películas en que un puñado de héroes idealistas se preparan para enfrentar, y probablemente ser aplastados, por un ejército y uno de ellos le dice a los otros, creyendo que esas son sus últimas palabras: “Fue una honra luchar al lado de ustedes”.
2. Para aceptar cualquier compromiso o hablar en alguna conferencia, usaré dos, únicamente dos criterios: a) ¿las aspiraciones, el rumbo y las intenciones de ese evento contribuyen con las ansias más profundas de mi alma? b) ¿estaré entre amigos que se prefieren los unos a los otros en honra?
Quiero prepararme para el último tiempo de mi vida. No tengo más tiempo para comportarme como un neófito porque, como dicen los americanos: “the stakes are too high!”.
Soli Deo Gloria.