25 de marzo de 2008

Propuesta de espiritualidad

por Ricardo Gondim

No es necesaria mucha perspicacia para darse cuenta que el movimiento evangélico occidental pasa por una gran crisis. La intromisión del neo-fundamentalismo de la derecha religiosa en la política norteamericana no ha ayudado mucho.

Los reclamos para que la sociedad preserve “valores morales” cayeron por tierra porque no encontraron respaldo en las propias iglesias, que fueron de escándalo en escándalo. Para agravar la crisis, grandes segmentos evangélicos se apresuraron a legitimar la invasión de Irak, argumentando que la Biblia respaldaba una “guerra justa”.

En Latinoamérica, principalmente en Brasil, la rápida expansión del pentecostalismo produjo una grave desviación ética en la comprensión del Evangelio. Surgió un nuevo fenómeno religioso, más comúnmente identificado como “teología de la prosperidad”. Lo que se escucha como “predicación” por los televangelistas y en las megaiglesias difícilmente podría ser asociado al protestantismo histórico o al pentecostalismo clásico.

Como ya no es ninguna novedad afirmar que es necesario que sucedan cambios radicales dentro del movimiento evangélico, la gran pregunta ahora es ¿Qué es lo que tiene que cambiar? He aquí algunas propuestas:

Propongo una espiritualidad menos eficiente. Que los pastores desistan de asociar la aprobación de Dios para sus ministerios con proyectos exitosos. La fe cristiana no se propone reflejar el mundo corporativo, donde la competencia se prueba con resultados.

En la espiritualidad de Jesús, los hechos de algunos siervos de Dios pueden ser anónimos, inadvertidos y pequeños. La urgencia por el crecimiento de las comunidades y pastores intentando demostrar como Dios los bendijo con “ministerios aprobados” acabó produciendo este tumor: iglesias que se parecen más a mostradores de servicios religiosos que a comunidades de fe.

Propongo una espiritualidad menos cognitiva y más vivencial. La primacía de la “sana doctrina” sobre la experiencia de la fe, terminó produciendo creyentes astutos para “probar” su fe, pero carentes de testimonio.

La obsesión de la verdad como una construcción racional ha hecho que los catecismos se vuelvan bellas elaboraciones conceptuales, mientras que los testimonios personales permanecen cuestionables. El evangelio precisa ser escrito en tablas de carne; mostrarse en los hechos de aquellos que se proponen brillar como luz del mundo.

Propongo una espiritualidad menos mágica y más responsable. La idea de un Dios intervencionista que invade a cada momento la historia para rescatar a sus hijos dándoles alivio, abriendo puertas de empleo y resolviendo querellas judiciales, terminó produciendo creyentes alienados, sin responsabilidad histórica y sin iniciativa profética.

Con ese egoísmo, las iglesias se distanciaron de la arena de la vida. Creyeron que sería suficiente atar a los demonios territoriales para terminar con la violencia y la miseria. El Evangelio no propone que la historia sea transformada por arte de magia, sino con acciones políticas que defiendan la justicia.

Propongo una espiritualidad menos intolerante. La idea de un mundo perdidamente hostil a Dios genera iglesias intransigentes, que se creen privilegiadas. La radicalización de la doctrina de la caída da la visión de un mundo condenado, irremediablemente perdido. Con esa visión, la iglesia se encierra, sólo encara al mundo como un campo de batalla, y es incapaz de acoger a los moribundos que yacen a la orilla de los caminos.

La espiritualidad evangélica necesita rescatar doctrinas conocidas en los primeros años de la Reforma, como la Imago Dei (la imagen de Dios en todos) y la Gracia Común (el favor de Dios que capacita a todos).

Propongo una espiritualidad que promueva la vida. Los evangélicos predicaron por años y continuamente la salvación del alma y, muchas veces, se olvidaron que Dios desea que experimentemos la vida abundante antes de la muerte. Por cierto, el cielo debería ser una consecuencia de las decisiones hechas por las personas en la tierra y no una promesa distante. Con ese énfasis exagerado en la salvación del alma algunos se contentaron con una existencia mediocre, mal resuelta, creyendo que un día, en el más allá, todo estará bien.

Propongo una espiritualidad que no contemple la santidad como un apuro legal, sino como integridad. Con reclamos legalistas los ambientes se vuelven intransigentes. Es inútil establecer como meta de la vida cristiana la perfección exagerada, ya que para alcanzarla seria necesario transformar a las personas en ángeles.

La hipocresía nace con ese tipo de exigencia. Es necesario dialogar con las imperfecciones, con las sombras y luces del alma; sin culpas y sin fobias. Sólo en ambientes así existe libertad para madurar.

Propongo una espiritualidad que establezca como objetivo generar hombres y mujeres amables, leales, misericordiosos. Antes de anhelar aparecer como la institución religiosa poseedora de la mejor comprensión de la verdad, que intente amar con sencillez; antes de volverse una fuerza política, que sepa caminar entre los más necesitados; antes de alcanzar el mundo entero, que trabaje al lado de quienes construyen un mundo mejor.

Estoy consciente que mis propuestas no tienen muchas probabilidades de realizarse, pero voy a mantenerlas como un horizonte utópico y con vocación.

Soli Deo Gloria.

2 de marzo de 2008

El estanque

por Ricardo Gondim

Había una vez una ciudad muy, muy importante; considerada el centro del mundo porque hechos notables habían sucedido en sus colinas. Primero conocida como la ciudad de David, luego Jerusalén, se volvió la sede de la religión de los judíos, cristianos y musulmanes; que la consideran sagrada.

En Jerusalén había un estanque que estaba cerca de un mercado de animales. Como siempre había sido una ciudad muy mística, alguien comenzó a decir que las aguas de esa fuente eran milagrosas. Rápidamente, la noticia tuvo dimensiones extraordinarias y escandalosas; en el mercado se decía que un ángel venía del cielo una vez al año, movía las aguas, y el primer enfermo que se sumergiera sería sanado.

Se reunían multitudes, todos aguardando por un milagro. La administración municipal de Jerusalén, interesada en la romería, pero también por razones humanitarias, resolvió construir un edificio para abrigar a tanto enfermo. Edificaron una estructura imponente, con un patio rodeado por cinco pórticos, que se llenaba de paralíticos, ciegos y enfermos de toda clase. Debido a esa enorme expectativa, siempre postergada, de que una persona (solamente una) sería favorecida con un milagro, el lugar fue denominado irónicamente Betesda que significa “casa de misericordia”.

Se cuenta que muchas familias, para verse libres de sus enfermos, los abandonaban en los pórticos del estaque de Betesda. Los ricos compraban esclavos para ayudarles a entrar en las aguas. Algunos alquilaban los espacios cercanos a los bordes, que posibilitaban un mejor acceso. Todos querían su milagro y, lógicamente, los más acaudalados, astutos y famosos, se sentían más cerca de la gracia.

Los pobres y los enfermos graves, los dementes, terminaban detrás de todos. La esperanza para ellos se desvanecía, pronto llegaban noticias de un lado y de otro, que alguien acababa de recibir su milagro. Al lado, en el mercado, los agraciados contaban su historia y los crédulos y atentos peregrinos que visitaban Jerusalén retransmitían los testimonios. Así, la esperanza de la sanidad se postergaba otro año más.

Jesús no vivía en Jerusalén. Es más, él residía lejos de ese ambiente supersticioso, en Capernaúm, pero conocía los rumores. En una de sus visitas a la ciudad, se dispuso visitar el estanque de Betesda. Con seguridad, lo que vió fue peor de lo que le contaron.

Las personas afirmaban que el ángel descendía al estanque anualmente, pero nadie sabía la fecha exacta. Inquietos, los enfermos más hábiles saltaban esporádicamente para anticiparse al ángel. La confusión era constante. Los que se sentían mejor, corrían por lo pasillos gritando “¡aleluya!” y otros, nerviosos y frustrados, desmentían los milagros. De vez en cuando, se levantaban profetas que predecían el día preciso en que el ángel visitaría el lugar.

Ciertos enfermos yacían por años y años en total mendicidad, esperando el momento de la sanidad que nunca llegaba. El estado de algunos era deplorable. Escaras malolientes y piojos podían ser vistos con solo observar el cabello de ciertas mujeres.

Ante esa realidad tan perversa, Cristo pasó de largo de los más aptos, de los más ricos y de los que menos necesitaban la sanidad. Se dirigió hacia uno de los rincones olvidados del estanque de Betesda y encontró a un hombre que esperaba por su milagro hacía treinta y ocho años. Nadie sabe su nombre, pero, seguramente era un pobre. Su familia, ocupada con su supervivencia, se había olvidado de él hacía décadas.

Jesús se acercó al paralítico y le preguntó: “¿Quieres quedar sano?” Él respondió dentro de la lógica que había aprendido: “Señor, no tengo a nadie que me meta en el estanque mientras se agita el agua, y cuando trato de hacerlo, otro se mete antes”. Con un solo aliento, Jesús le ordenó: “Levántate, recoge tu camilla y anda”. Inmediatamente el hombre tomó su camilla y comenzó a andar.

El paso de Jesús por el estanque de Betesda sucedió un día sábado, el día sagrado de los judíos, porque él tenía un propósito: mostrar que la religión se preocupa, principalmente, de su estabilidad. Los religiosos sobreviven de la ilusión y no tienen escrúpulos en generar falsas expectativas en personas vulnerables.

Cuando aquel señor abandonó el estanque de Betesda cargando su camilla, Jesús dejó un mensaje para la ciudad de Jerusalén: “Los milagros que proceden de Dios no premian a quien sabe mostrarse hábil, santo o rico, Dios no hace acepción de personas ni busca transformar los espacios religiosos en una carrera desenfrenada por la bendición donde sólo los más fuertes sobreviven”.

El estanque de Betesda es la metáfora que recuerda a la humanidad que Dios mira misericordiosamente a los desfavorecidos, a quienes no tienen ni la menor posibilidad de escapar de los torniquetes perversos de la injusticia, a los más indefensos; huérfanos y viudas, por ejemplo.

El cristianismo debe, por lo tanto, asumir el compromiso de continuar visitando los campos de exiliados (Darfur), las clínicas de tratamiento del sida (África del Sur), las periferias miserables de las grandes ciudades (Brasil) para anunciar la más jubilosa de todas las noticias: Dios no se olvidó de los pobres.

Soli Deo Gloria.