27 de octubre de 2008

Las CNPT de la religión

por Ricardo Gondim

Recuerdo muy poco de las clases de ciencia de la escuela secundaria. Sudé memorizando fórmulas y multipliqué números enormes para casi nada. De lo poco que quedó me acuerdo que, para determinadas formulas químicas y ejercicios teóricos de física, necesitábamos de la sigla CNPT, o “Condiciones Normales de Presión y Temperatura”. Significaba que aquella proposición científica sólo funcionaba en CNPT o, en otras palabras, en condiciones ideales.

Descubrí, de forma temprana, que las condiciones óptimas sólo existen verdaderamente a manera de tesis. Las CNPT funcionan en el laboratorio, en ambientes controlados o idealizados por el científico y solamente para comprobar una hipótesis ya que cualquier alteración, por mínima que sea, altera el resultado del experimento.

Vivir es arriesgado. Peligros e imprevistos, angustia y dolor, injusticia y sufrimiento, merodean la existencia. Sería fantástico vivir en un mundo en “condiciones normales de presión y temperatura”. Por eso, buscamos varitas mágicas, lámparas de Aladino, ideales políticos, abracadabras, plegarias. Soñamos en crear un mundo que funcione con la precisión de un reloj suizo.

Siempre deseamos viajar en cielos azules. Seducidos por un mar sereno intentamos recrear el universo. Creemos que existe la posibilidad de eliminar los riesgos. Oramos pidiendo la protección divina para ser guardados de las amenazas de la vida. Imaginamos que si así lo pedimos, sin tener pecado alguno, jamás seremos sorprendidos por accidentes. Esperamos que Dios nos libre de neumáticos desinflados, motociclistas incautos y de hoyos en el asfalto.

Tontamente esperamos el día en que el mundo esté bajo absoluto control. Sucede que ese día nunca llegó, y nosotros acabamos dominados por la culpa. “¿Qué hice yo para que mi hijo se muriera?” me preguntó recientemente un pastor. “¿Por qué las cosas nunca me salen bien?”, es el correo electrónico más repetido en mi bandeja de entrada.

Cristo no engañó a sus discípulos y nunca les doró la píldora, porque su mensaje no era religioso. Él nunca prometió que sometería la vida de las personas a las CNPT. Por el contrario, dijo que los enviaba como ovejas en medio de lobos, que las tempestades azotan la casa de aquellos que escuchan y guardan su palabra, y que el mundo de sus seguidores estaría lleno de aflicciones. Ya que él vivió sin protección, sin corazas, sin defensa angelical… ¿por qué sus siervos tendrían que reclamar algún tipo de armadura celestial?

Me atrevo a redefinir lo que es fe. Fe no significa capacidad para anticiparse a las contingencias de la vida. Fe es el valor de creer que los valores, principios y verdades propuestas por Jesús de Nazaret son suficientes para enfrentar la vida con todo lo que ella nos traiga, de bueno y de malo.

La religión tiene que ver con la seguridad, con la posibilidad de hace encajar al mundo en la lógica de causa-efecto. Los cultos, las penitencias, las oraciones, tienen el objetivo de hacer engranar las circunstancias y dar a los fieles la sensación de vivir bajo las CNPT. ¡Qué engaño! Hasta que el espejismo desaparece. Con las enfermedades, los accidentes, los imprevistos, la propia muerte, llega la decepción. Y la peor desilusión es la religiosa. Los decepcionados con Dios experimentan el infierno. (Jesús advirtió que los prosélitos religiosos son condenados a un doble infierno).

El amor no anticipa el orden. Quien ama sabe que el desorden será posible. Dios no desea que sus hijos vivan con la ilusión de que serán escudados. Para que eso sucediera, él necesitaría amordaza la historia, el día a día y hasta el porvenir. Un mundo indoloro sería un mundo sin libertad. Y sin libertad no existe el amor… y sucede que Dios es amor.

Por lo tanto, la promesa divina no nos resguarda del mundo. Sin alucinaciones, Dios nos acompaña en la deliciosa y peligrosa aventura de vivir.

Soli Deo Gloria.

21 de octubre de 2008

Noticias del Imperio

por Ricardo Gondim

Entre bofetadas y besos, anticipo una conmovedora victoria de Barack Obama en la elección del 2008. Conmovedora, porque los “red-necks”, los evangélicos fundamentalistas, los políticamente conservadores, van a tener que tragarlo. A no ser que un cataclismo de enorme magnitud sorprenda a todos, no creo que John McCain tenga el vigor para revertir el empuje que llevará a Obama a convertirse en el primer negro en la presidencia de Estados Unidos.

Mientras viajaba en automóvil de Chicago a Boston, vestí una camiseta pro-Obama. Me pareció raro que nadie se haya solidarizado con mi militancia secreta. Sin embargo, mientras almorzaba en un restaurante perdido en el interior del estado de Nueva York, fui reprendido por un anciano bastón en mano. Sin saber que yo era extranjero, el señor vino hasta nuestra mesa y, apuntándome con el dedo, preguntó: “¿Obama?” Intentando disimular el acento, le dije: “Yes, all the way”. Con furor, respondió: “Big mistake, big mistake”.

Quien sabe si Obama llegue a implementar algunas políticas realmente de vanguardia en la sede del imperio. Ojalá que sí. Soy desconfiado, recuerdo que el anhelo transformador del metalúrgico presidente de Brasil terminó asfixiado por las alianzas que su partido necesitó hacer.

¿Qué tengo que ver yo con la elección norteamericana? Soy un brasilero sin la menor pretensión de vivir en Estados Unidos. A decir verdad, no debería interesarme con el porvenir de ellos.

Lo que sucede es que hace muchos años, los gringos eligieron a Jimmy Carter, un presidente digno y por quien tengo gran admiración. Su política externa marcó mi historia, porque Carter rehusó suscribir la diplomacia conspiradora e intervencionista de Henry Kissinger. (Kissinger ayudó, por ejemplo, a articular el golpe de estado contra Allende en Chile, y de la misma manera apadrinó a Pinochet).

El presidente Carter envió a su esposa en una misión oficial a Brasil para expresar verbalmente que Estados Unidos no haría alianzas con torturadores, y que la dictadura militar no debería contar con el apoyo o auxilio del Departamento de Estado. A partir de su visita la petulancia del régimen se derrumbó. Le debo, por lo tanto, a Jimmy Carter la paz que pasó a reinar en mi familia –y él ni sabe que yo existo–.

Siento que el mundo habrá de respirar con más oxigeno (literal y metafóricamente), en caso que Obama sea elegido. No, no me ilusiono, sé que él puede decepcionar. Estoy demasiado viejo para ser ingenuo u optimista con su posible mandato. Pero que es bueno ver a Bush y a su equipo salir de la escena, realmente lo es.

Esperemos…

Soli Deo Gloria.

20 de octubre de 2008

El secreto de agradar a Dios

por Ricardo Gondim

¡Anda, come tu pan con alegría!
¡Bebe tu vino con buen ánimo,
que Dios ya se ha agradado de tus obras!
Eclesiastés 9:7

José Fulano de Tal murió ayer. ¡Pobre hombre! Consciente de sus deberes, nunca llegó tarde. Jamás perdió un tren. Era impensable que acelerara con la luz amarilla. De forma correcta, pagó todas sus cuentas el día exacto. Vistió la misma camisa hasta gastar el cuello. Siempre escogió a cual candidato votar. Leyó el periódico todos los días. Tuvo un entierro mesurado, sin mucha emoción, parecido a su existencia.

José Fulano de Tal fue un asiduo miembro de iglesia. Se sometió a los reglamentos y exigencias de su religión –su mayor deseo en la vida era agradar a Dios–. Trabajó incansablemente en las viviendas del barrio. Contribuyó con entidades filantrópicas. En su última jornada, los amigos, parientes y curiosos caminaron discretamente por la arboleda del cementerio. Se despidieron de un hombre que no logró vivir.

José Fulano de Tal tendría que haber aprendido que para vivir, basta disfrutar, pero disfrutar de verdad, de la poesía. En el poema, la palabra gana ritmo para sincronizarse con el latido del universo. Y en esa magnifica, aunque silenciosa palpitación, resuena la voz de lo Divino.

José Fulano de Tal tendría que haber aprendido que para vivir, basta tener tiempo para escuchar música. Cuando la melodía y la rima se aparean, nace la sublime sonoridad del Paraíso. El Padre Eterno sonríe cuando sus hijos se serenan para escuchar a los artesanos de los salmos, los nocturnos, las tonadas, los réquiems, las cantatas, las óperas, las polcas, la samba, los himnos, los recitales, los corales, el jazz, la bossa-nova.

José Fulano de Tal tendría que haber aprendido que para vivir, basta con amar los libros. Es placentero para Dios ver a sus hijos trascendiendo a mundos imaginarios a través de la prosa, la narración. Las novelas disecan el alma humana, enaltecen la virtud, exponen la crueldad y, cuando no sufren censura, describen la cruda realidad de la vida.

José Fulano de Tal tendría que haber aprendido que para vivir, basta con transformar cada comida en un ágape, cada apretón de manos en una alianza y cada abrazo en una declaración de amor.

José Fulano de Tal tendría que haber aprendido que para vivir, basta dejarse conducir por un viento distraído, rumbo al horizonte inalcanzable; y esperar por un porvenir insustancial. Ya que a Dios le gustan los prados salvajes y los bosques sin cercas, vivir es arriesgarse. Dios sabe diseñar el arco iris con las gotas del riachuelo que caen al precipicio. Por lo tanto, sólo vive quien no teme desvanecerse.

José Fulano de Tal tendría que haber aprendido que para vivir, basta disfrutar del vino, el dulce de leche, la tapioca con manteca, la película romántica, el deporte, la media hora de sueño extra del feriado, el bizcocho de maíz, la caricia en la cabeza, el beso, el viaje de vacaciones con dos días extras para descansar del descanso.

José Fulano de Tal tendría que haber aprendido que para vivir, basta con llamar a Dios de Padre o Madre.

Soli Deo Gloria.

16 de octubre de 2008

Maratón 2008

por Ricardo Gondim

El pasado domingo 12 de octubre de 2008 corrí el Maratón de Chicago en 4 horas y 20 minutos.

Los últimos 3 kilómetros fueron un castigo. El objetivo de terminar en 4 horas no sucedió. Mantuve un promedio de 6 minutos por Km., y para cumplir con ese objetivo necesitaba ser 15 segundo más veloz; me cansé y el promedio se complicó.

Sin embargo, crucé la línea de llegada realizado y mirando hacia arriba.

12 de octubre de 2008

La primera docena de maratones

por Ricardo Gondim

Las niñas nunca olvidan su primer sostén. De hecho, nadie olvida cualquier primera vez. Me estrené en los maratones en el año 2000, y la alegría de cruzar la línea de llegada me marcó tanto que nunca lo olvidé. Y nunca más paré. El domingo 12 de octubre de 2008, si Dios así lo quiere, intentaré el décimo segundo maratón de mi vida.

Para quienes no están familiarizados con el deporte, las dos pruebas nobles del atletismo son los cien metros llanos y el maratón. Voy a escribir la longitud precisa para dejar en claro el grado de dificultad de un maratón: cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros. No caben dudas, sólo completar el recorrido es un desafío monumental.

Mi pedigree es más bien dudoso. Mi padre se llamaba Eródoto y fue profesor de historia (?), pero la pasión del viejo siempre fue el deporte, cualquier deporte. Papá jugó como defensa central –conocido también como zaguero- en Corinthians en la década de 1940. Heredé en los genes la misma fascinación por el deporte. Lo que pasó es que nunca logré ser competitivo, no me gusta vencer a los adversarios. Opté entonces por correr.

Correr maratones no es practicar un deporte, sino asumir un estilo de vida. El largo recorrido requiere preparación. La rutina de un maratonista incluye levantarse temprano, balancear la dieta, reducir de peso y entrenar, entrenar, entrenar… Todo buen corredor necesita disciplinarse para desarrollar tres cosas fundamentales: resistencia, velocidad y fuerza. La palabra resistencia ya lo dice todo, hay que acumular distancias; para ganar velocidad es necesario ir a una pista corta y dar “tiros” -que es salir disparado como si uno quisiera pasar a un keniano-; la fuerza se obtiene subiendo cuestas, cuanto más empinadas y largas, mejor.

Alguien ya preguntó si duele o es soportable la incomodidad de ese esfuerzo físico. Mi compañero de asfalto, Ed René Kivitz, dice que el dolor hace parte del uniforme del atleta; y a mí me gusta repetir: todo en la vida, antes de ser fácil, es difícil.

Correr un maratón no es practicar un deporte, sino ganar un maestro. Antes del tiro de largada, junto con otros cuarenta mil atletas, nuestro corazón se acelera y se siente un escalofrío por todo el cuerpo. Se percibe una especie de susto interesante, ya que nadie sabe lo que va a suceder después del kilómetro treinta y cuatro. De todos los que largan, varios paran con calambres, algunos vomitan, otros se desmayan. Sólo los iniciados conocen la emoción de encarar ese peligro.

Correr maratones no es practicar un deporte, sino aprender a traspasar límites. Cuando se terminan los depósitos de carbohidratos y glucosa en la sangre, la mente, que funciona como un motor “híbrido” cambia para comenzar a quemar grasa; y el cerebro (que sólo se alimenta de azúcar) comienza a enviar mensajes y ordenar que las piernas se detengan. En ese momento, sólo los que madrugaron y sudaron bastante traspasan el temido “paredón”.

Correr maratones no es practicar un deporte, sino encarar debilidades. Un maratonista experto aprende a dosificar su esfuerzo, no puede creerse omnipotente. De nada sirve salir disparado en los veinte kilómetros iniciales. Yo, con más de 50 años, ya adelanté a atletas profesionales bastante más jóvenes que, sentados en la calzada, rompían a llorar, literalmente, porque se habían precipitado.

Correr maratones no es practicar un deporte, sino saber aceptarse. De nada sirve, de verdad y sin rodeos, querer imitar a otros. Los hombres que se sientan humillados al perder frente a amputados, ciegos y mujeres, difícilmente elijan correr maratones.

Correr maratones no es practicar un deporte, sino celebrar lo efímero. La dureza de los meses de preparación, los galones de sudor derramado y el esfuerzo de controlar la dieta, son premiados con un simple momento, un instante de tiempo cuando se cruza la línea de llegada. Los alpinistas suben peligrosas montañas, sufren el viento y el frío, sólo para alcanzar la cima y contemplar, por un poquito, el mundo de una forma que pocos consiguen ver. Lo mismo sucede en un maratón. Lloré en cuatro maratones sólo porque vencí mis limitaciones para conquistar un desafío que parecía imposible. Parece poco, pero para mi aquella alegría valió una eternidad.

Hoy recorrí treinta kilómetros de calles y avenidas paulistanas. Creo ya estar preparado, pero, como sucedió el año pasado (la carrera se suspendió en el kilómetro treinta debido al calor y la humedad), no tengo la menor idea de cómo voy a terminar mi maratón número 12. Si llego a traer una medalla en el pecho, pretendo exhibirla en mi página web.

Soli Deo Gloria.