14 de junio de 2007

Yo acepto, yo rechazo

por Ricardo Gondim

Aceptar y rechazar siempre fueron dos verbos difíciles para mí. Mi madre me enseñó a no aceptar favores de desconocidos, pues podían tener malas intenciones; luego, aprendí a no rechazar la mano extendida de los amigos, ellos podrían expresar los favores divinos; así que sigo sin discernir en que momentos debo aceptar o rechazar.

Ante todo, necesito decir que ya acepto caminar tomado de la mano de gente que valora las relaciones más allá de la reputación, la lealtad por encima de las censuras sociales; acepto la mirada ingenua del amigo que nada exige y nada promete sino su compañía.

También debo aclarar que rechazo sentarme a la mesa del presuntuoso, aquel que evita entrar en contacto con su propia alma. Reconozco mi inhabilidad para percibir estratagemas, por lo tanto, huiré de los sagaces.

Por ultimo, no quiero forzarme a nada; abandoné el deseo de hacer adeptos, seguidores o discípulos. Deseo ofrecer, tan solamente, mi débil consciencia, mis parcos conocimientos y mis sufridas percepciones de lo divino. Aquellos que lo acepten no necesitan enviarme su contestación (hasta porque obsequio lo que tengo y lo que soy por razones egoístas).

Necesito vaciar lo que considero precioso y que se acumula dentro de mi pecho. A quien no le guste, o no lo acepte, o se sienta molesto con mis inquietudes, basta descender la calzada y caminar hacia el lado opuesto, así no estaremos obligados a vernos cara a cara.

Por más que lo intente, sigo claudicante; no logro resolver enigmas, resolver mis paradojas para cerrar los capítulos de mi historia. Se que soy un hombre maduro, pero reconozco que mi madurez no condice con mi edad.

¡Lo siento! Pero esa es mi cruel comprobación después de todo lo que leí, todo lo que estudié y todo lo que ya oré. Continúo siendo un esbozo en un tablero, una masa sin leudar, un nido abandonado, una sutura mal cicatrizada.

En esa confusión mental, en ese torbellino espiritual y en ese sufrido maratón, busco el valor para optar por el sí o por el no.

No obstante, acepto sonrisas sinceras, abrazos sin pretensiones, mensajes reenviados con mala gramática, pasteles cocinados con cariño y llamadas telefónicas breves, sólo para saber como estoy.

Rechazo amistades gaseosas, textos canónicos, santos fanfarrones, sermones incorregibles, certezas sobre la maldad ajena; en fín, hipérboles religiosas.

Acepto fragilidades no confesadas, discordias leales, criticas honestas, ignorancias sensatas, racionalidades humildes.

Rechazo la pedantería académica, la erudición fingida, el hablar hermético, la sabiduría presumida y los preconceptos intelectuales.

Un día voy a aprender a ser una persona mayor, mientras tanto quiero aprender a vivir. Y eso me basta.

Soli Deo Gloria.

11 de junio de 2007

Mis miedos

por Ricardo Gondim

“En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor. El que teme espera el castigo, así que no ha sido perfeccionado en el amor” (1º Juan 4:18)

Yo fui un niño lleno de miedo. Temía acostarme en cuartos a oscuras, mirar espejos a media noche, encontrarme con un alma en pena, pasar frente al cementerio de madrugada, escuchar los ruidos del ladrón que robaba gallinas en el patio, ver trabajos de macumba en el cruce de los caminos y tener pesadillas durante el sueño.

Siento que estoy cambiando.

Ya no tengo miedo del diablo y de sus demonios. Aprendí que ellos fueron derrotados en el Calvario, y los evangelios nos mandan a no temer a quien sólo puede matar el cuerpo.

Temo a mi corazón, que todavía no conquisté. Continúo sorprendido de la manera en que él sigue encantado con el aplauso fácil del adulador y con su capricho ante las pasiones más irresponsables.

Ya no tengo miedo del tiempo, enemigo feroz que devora todo y a todos. Descubrí que no puedo estancarlo y que me arrastrará inexorablemente a la cueva de la muerte.

Temo no darme cuenta, en el presente huidizo, de la mirada suplicante del amigo; la comida sagrada donde no se reparte sólo el pan; el día lluvioso que llama a la calma; el aroma de la alegría en el café caliente de la mañana.

Ya no le temo a la oscuridad, cobertor nocturno que esconde la luz. Aprendí a convivir con tinieblas las diversas veces que lloré en las Unidades de Terapia Intensiva de los hospitales, en los absurdos velorios de adolescentes y en el silencio de Dios, escondido cuando le pedí un milagro.

Temo la falta de transparencia en el hablar afable del cínico, el oscuro oportunismo del amigo desleal y la ceguera del intolerante.

Ya no le tengo miedo a la violencia, residuo de nuestra naturaleza salvaje. No me siento amenazado por la industria bélica, el rostro impávido de los generales no me aterra, la amenaza del terrorista enloquecido no me intimida y quienes se alegran en derramar sangre inocente no me espantan.

Temo la complacencia del rico, la pusilanimidad del indolente, la indiferencia del poderoso, la negligencia del afortunado y el cinismo del astuto.

Ya no tengo miedo del futuro infierno, lugar medieval donde eternamente se castiga a los pecadores.

Temo al ambiente asfixiado de odio que transforma el hogar en un calabozo; al diálogo acusatorio que destruye la honra inocente; a la inhumanidad que aliena a los desdichados y discrimina a los discapacitados.

Ya no tengo miedo de Dios, padre amoroso y comprensivo de mis innumerables limitaciones.

Temo a los ídolos crueles que obran según la lógica de la retribución, implacables con el drama humano; dioses que inventé y que creí capaces de ayudarme a dirigir mi breve peregrinación por la vida.

No, no perdí mis miedos. Sigo temiendo, pero visitado por el amor de Dios hecho fuera los temores infantiles.

Soli Deo Gloria.

6 de junio de 2007

Pistas para una espiritualidad liberadora

por Ricardo Gondim

Dios nos concedió la vida y con ella una dádiva extraordinaria: libertad. Los hijos de Dios fueron llamados a cumplir el propósito último de la creación alcanzando una independencia semejante a la de Jesucristo. Él usó su libertad para hacer el bien, sometiéndose voluntariamente a Dios. Caminar libre es caminar responsablemente, rechazar la condición de subordinado y no dejarse conducir con correas. Solamente los libres reconocen su dignidad humana creada a imagen de Dios y, sin servilismo, no bajan la cabeza ante los opresores.

Los religiosos también han intentado humillar a sus seguidores. A lo largo de la historia el clero ha montado estructuras con el objetivo de esclavizar a través de la intimidación, el terror y la muerte. Aterrorizaban porque amenazaban con maldiciones divinas. Sin embargo, es posible andar prevenidos contra aquellos que se atreven a manipular y oprimir en nombre de Dios.

1. Cuidado con instituciones que prometen desgracias para quienes se desvinculan de ellas. Una organización que necesita resguardar la lealtad de sus miembros con intimidación, se inspira en el diablo. Dios no propone que sus relaciones se basen en el soborno o la coerción.

2. Cuidado con los líderes que intentan defender sus posiciones proclamando hacer recibido una unción especial del cielo. Ellos se creen incuestionables. Sin embargo, entre los humanos nadie habla “ex cátedra” porque ninguna profecía es de particular interpretación.

3. Cuidado con cualquier revelación misteriosa, que no puede ser debatida. No acepte el estigma de rebelde sólo porque buscó comprender una determinada doctrina. Una persona no puede ser considerada insumisa cuando pregunta con motivaciones genuinas. Un culto legítimo necesita de racionalidad.

4. Cuidado con las nuevas verdades que, de tan inéditas, ni siquiera los apóstoles las percibieron. Todo concepto nuevo debe producir una sensación de ya ser conocido, pero que puede necesitar de mayor explicación o sistematización. Toda gran herejía nació de personas que se creyeron profetas de oráculos inéditos.

5. Cuidado con prácticas que sólo suceden en lugares de puertas cerradas. Las experiencias religiosas en ambientes secretos tienden a la promiscuidad o al autoritarismo. No merece credibilidad quien necesita esconder lo que practica por miedo a la exposición. Dios es luz, y desea que se anuncien sus verdades desde arriba de las azoteas.

6. Cuidado con los líderes que se envanecen con sus títulos y gustan de tratos formales. Jesús rechazó la vulgar adulación de las personas y enseñó que sus seguidores no podían llamar a nadie de maestro, pues solamente Dios merece una honra como esa.

7. Cuidado con organizaciones que se estructuran con jerarquías de poder. El reino de Dios no funciona como los gobiernos del mundo, donde los fuertes comandan. Iglesias que valoran rangos e incentivan la oposición política forman liderazgos domesticados, que siempre coinciden con los influyentes que están arriba. Los que desean “llegar a la cima” corren el riego de vender la propia alma.

8. Cuidado con los líderes que aman el dinero, principalmente los que se enriquecieron. Ellos se sienten merecedores de lo mejor, sueñan con proyectos faraónicos y usan la lógica maquiavélica de que el fin justifica los medios. Crean costosas estructuras, carentes de un volumen absurdo de recursos, y luego no saben si adoran para recaudar o si recaudan para seguir adorando. Jesús ya dio vuelta las mesas de instituciones como esas.

9. Cuidado con iglesias que poseen un grupo privilegiado en lo alto de su estructura. Esa elite blinda al líder de convivir con el pueblo y él termina deshumanizado, pues pierde contacto con la realidad de la vida y no oye críticas; ni siquiera nota que sus aduladores sólo quieren preservar sus privilegios.

10. Cuidado con mensajes que enfatizan exageradamente la culpa. Un legalista necesita de personas que nunca se sienten libres. Él no cree en la madurez cristiana, capitaliza con la incoherencia humana y tiraniza sus auditorios. Evangelio significa buena noticia y debe generar ambientes agradables, nunca paranoicos.
Hace más de dos mil años Juan amonestó a sus lectores que debían poner a prueba los espíritus. Nunca hemos necesitado seguir su consejo tanto como ahora.

Soli Deo Gloria.

“Queridos hermanos, no crean a cualquiera que pretenda estar inspirado por el Espíritu, sino sométanlo a prueba para ver si es de Dios, porque han salido por el mundo muchos falsos profetas.”
(1º Juan 4:1)

1 de junio de 2007

Mi cautela contra la soberbia

por Ricardo Gondim

De vez en cuando, sobresaltado, descubro que soy un terrible enemigo de mí mismo. Asombrado, percibo que me recosté en una cama tejida de laureles, embriagado con el mosto barato de mis escasas conquistas.

Me doy cuenta de la ansiedad mesiánica que creé para convencerme que mis ideas eran concluyentes. Hice una lectura absolutista de la vida, me sentí agraciado con una fina sensibilidad para escuchar la voz audible de Dios y ser su profeta preferido.

En ese embotamiento narcisista, manipulé los mecanismos de autocensura buscando mantenerme en alta estima dentro del sistema religioso. Logré alienarme de la capacidad de cuestionar, anticipé el discurso preferido del grupo y así perdí mi energía creativa. Me sentí contento al repetir tediosamente el producto del pensamiento ajeno. Alquilé mi conciencia, aplastado por el imperativo de la supervivencia. Luego, envanecido, terminé vendiendo mi alma como la prostituta hace con su cuerpo.

Y para maquillar esta condición patética, busqué atribuir autoridad absoluta a mis verdades condenando a quienes no aceptaran cabestros tan estrechos. Me ahogué en pequeños pozos de agua y defendí ortodoxias que ni sabía definir correctamente.

Aprendí a mantenerme solidario a las ideas más que a las personas. Atrincherado en las plataformas de la retórica, pronuncié conceptos y vociferé discursos invertebrados. Supe mantener mi corazón protegido de la gente, llenando mi mente con ideas renovadoras. Preferí esconderme detrás de una biblioteca y regurgitar frases de impacto a exponerme delante de aquellos que podían herir mi egoísmo.

Lamento que me haya inspirado en lo que la religiosidad tenía para alimentar mi presunción. Me fortalecí comiendo ese pan mohoso, pero desaprendí a llorar delante del gran drama humano; juzgué precipitadamente a los débiles y fui lento en dar espacio para que mi prójimo viviese sus contingencias. Mi actitud implacable no era más que un recurso para esconder mis crisis espirituales.

Sin comprender que la fe nace de la incertidumbre, intenté acomodar mis convicciones espirituales en las categorías más exactas. Viví una hipocresía velada sin lograr admitir mis dilemas y sin poder revelarlos. Temía que los religiosos me juzgaran como un débil que había perdido su alma.

Estoy aprendiendo a descansar en la gratuidad del amor de Dios. Siento que no necesito probarme ante Él y ante nadie.

Los traumas que viví en los pasillos eclesiales son dolorosos; hay mucho que volver a aprender. Ahora, por lo menos, me veo más libre y menos riguroso conmigo y con mi prójimo. Ando más consciente que vivir es tan complejo que puedo contar con la paciencia comprensiva de Dios mientras celebro mi existencia como esposo, padre, hermano y amigo.

Soli Deo Gloria.