15 de octubre de 2007

Entre la cruz y la horca

por Ricardo Gondim

Durante tres años elegí el evangelio de Lucas como la base para mis predicaciones dominicales. Cuando finalmente llegué al relato del Gólgota, por algún motivo me sentí constreñido; me consideraba indigno de pisar, por medio de la narración, aquel suelo sagrado.

El escenario de la cruz, aún con toda la carga teológica ya construida a su alrededor (e incluso con la explotación hollywoodense), todavía es uno de los más potentes de la historia de la humanidad.

Jesús, también llamado Hijo del Hombre, fue asesinado sin ningún motivo por una inclemente elite religiosa que supo negociar con poderes imperiales y logró inflamar una pequeña turba.

Él no representaba una amenaza para nadie (descontando su vocación para que las personas viviesen con valores dignos y bellos, que él afirmaba era la llegada del Reino de Dios).

Luego de pasar por una tortura cruel, Jesús fue crucificado al mediodía. Lucas cuenta que “hubo tinieblas” desde aquella hora hasta las tres de la tarde. La súbita oscuridad significaba mucho más que un coincidente o providencial fenómeno de la naturaleza.

Era la “señal del cielo” que los fariseos tanto pedían. Pero, al contrario de lo que imaginaban, la manifestación sobrenatural no autenticaba cosa alguna.

Dios tan solamente se rehusaba a hacer brillar su luz sobre tamaña sordidez. Era la señal para que las generaciones futuras aprendieran que el Padre del Unigénito de Dios no pactaría con la perversidad.

Sí, existen maldades que convocan a la propia naturaleza a nunca más ser verde, a las nubes a nunca más ser blancas, al sol a nunca más brillar.

Elie Wiesel, Premio Nobel de la Paz, fue un judío huérfano sobreviviente de un campo de concentración nazi. Cuando escribió su biografía, sólo consintió publicarla después de un silencio de más de diez años; Wiesel no quería apresurarse a comentar sobre la inhumanidad del genocidio nazi.

En “Night” (La Noche), Wiesel cuenta, con una intensidad vívida y reflexiva, su sufrimiento, trabajo, angustia y crisis de fe en el campo de concentración.

La historia de la ejecución de tres personas sospechosas de resistencia (dos adultos y un niño) es el relato más doloroso:

Los tres condenados subieron a la vez a sus sillas. Los tres cuellos fueron introducidos al mismo tiempo en los nudos corredizos.

-¡Viva la libertad! -gritaron los dos adultos.
El pequeño estaba en silencio.

-“¿Dónde está el buen Dios, dónde?”- preguntó alguien detrás de mí.

A una señal del jefe del campo, las tres sillas cayeron. Un silencio absoluto descendió sobre todo el campo. El sol se ponía en el horizonte.

Después comenzó el desfile. Los dos adultos ya no vivían. Sus lenguas colgaban hinchadas, azuladas. Pero la tercera soga no estaba inmóvil: el niño, muy liviano, vivía aún...

Permaneció así más de media hora, luchando entre la vida y la muerte, agonizando ante nuestros ojos. Y nosotros teníamos que mirarle bien de frente.

Cuando pasé frente a él todavía estaba vivo. Su lengua seguía roja, y su mirada no se había apagado.

Escuché al mismo hombre detrás de mí:
-“¿Dónde está Dios?”-

Y en mi interior escuche una voz que respondía:
"¿Dónde está? Pues aquí, aquí colgado, en esta horca..."

Esa noche, la sopa tenía gusto a cadáver.

No entiendo qué me motivó a escribir sobre estos dos eventos tan crudos, el Calvario y Birkenau.

Debe ser porque leí sobre nueve recién nacidos muertos en un hospital público de Sergipe. No sé, aún no asimilé del todo la noticia de los doscientos que murieron en el desastre aéreo de San Pablo. Quizá aún no me acostumbré al suicidio de indígenas del Amazonas.

Quién sabe, creo que esta noche mi sopa también va a tener gusto a cadáver.

Soli Deo Gloria.

7 de octubre de 2007

Mi décimo maratón

por Ricardo Gondim

El día 7 de octubre de 2007, a las ocho de la mañana, voy a enfrentar mi décimo maratón. Con el corazón acelerado y con millones de mariposas en la boca del estómago, daré el primer el primer paso de los 42.000 necesarios para completar la prueba.

Sé que voy a someter a mi cuerpo a un desgaste sobrehumano, y que tendré que luchar contra la terrible tentación de desistir. Pero si llego a cruzar la línea de llegada me voy a emocionar, sin poder creer que completé la prueba.

Las principales pruebas del atletismo son dos carreras: una muy corta y otra bastante larga. En los cien metros valen la fuerza y la explosión, pero en el maratón, sólo determinación. En la leyenda griega que dio inicio a la prueba, los griegos habían vencido a los persas en la batalla de Maratón en el año 490 a.C. y le tocó a Pheidippides la tarea de llevar la buena nueva hasta la ciudad de Atenas. Él corrió 42 kilómetros desde la planicie de Maratón hasta Atenas. Al llegar, ¡sólo tuvo aliento para anunciar “vencimos” y cayó muerto!

Espero que no suceda lo mismo conmigo, a fin de cuentas me entrené exhaustivamente. Subí cuestas escarpadas, di “tiros” cortos para mejorar la velocidad e hice varias carreras para que el cuerpo se acostumbre al volumen del kilometraje.

Haber corrido otras nueve veces, no ayuda. Recuerdo la desesperación de ver el cartel indicando los 38 kilómetros, cuando todavía me faltaba recorrer otros cuatro.

Todo duele, hasta el lóbulo de la oreja pica. Sin depósitos de glucógeno, el cerebro comienza a enviar mensajes para que los músculos se detengan. El ritmo disminuye e incluso corremos el riesgo de parar. En ese momento vale cualquier cosa para no desistir.

Pienso en la vergüenza de tener que contarle a mis amigos que me “quebré”; procedo a negociar con mis piernas otros cien metros; por último, al extremo de la desesperación, comienzo a repetir un texto que memoricé del profeta Isaías (40:29-31): “Él fortalece al cansado y acrecienta las fuerzas del débil. Aun los jóvenes se cansan, se fatigan, y los muchachos tropiezan y caen; pero los que confían en el Señor renovarán sus fuerzas; volarán como las águilas: correrán y no se fatigarán, caminarán y no se cansarán”. Así, apelando al socorro de Dios, de espera en espera, he conseguido llegar hasta el final.

Son diversas las lecciones que aprendí corriendo maratones.

Primero, comencé a colocarme en mi debido lugar. Vi que no sirve querer competir con los kenianos (cuando el campeón rasga la faja de la victoria, yo todavía estoy por el kilómetro veintitrés). Segundo, no valen las superaciones. En un maratón, quien no se prepara bien se va a quedar en el medio del camino. Tercero, los acelerados acaban rapidito el combustible, toda precipitación se paga a un alto precio.

Un maratón es una fiesta sin igual. Ya me emocioné con ciegos y amputados que se me adelantaron con gran gallardía. Ya vi ancianos dejando tras de si a jóvenes tragando polvo, y ya lloré varias veces.

Una de esas fuertes emociones sucedió en la llegada del Maratón de Nueva York. En los últimos cincuenta metros, noté que una pareja corría firme, bien al frente mío. De repente, el joven tiró de la mano de su compañera pidiendo que se detuviera. Me asusté, suponiendo que él no se sentía bien. Yo también disminuí el ritmo por si acaso necesitaba ayuda. Sin embargo, él se arrodilló, sacó una alianza del bolsillo del short y allí, a veinte metros de la línea de llegada, le pidió casamiento: “Will you marry me?”, le imploró él casi sin aliento. Ella sollozaba cuando gritó con toda su fuerza: “Yes, I do”. Los espectadores aplaudieron de pie.

Todo maratón es incierto. Aún no se si traeré mi décima medalla sobre el pecho, si lo logro ella vendrá empapada de sudor y lágrimas. Si no llego a terminar, igualmente estaré feliz.

Soli Deo Gloria.