7 de octubre de 2007

Mi décimo maratón

por Ricardo Gondim

El día 7 de octubre de 2007, a las ocho de la mañana, voy a enfrentar mi décimo maratón. Con el corazón acelerado y con millones de mariposas en la boca del estómago, daré el primer el primer paso de los 42.000 necesarios para completar la prueba.

Sé que voy a someter a mi cuerpo a un desgaste sobrehumano, y que tendré que luchar contra la terrible tentación de desistir. Pero si llego a cruzar la línea de llegada me voy a emocionar, sin poder creer que completé la prueba.

Las principales pruebas del atletismo son dos carreras: una muy corta y otra bastante larga. En los cien metros valen la fuerza y la explosión, pero en el maratón, sólo determinación. En la leyenda griega que dio inicio a la prueba, los griegos habían vencido a los persas en la batalla de Maratón en el año 490 a.C. y le tocó a Pheidippides la tarea de llevar la buena nueva hasta la ciudad de Atenas. Él corrió 42 kilómetros desde la planicie de Maratón hasta Atenas. Al llegar, ¡sólo tuvo aliento para anunciar “vencimos” y cayó muerto!

Espero que no suceda lo mismo conmigo, a fin de cuentas me entrené exhaustivamente. Subí cuestas escarpadas, di “tiros” cortos para mejorar la velocidad e hice varias carreras para que el cuerpo se acostumbre al volumen del kilometraje.

Haber corrido otras nueve veces, no ayuda. Recuerdo la desesperación de ver el cartel indicando los 38 kilómetros, cuando todavía me faltaba recorrer otros cuatro.

Todo duele, hasta el lóbulo de la oreja pica. Sin depósitos de glucógeno, el cerebro comienza a enviar mensajes para que los músculos se detengan. El ritmo disminuye e incluso corremos el riesgo de parar. En ese momento vale cualquier cosa para no desistir.

Pienso en la vergüenza de tener que contarle a mis amigos que me “quebré”; procedo a negociar con mis piernas otros cien metros; por último, al extremo de la desesperación, comienzo a repetir un texto que memoricé del profeta Isaías (40:29-31): “Él fortalece al cansado y acrecienta las fuerzas del débil. Aun los jóvenes se cansan, se fatigan, y los muchachos tropiezan y caen; pero los que confían en el Señor renovarán sus fuerzas; volarán como las águilas: correrán y no se fatigarán, caminarán y no se cansarán”. Así, apelando al socorro de Dios, de espera en espera, he conseguido llegar hasta el final.

Son diversas las lecciones que aprendí corriendo maratones.

Primero, comencé a colocarme en mi debido lugar. Vi que no sirve querer competir con los kenianos (cuando el campeón rasga la faja de la victoria, yo todavía estoy por el kilómetro veintitrés). Segundo, no valen las superaciones. En un maratón, quien no se prepara bien se va a quedar en el medio del camino. Tercero, los acelerados acaban rapidito el combustible, toda precipitación se paga a un alto precio.

Un maratón es una fiesta sin igual. Ya me emocioné con ciegos y amputados que se me adelantaron con gran gallardía. Ya vi ancianos dejando tras de si a jóvenes tragando polvo, y ya lloré varias veces.

Una de esas fuertes emociones sucedió en la llegada del Maratón de Nueva York. En los últimos cincuenta metros, noté que una pareja corría firme, bien al frente mío. De repente, el joven tiró de la mano de su compañera pidiendo que se detuviera. Me asusté, suponiendo que él no se sentía bien. Yo también disminuí el ritmo por si acaso necesitaba ayuda. Sin embargo, él se arrodilló, sacó una alianza del bolsillo del short y allí, a veinte metros de la línea de llegada, le pidió casamiento: “Will you marry me?”, le imploró él casi sin aliento. Ella sollozaba cuando gritó con toda su fuerza: “Yes, I do”. Los espectadores aplaudieron de pie.

Todo maratón es incierto. Aún no se si traeré mi décima medalla sobre el pecho, si lo logro ella vendrá empapada de sudor y lágrimas. Si no llego a terminar, igualmente estaré feliz.

Soli Deo Gloria.