12 de octubre de 2008

La primera docena de maratones

por Ricardo Gondim

Las niñas nunca olvidan su primer sostén. De hecho, nadie olvida cualquier primera vez. Me estrené en los maratones en el año 2000, y la alegría de cruzar la línea de llegada me marcó tanto que nunca lo olvidé. Y nunca más paré. El domingo 12 de octubre de 2008, si Dios así lo quiere, intentaré el décimo segundo maratón de mi vida.

Para quienes no están familiarizados con el deporte, las dos pruebas nobles del atletismo son los cien metros llanos y el maratón. Voy a escribir la longitud precisa para dejar en claro el grado de dificultad de un maratón: cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros. No caben dudas, sólo completar el recorrido es un desafío monumental.

Mi pedigree es más bien dudoso. Mi padre se llamaba Eródoto y fue profesor de historia (?), pero la pasión del viejo siempre fue el deporte, cualquier deporte. Papá jugó como defensa central –conocido también como zaguero- en Corinthians en la década de 1940. Heredé en los genes la misma fascinación por el deporte. Lo que pasó es que nunca logré ser competitivo, no me gusta vencer a los adversarios. Opté entonces por correr.

Correr maratones no es practicar un deporte, sino asumir un estilo de vida. El largo recorrido requiere preparación. La rutina de un maratonista incluye levantarse temprano, balancear la dieta, reducir de peso y entrenar, entrenar, entrenar… Todo buen corredor necesita disciplinarse para desarrollar tres cosas fundamentales: resistencia, velocidad y fuerza. La palabra resistencia ya lo dice todo, hay que acumular distancias; para ganar velocidad es necesario ir a una pista corta y dar “tiros” -que es salir disparado como si uno quisiera pasar a un keniano-; la fuerza se obtiene subiendo cuestas, cuanto más empinadas y largas, mejor.

Alguien ya preguntó si duele o es soportable la incomodidad de ese esfuerzo físico. Mi compañero de asfalto, Ed René Kivitz, dice que el dolor hace parte del uniforme del atleta; y a mí me gusta repetir: todo en la vida, antes de ser fácil, es difícil.

Correr un maratón no es practicar un deporte, sino ganar un maestro. Antes del tiro de largada, junto con otros cuarenta mil atletas, nuestro corazón se acelera y se siente un escalofrío por todo el cuerpo. Se percibe una especie de susto interesante, ya que nadie sabe lo que va a suceder después del kilómetro treinta y cuatro. De todos los que largan, varios paran con calambres, algunos vomitan, otros se desmayan. Sólo los iniciados conocen la emoción de encarar ese peligro.

Correr maratones no es practicar un deporte, sino aprender a traspasar límites. Cuando se terminan los depósitos de carbohidratos y glucosa en la sangre, la mente, que funciona como un motor “híbrido” cambia para comenzar a quemar grasa; y el cerebro (que sólo se alimenta de azúcar) comienza a enviar mensajes y ordenar que las piernas se detengan. En ese momento, sólo los que madrugaron y sudaron bastante traspasan el temido “paredón”.

Correr maratones no es practicar un deporte, sino encarar debilidades. Un maratonista experto aprende a dosificar su esfuerzo, no puede creerse omnipotente. De nada sirve salir disparado en los veinte kilómetros iniciales. Yo, con más de 50 años, ya adelanté a atletas profesionales bastante más jóvenes que, sentados en la calzada, rompían a llorar, literalmente, porque se habían precipitado.

Correr maratones no es practicar un deporte, sino saber aceptarse. De nada sirve, de verdad y sin rodeos, querer imitar a otros. Los hombres que se sientan humillados al perder frente a amputados, ciegos y mujeres, difícilmente elijan correr maratones.

Correr maratones no es practicar un deporte, sino celebrar lo efímero. La dureza de los meses de preparación, los galones de sudor derramado y el esfuerzo de controlar la dieta, son premiados con un simple momento, un instante de tiempo cuando se cruza la línea de llegada. Los alpinistas suben peligrosas montañas, sufren el viento y el frío, sólo para alcanzar la cima y contemplar, por un poquito, el mundo de una forma que pocos consiguen ver. Lo mismo sucede en un maratón. Lloré en cuatro maratones sólo porque vencí mis limitaciones para conquistar un desafío que parecía imposible. Parece poco, pero para mi aquella alegría valió una eternidad.

Hoy recorrí treinta kilómetros de calles y avenidas paulistanas. Creo ya estar preparado, pero, como sucedió el año pasado (la carrera se suspendió en el kilómetro treinta debido al calor y la humedad), no tengo la menor idea de cómo voy a terminar mi maratón número 12. Si llego a traer una medalla en el pecho, pretendo exhibirla en mi página web.

Soli Deo Gloria.