27 de enero de 2007

La religión es la cocaína del pueblo

por Ricardo Gondim

Viví parte de mi adolescencia durante las décadas de los sesenta y los setenta. En aquellos años, los Beatles y los Rolling Stones reinaban en la música. Se discutía el existencialismo de Sartre en los barcitos de Ipanema. Las mujeres se liberaban leyendo a Simone de Beauvoir. El Che Guevara inspiraba los ideales revolucionarios de los latinoamericanos. Las drogas se volvieron una obsesión mundial. Muchos jóvenes caminaban por las veredas que comenzaban en Ámsterdam, seguían por Afganistán y llegaban a la India en búsqueda de hachís. La marihuana dejó de ser consumida en el submundo de la marginalidad y dominó las universidades de toda América. Se tomaban dosis mínimas de LSD para viajar por horas en el mundo alucinógeno. Los pinchazos de heroína intravenosa acortaban la vida de miles.

Los tiempos cambiaron. La rebeldía de los jóvenes se aquietó, los héroes comunistas cayeron, el consumismo sustituyó las antiguas aspiraciones revolucionarias y la música techno sustituyó al rock. Aquellas drogas que entorpecían y dejaban a sus consumidores en un estado zen, fueron reemplazadas por otras que activan, energizan y potencializan. Se sustituyeron las drogas que causaban entorpecimiento por otras que daban una sensación de poder y de autonomía. Así que, hoy casi no se habla más de heroína o LSD. Las drogas de moda son la cocaína y su versión más barata, el crack. Y crece la búsqueda por drogas sintéticas, como el éxtasis, que prometen un mejor desempeño, incluso sexual.

La religión también cambió mucho. En aquellos años, predominaba entre los jóvenes el concepto que la religión servía a los intereses de las elites, pacificando a los oprimidos. Los debates reforzaban el pensamiento de Karl Marx que en 1844 afirmó: “El sufrimiento religioso es, por una parte, la expresión del sufrimiento real, y por la otra, la protesta contra el sufrimiento real”. Marx creía que “la religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, así como es el espíritu de una situación carente de espíritu”. Mis contemporáneos repetirían su conclusión: “La religión es el opio del pueblo”.

Marx no afirmaba que la religión es un narcótico cualquiera. Él la identificaba como un entorpecedor poderosísimo en sus días: el opio. Las condiciones sociales perversas de la Europa en el siglo XIX condenaban a los trabajadores a ser poco más que esclavos. Marx entendía que las mismas condiciones también producían una religión que prometía un mundo mejor sólo para la próxima vida. Así que, tanto él como sus seguidores difundieron que la religión no es sólo una ilusión, sino que cumple una función social: distraer a los oprimidos. Por eso, afirmaba que la religión es un narcótico que no solamente alivia el dolor del trabajador, también le embriaga, robándole el poder de transformar su realidad. Para él, la esperanza religiosa era un opio que prometía felicidad en el porvenir, posponiendo el furor revolucionario. Lo peor es que él tenía razón en su análisis. La iglesia de sus días realmente estaba decadente y, aliada a la aristocracia, desempeñaba exactamente ese papel anestésico.

Sin embargo, en la posmodernidad, la religión ya no cumple esa tarea entorpecedora. En occidente, la propuesta religiosa viene crecientemente volviéndose parecida a otra droga: la cocaína. El neoliberalismo, padre de este consumismo materialista tan bien representado por la fascinación por los shoppings y por las marcas famosas, ya entorpece como el opio. Por otro lado, le religión de hoy busca excitar y producir sensaciones de poder parecidas a las de la cocaína.

Las iglesias neopentecostales se multiplican prometiendo que las personas tienen el derecho de ser felices aquí y ahora. Repiten hasta el cansancio que nadie necesita transferir para la eternidad lo que puede ser reivindicado ya. Insisten en la promesa hecha a Israel de que el fiel “es cabeza y no cola”. Y así el creyente que frecuenta los cultos de prosperidad, recibe semanalmente una inyección de cocaína espiritual en la sangre, haciendo que se sienta el dueño del mundo. Aunque sea por algunos minutos de culto, sueña con todo lo que sus ojos gulosos vieron a las empresas de marketing anunciar en televisión.

Las iglesias se transforman en islas de fantasía capitalista. Empresarios fallidos, artistas en el fin de sus carreras, jugadores de fútbol fracasados, empleados no cualificados, corren tras interminables campañas en busca de revertir la pretendida “maldición” que acecha sobre sus vidas. Y, después de ser despojados, son devueltos a la dura realidad de la vida, obligados a enfrenta el fastidio de los lunes. Colgados en los trenes suburbanos o en una fila burocrática sufren tristes y deprimidos como los bailarines del carnaval que vuelven a su destino en la madrugada del miércoles de ceniza. Enfrentan solos la dura realidad de que no son reyes ni reinas, son nada más que subempleados obligados a vivir con un sueldo miserable.

La propia definición de lo que es la fe viene sufriendo enormes cambios. Antiguamente se entendía la fe como una adhesión a un concepto teológico, lo mismo que una habilidad sensorial de percibir el mundo espiritual. Personas de fe discernían las acciones de Dios y del mundo espiritual con mayor perspicacia. Eran personas que confiaban en el carácter de Dios, aun sin evidencias que comprobasen su palabra. Hoy se entiende la fe como una mera capacidad de instrumentalizar los poderes de Dios de manera egoísta. Por eso, la fe y la cocaína se parecen mucho: dan una falsa sensación de poder y generan personas artificialmente soberbias. Sin embargo, la resaca tanto de la cocaína como la de la fe posmoderna es horrible, pues siempre viene acompañada de depresión y de desengaño.

La droga religiosa de hoy es siempre estimulante. Por eso los nuevos mercachifles de la fe necesitaron redefinir, incluso, a la persona de Dios. La divinidad posmoderna sólo existe para servir a los caprichos de las personas. Los cultos se transformaron en centros de perfeccionamiento y esfuerzo humano. Las iglesias dejaron de ser espacios para dar culto a la divinidad y se especializaron en enseñar como manipular a Dios. Las liturgias espiritualizan las técnicas más populares de cómo “liberar el poder de Dios”, “alejar deudas”, “tomar posesión de derechos”, “conquistar gigantes”. Las personas se acercan a Dios llenas de derechos, caprichos, creyendo ser el centro del universo y que todo y todos les deben favores. Se pierde el estado de asombro, de reverencia y sumisión al Eterno.

Así que, el objetivo de toda actividad religiosa es homocéntrica, nunca teocéntrica. Las iglesias terminan transformándose en mostradores de servicios religiosos y la relación del pastor con los fieles es la misma que la del empresario con sus clientes. Se multiplican los esfuerzos por ofrecer una mayor gama de actividades que agraden a los clientes que se vuelven feroces consumidores religiosos y con un tremendo nivel de exigencia.

Creo que el genuino mensaje del evangelio no puede ser comparado al opio como hizo Marx y tampoco con la cocaína, como hacen los predicadores de la religiosidad posmoderna.

Jesucristo no prometió un porvenir color de rosa que anestesiara. Sus discípulos fueron convocados a ser sal de la tierra, a leudar la masa, a enfrentar a los reyes poderosos, a transformar la realidad aquí y ahora. Antes que se levante el sol de justicia y que el Señor vuelva trayendo salvación sobre sus alas, Él comisionó a su iglesia para enfrentar las estructuras humanas que producen la muerte y declarar la guerra al propio infierno. Tampoco prometió que nos volveríamos dueños del mundo, ricos y prósperos. Fuimos llamados para encarnar el mismo sentir que hubo en Cristo, que siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

El culto no debería ser disminuido al punto de transformarse en un centro de autoayuda. No necesitamos aprender técnicas que nos ayuden a obtener el favor de Dios. Necesitamos sí aprender a celebrar su gran amor de Padre que nos ama, a pesar de nuestra propia pequeñez.

Creo que Marx estaba en lo cierto cuando denunció lo que estaba ocurriendo con la iglesia que se colocaba al servicio de la aristocracia. Aquella religión enferma y muerta, realmente merecía el mote de opio del pueblo. Los líderes religiosos que comían en las mesas de los poderosos y que eran indiferentes de la suerte de los miserables, realmente buscaban entorpecer al pueblo.

Lo que se ofrece desde muchos púlpitos posmodernos no es el Evangelio de Jesús de Nazaret, sino mera cocaína religiosa. Estaremos obligados a coincidir, con algún otro filósofo ateo, en que esa religión pragmática que se esparce en occidente hace juego con el narcótico de moda.

Ya se escucha el murmullo de las piedras. Urge que los profetas comiencen a hablar.

Soli Deo Gloria.