14 de enero de 2007

Para qué nací

por Ricardo Gondim - 14 de enero de 2004

Hoy caí de bruces sobre varias agendas y calendarios. Febrilmente comparé fechas. Actué como un empresario fallido que relee los extractos bancarios buscando un posible error que lo salve del naufragio o, tal vez, como el presidiario que cuenta y recuenta sus días sentenciados, buscando convencerse que le faltan poco días para ver la puesta de sol. Hoy desperté creyendo que tal vez había errado en mi conteo y que no era el día de mis cincuenta años. Releí mi registro de conducir, sumé, resté, intenté hasta dividir, todo en vano. La matemática fría no se doblegó ante mi desesperación. Impuso una impecable realidad: ¡hoy es mi Jubileo de Oro!

Resuelto a no espantarme con el número en si, decidí que escribiría una crónica. Sin posponerla para el siguiente día, ella sería redactada el exacto 14 de enero.

Mientras mis dedos bailaban sobre el teclado tratando de expresar el infinito que mora dentro de mí. Recibí la visita personal de Dios. El no manó a un ángel, ni siquiera me transporto en una visión hasta su presencia. Era el Altísimo que personalmente se me aproximaba. Antes que surjan inquietudes y que encuentren que estoy delirando, me voy adelantando, la crónica no es verdadera. La visita que Dios me hizo no sucedió sino en mi imaginación. Fantaseo y nada más medito en tal evento. Se que usare el nombre de Dios en mis divagaciones, pero estoy seguro que el Todopoderoso no se va a fastidiar conmigo mientras haga las debidas reservas ficticias. Además, pedí su permiso para usar su nombre y creo haberlo recibido.

Cuando Dios se me aproximó no me atemoricé. El me habló tiernamente: “Ricardo, hijo mío, vi tu aflicción tendido sobre aquellos calendarios. Sí, tus cálculos son correctos. Hoy realmente es el día en que completas cinco décadas de existencia. De acuerdo a mis registros, tu realmente naciste este día, en la Maternidad San Raimundo en Fortaleza. Pasó rápido, ¿no?” Le respondí que si. El agregó: “Yo estaba al lado de tu madre en la sala, durante todo el proceso de parto, una razón más por la que estoy tan seguro. Ella lloro mucho de dolor. Tú eras cabezón, ¿sabias?”

Intenté no reír con la frase efecto del Todopoderoso. Encontré que seria irrespetuoso, pero entendí que él quería aliviarme de la estúpida tentativa de burlar la matemática de los números. Reí de alegría y gratitud imaginando como Glícia Maria Gondim Rodrigues, sufrió con mi embarazo. El accidente de avión que sufriera unos meses antes, el miedo de un parto prematuro, y ahora los dolores de parto, hicieron de aquella mujer nordestina una guerrera. Pero luego mis ojos se llenaron de lágrimas y una vez más Dios habló conmigo.

Me dijo que nunca hubo un precedente de aquello que me brindaría hoy a la tarde, pero que en su Gracia me daría una oportunidad única. Yo podría volver a vivir toda mi vida, desde el comienzo y que podría, incluso, cambiar mi historia como lo deseara. Podría escoger nuevos padres, nuevos hermanos, nuevos amigos. Podría ser, incluso, de cualquier otra nacionalidad.

Le pregunte si no era una broma. Dios no respondió nada; apenas frunció el seño, fue suficiente para enrojecerme de vergüenza por mi pregunta tan falta de temor.

Por algunos instantes pensé en cambiar de patria. Inmediatamente pensé en nacer en los Estados Unidos, venir al mundo a través de una familia típica de los suburbios de San Francisco, Washington o Boston. Medité, confieso, nacer en Suiza o en Alemania. Descarté África y Asia, no por preconcepto, sino porque no me gusta el calor que hace allá. Comencé a imaginarme frecuentando buenas escuelas, practicando deportes y aprendiendo música en algún país rico.

Desistí rápido. ”Dios, no quiero ser ciudadano de ningún otro país. Me gusta tanto la ‘tapioca con coco’, el caldo de caña con limón, dormir en red, ser hincha del Corinthians, escuchar a Djavan, disfrutar de Chico Buarque, hablar portugués. Me gusta tanto tomar un cafecito expreso, la mandioca, de correr a San Silvestre el día 31 de diciembre. Me gusta ser del mismo suelo que Garrincha, de Drummong, de Vinicius, de Pixinhguinha, de Machado de Assis, de Jobim”.

Mientras exponía mi preferencia por ser brasileño, vi que tampoco hubiera querido nacer en otro país, acepté que quería crecer con mis hermanos, agradecí por haber vivido en Ceará, de haber sido alfabetizado en Londrina, de haber estudiado en aquella escuela pobre de la prefectura, el Grupo Escolar Figuereido Correia. Mientras le decía a Dios que aun pudiendo volver atrás y escoger vivir otra vida, yo estaba satisfecho con la vida que viví. No quería cambiar nada.

Fue ahí que Dios hablo una vez mas, ahora taxativo y muy parecido con la idea que hacemos de Dios cuando habla: “Pues basta de hacer cuentas, de espantarse con los años, de querer evitar lo inevitable. Te di la oportunidad única de cambiar tu pasado y tú no quisiste, entonces, basta de refunfuñar, y celebra la vida”.

Después de una experiencia tan marcante, en un día tan inolvidable, necesito celebrar la vida, la historia, los personajes que me acompañaron hasta aquí y, principalmente, aquellos que me acompañarán en esta segunda etapa, antes de encontrarme con mi Dios. Dirijo mi crónica a esas personas:

Heródoto José Rodrigues, siempre encontré curioso que tu padre, siendo de aquí de San Pablo, haya escogido ese nombre. Dar nombres famosos a los hijos como Washington, Jackson, William es cosa de nordestino. Pero aun extraño como siempre, tú fuiste para mí un ancla en tu dignidad. En todos esos años, nunca perdí un instante siquiera que no estuviese leyendo. Aprendí de ti el amor por los libros. Me acuerdo cuando compraste la primera enciclopedia y me enseñaste a buscar por orden alfabético, hablabas con ternura: “Primero, busca la letra del alfabeto, luego en el orden de las sílabas obedece la misma secuencia alfabética y así, el mundo del conocimiento se abrirá para ti”. Mi viejo, nunca aceptaste frenos en tu boca, grilletes en tus pies y vendas en tus ojos. Lo pagaste caro, pero viviste en paz con tu conciencia, y si hoy mueres pobre, mueres libre. Fuiste encerrado en una celda por defender tus ideales, pero iluminaste mi camino para amar también la libertad.

Glícia, tu encarnaste el espíritu guerrero de la mujer nordestina. Eras una combinación de activista del feminismo, artista plástica, poeta, costurera, profesora, escenógrafa, diseñadora gráfica. Por encima de todo, fuiste la más autentica de todas las mujeres. Nunca escondiste tu dolor, no callaste tu rebelión y nunca evitaste cualquier batalla. Yo se que te cansaste en tu última hora. Pero fue con tu fuerza que permanecí tres días al lado de tu último lecho para ayudarte a encontrarte con Cristo.

Silvita, mi querida Jubis, elegirte como mujer, fue la más bienaventurada de todas mis decisiones, no sólo por admirarte y reconocerte como una mujer especial. Sino por creer que ningún hombre fue más amado, con un amor más puro que el tuyo. De mi, soportaste tantas etapas inmaduras, tanta irrespetuosidad irresponsable, tanta aventura, tanta inseguridad. Por andar conmigo, fuiste victima de tanta injusticia, tantos preconceptos, tantas ingratitudes. No me despreciaste en las innumerables veces que te confesé mis temores, no te decepcionaste cuando aquella noche, irresponsablemente te prometí una cena en el mejor restaurante de la ciudad y, después de contar los centavos, terminamos comiendo una hamburguesa en aquel puesto parado a la orilla del camino. Te amé con un amor eterno aquel día en que, como un volcán de aguas, explotaste para darme a Carolina y Cynthia.

Carolina, tus ojos tan profundos y tan dulces, guardan tanto amor, el amor de todo este mundo. Ningún padre se siente más orgulloso de una familia que yo de ti. Yo quisiera ser poeta para narrar en versos mi felicidad cuando te contemplé a los ocho anos de edad, dando clase en la escuela dominical. Me sentí realizado cuando supe que también a los ocho años, te derramabas en la presencia de Dios, buscando al Espíritu Santo. Un día, a la noche, te espié por la puerta entrecerrada y te vi con la Biblia abierta, anotando y estudiando. Me acosté más feliz que un rey delante de su ejército. Fuiste tú quien me presentó a Villy que más que mi hijo es mi amigo y a quien tanto admiro como un hombre de Dios.

Cynthia, tal como una oveja salvaje, escogiste tu propio camino. La sal que descendió en mis lágrimas es lo que preserva mi amor de estropearse. Contigo aprendí a amar sin esperar respuesta, a esperar y a dar espacio para que tu camino sea tu camino y no el camino que yo deseaba. Me diste a Felipe Narã y solo él ya hace que tu vida haya valido la pena. Se que un día llorare de alegría, abrazado a tu cuello, en la antesala de una gran celebración.

Pedro, mi hijo, te germiné con mi semen más sagrado, aquel que nunca derramé. Fuiste fecundado en nuestro corazón y hoy, carne de mi carne, alegras nuestro nido casi vacío. Quedaste tan alto, eres tan grande, y se por qué: necesitas mantener la proporcionalidad con el tamaño de tu ternura.

Mi querida Betesda, llenaste mis años, arrancaste mis cabellos, pero aclaraste mis ideas y me diste hijos, amigos, compañeros. Yo te estoy tan agradecido, mi querida Betesda. Por momentos, me obligaste a danzar sobre un abismo; por momentos, necesité luchar contra demonios humanos; por momentos, me estiraste como a un elástico rasgado. Pero por tu causa hoy soy más persona. Me distes piel, ‘piel de gallina’, y pies que sienten el suelo.

Así termino mi crónica cincuentenaria hablando de nuevo a Dios: “Muchas gracias por tu visita y muchas gracias por la excepción que me fue hecha. Pero, prefiero no utilizarla, te pediré otra cosa, si se puede”.

“Dame levedad para no tomarme muy en serio de aquí en adelante. En el último día, quiero entregar mi óbolo al barquero sin estar con el seño fruncido. Quiero reír como nunca reí, burlarme de los religiosos fariseos y no dejarme agriar por los mercachifles de esperanza”.

Quiero correr más, beber vinos de mejor calidad para no necesitar beber mucho, leer autores que me encanten y siempre comer en compañía de mis mejores amigos.

Quiero predicar con más autoridad, asumir el compromiso de transformar cada sermón en una obra de arte. Andar de la mano con mi mujer y sin esperar la muerte, continuar creciendo en intimidad con mi Dios, para que nuestro encuentro sea una fiesta igual a la que celebro el día de mis cincuenta años.