14 de enero de 2008

Cómo Dios ve

por Ricardo Gondim

Dios ve todo, nada pasa desapercibido a sus ojos. Él conoce el sendero de la hormiga negra que carga una hoja picada en la noche de la selva amazónica. Sabe de los intentos de mi corazón engañoso; del trayecto inmediato entre la palabra que surge y su expresión, Dios tiene ciencia perfecta.

Con semejante familiaridad, ¿cómo Dios me ve? Ciertamente, con desdén. No maduré como debería, no subí los escalones de la excelencia, no alcancé el mínimo prestigio religioso. Llego a los 54 años con un sentimiento de deber incumplido, con la misma sensación de aquel niño que se presenta al examen sin haber estudiado. Me siento como un pirata que nunca descubrió el mapa del tesoro; un Indiana Jones que nunca vio el Arca; un Quijote que nunca abandonó su biblioteca.

Dios tiene todo el derecho de llamarme un siervo infiel; debo imitar a Pedro: “Apártate de mi, que soy pecador”. Merezco el azote del siervo que sabía la voluntad de su Señor y no obedeció.

Sin embargo, preparo una fiesta con mucho alborozo. Quiero celebrar el amor de Dios que conquistó ese desdén merecido por mí. A pocos días de mi cumpleaños, percibo que el Señor aumento el volumen de su megáfono celestial. Apuesto que él va a gritar el día 14 de enero: “Tú eres mi hijo amado, estoy satisfecho con tu vida”.

Las potestades acusatorias del infierno quieren impedir la disposición divina de contradecir el castigo merecido -esa disposición tiene el nombre teológico de gracia-. Pero Dios insiste, y tres veces él pronuncia la misma expresión a todos sus hijos adoptados por causa del Unigénito: “Tú eres mi hijo amado, estoy satisfecho con tu vida”.

Así, libre y querido, estoy dispuesto a retomar las riendas de mi vida aunque el sol ya empiece a declinar.

Soli Deo Gloria.

10 de enero de 2008

Sobre personas y cerdos

por Ricardo Gondim

Había una vez una pequeña ciudad llamada Gadara, que era muy, muy pequeña. Gadara quedaba en la frontera entre dos países. Sólo había que cruzar la calle y del otro lado ya se hablaba una lengua extraña y se comía otro tipo de alimentos. La circulación de personas en esa frontera facilitaba no solo el intercambio comercial, las relaciones entre los habitantes se desarrollaban cordialmente; los niños de los dos países crecían bilingües, pero además transculturales.

Un bello día, Jesús de Nazaret decidió visitar esa aldea olvidada. Subió a un barco y viajó el día entero para cruzar el lago que lo separaba del lugar donde vivía. Después de arribar a Gadara, un lunático, poseso por una legión de espíritus malignos, vino a su encuentro.

El estado de este ciudadano anónimo era lamentable. Inmundo, vivía en tenebrosos cementerios. Nunca se supo acerca de sus familiares, sus traumas y heridas de la adolescencia o de sus perversiones morales. ¿Cómo llegó a corromperse tanto? Nadie sabía, y todos se conformaban con su decadencia.

Se divulgaron versiones de su fuerza descomunal. Algunas veces, estando encadenado, se soltaba y resurgía para aterrorizar a los niños que, seguramente, volvían a contar y agrandar la historia del “monstruo de los sepulcros”. Durante la noche se escuchaban sus gritos.

El gadareno quería ser libre; buscaba recuperar su vida, pero no lograba encontrarla. En la desesperación por arrancar de dentro del alma tanta degradación, desarrolló manías autodestructivas. Por la mañana, era común verlo mutilado por los cortes hechos con piedras.

Jesús dialogó con los demonios que lo poseían. En esa corta conversación, y para dejar al loco en paz, la legión de demonios tuvo de Cristo el permiso para poseer una manada de cerdos que pacían a la redonda. Cuando los demonios entraron en los cerdos, ellos se desesperaron y se precipitaron en un abismo.

Se cuenta que los que cuidaban a los cerdos huyeron. Al contar estos hechos en la ciudad, el pueblo fue a ver lo que había sucedido. La sorpresa fue absoluta. Todos fueron testigos, el hombre que había sido cautivo por una legión de demonios ahora estaba sentado, vestido y en perfecto juicio.

La noticia corrió, y cuando los curiosos relataron lo que había sucedido al gadareno y a los cerdos, el pueblo de la ciudad se reunió para expulsar a Jesús de allí. No hubo caso, el Nazareno se vio obligado a retirarse del territorio.

¡Que extraño! Mientras un ser humano era destruido por fuerzas satánicas, nadie tomó ninguna previsión para rescatarlo. El Club de Leones no movilizó a los empresarios ricos para ayudar; sacerdotes, pastores y rabinos serenaron a sus congregaciones con buenas explicaciones teológicas; los políticos prometieron acciones concretas para el próximo año fiscal; ninguna ONG se formó para disminuir su sufrimiento. El pobre mendigo seguía preso, esclavizado a fuerzas mayores que él.

En el momento en que se constató el perjuicio financiero, se hizo necesaria la expulsión de Jesús. Él amenazaba el equilibrio económico de la región: “our life style cannot be theatened”, repetían.

Sin embargo, antes de partir, Jesús dejó una lección de moral a aquella comunidad judía (que desde su formación tenía prohibido el tocar, criar o comercializar cerdos): “¡que vergüenza, ustedes aprendieron a amar un cerdo más de lo que aman a una persona!”.

Gadara es la metáfora del mundo. Las naciones siguen amando a los cerdos más de lo que aman a mujeres y hombres.

Lógico, un caballo de raza vale más que un niño liberiano. Un anciano palestino no tiene la misma importancia que un caniche de Texas. No hay dudas: las vacas lecheras inglesas son protegidas con más denuedo que las niñas usadas para el tráfico internacional de la pedofilia.

Mientras los religiosos vociferas sus sermones más entusiastas, mientras los políticos alternan debates sobre el futuro de la humanidad, mientras los banqueros multiplican sus lucros, muchos pobres necesitan ser restituidos a la vida y recuperar su dignidad para poder abrazar a sus familiares.

La historia continúa y Jesús de Nazaret sigue siendo un estorbo. Mientras él considera que un alma vale más que el mundo entero, las naciones mantienen esa extraña predilección por los cerdos.

Soli Deo Gloria.

9 de enero de 2008

Cortito

por Ricardo Gondim

Hoy no quiero escribir mucho. Ando saturado de teorías, sin inspiración para versificar, sin paciencia para explicar, sin tiempo para corregir.

Apenas quiero tranquilizar a mis poquísimos lectores. Algunas personas me escriben preocupadas. Por favor, no se alarmen, estoy bien, muy bien. No me amargué, no me obstiné en la perfidia, no escupo insultos; creo que aún no soy una mala compañía.

Caramba, ¡si estoy contento! El domingo prediqué sobre Filipenses 2:5-11, hablé de Jesús de Nazaret y me sentí con el alma lavada. Desperté el lunes y corrí 12 kilómetros conversando con mi amigo Ed René, exorcizamos los demonios de la semana pasada con endorfina y sudor. Acabo de recibir como regalo una nueva bicicleta de carrera para prepararme (finalmente) para el triatlón. Hoy voy a visitar a mi querida tía. Releo “Los hermanos Karamazov”. ¿Qué más un hombre puede querer de la vida?

El día 14 de enero de 2008 celebro 54 años bien vividos. En mi biografía: amé como un pagano, me comprometí como un cristiano, trabajé como un obrero, lloré como un huérfano y celebré como un campeón. Nunca pasé 24 horas en un hospital, nunca necesité dar explicaciones a un juez, nunca mendigué el pan.

Me siento amado y querido por mi comunidad de fe. Soy padre de tres amados hijos; tengo tres nietos que se parecen a ángeles; mi esposa me ama apasionadamente. Mi hogar es un oasis. Pago cualquier fortuna por pasar una noche en casa.

Corrí 10 maratones y 16 pruebas de São Silvestre. Ya dejé a muchos jóvenes, con la mitad de mi edad, mordiendo el polvo en los 42 kilómetros y 195 metros de la competencia más difícil del atletismo.

Nunca hice convenios con masones, políticos, militares o sacerdotes para lucrar financieramente; jamás lamí las botas de quien sea para ganar prestigio personal. No soy un cuervo que sobrevive de una burocracia denominacional.

Entonces, ¿por qué estaría amargado? En verdad, me veo distante de los patrones de hierro de los fundamentalistas; camino en sentido opuesto al de los hechiceros travestidos de pastores cristianos; no quiero caminar junto a gente a quien cuestione su ética. ¡Eso es todo!

Pero, por favor, que nadie confunda esos movimientos míos con amarguras. Los que comparten mi amistad saben que no soy tan aburrido. Aleluya.

Soli Deo Gloria.