Piensa, por favor, ¡piensa!
por Ricardo Gondim
Las personas más ancianas adquieren algunos derechos con la edad. No necesitan esperar en las filas, tienen descuento en las boleterías de los teatros y, en Brasil, no pagan pasaje de autobús.
Envejecer tiene también algunas ventajas menos percibidas. A aquellos con más experiencia, se les otorga el derecho, por ejemplo, de enojarse. Esto permite que ellos puedan reclamar por ruidos molestos, por casas desordenadas y por otras cosas que les fastidian en la vida.
Estoy lejos de volverme un viejo, pero ya quiero reivindicar por lo menos un privilegio.
Quiero el derecho de enojarme con personas que tienen pereza de pensar. Acabo de descubrir una cosa horrorosa: el número de flojos mentales es mucho mayor de lo que jamás imaginé.
Recientemente un alumno de una escuela de teología visitó mi página y me envió el siguiente mensaje:
“Ricardo, mi profesor me advirtió que andas escribiendo muchas herejías y que yo debo apartarme de tu perjudicial influencia. ¿Qué tienes para decirme? ¿Es verdad?”
Confieso que mi genio cearense “cabra da peste” me hizo hervir la sangre. Tuve ganas de tirar mis escrúpulos a los tomates y responder al novicio: “Don bobalicón, acabas de entrar a una página con centenas de textos que escribí en los últimos cuatro o cinco años. ¿Por qué no te das el trabajo de leer y sacar tus propias conclusiones sobre mi persona?”.
Me imaginé que él iba a quedar demasiado dolido y cerré su mensaje. No respondí nada, pero pensé: “Realmente no parece justo que haya tantos obstáculos para la genialidad y que sea tan fácil la imbecilidad”.
Pensar no es difícil. Puede ser peligroso, pero no es complicado; puede ser trabajoso, pero no está prohibido.
Es preferible correr el riesgo de exponerse a las amenazas de un hereje ponzoñoso como yo, que ser encabestrado por un profesor obtuso y prejuicioso. Es mucho más digno tener opinión propia que repetir preconceptos ajenos.
La religión intenta preservarse creando “Guantánamos” donde tirar a aquellos que ella considera terroristas. Allá enmohecen los “Galileo” que osaron afirmar sus constataciones científicas; allá se pudren los “Huss” que no se conformaron a las anteojeras farisaicas que le fueron impuestas; allá mueren los “Martin Luther King” que no se inclinaron frente al status quo.
La religión de certezas no tolera que la espiritualidad conviva con incertidumbres. El fariseo necesita crear sistemas lógicos para que sus opiniones perduren inquebrantables. Él apedrea a todos los que se exponen a otras verdades. Y quien tuviere el atrevimiento de pedir explicaciones será exiliado.
La postura de la elite eclesiástica es: rotúlese como apóstata a todo aquel que mire por encima de nuestras cercas para ver si hay algo de vida fuera de nuestro estrecho pasillo dogmático.
El religioso no defiende la libertad de pensamiento, por el contrario, busca crear enojo y mala voluntad contra los “rebeldes” para que nadie reflexione nunca acerca de lo que ellos afirman.
Así y todo, ni todos dan valor a la libertad, algunos prefieren marchar como bueyes al matadero; otros, cabizbajos, adoran obedecer sin cuestionar.
Hay momentos que tengo unas ganas locas de gritar: “Piense, amigo. ¡Por favor, piense!”. Tengo el impulso de arrodillarme delante de algunas personas e implorar: “Mi hermano, lea más. Intente adquirir la mayor riqueza que alguien puede poseer: buen juicio”.
Creo que llegué a la edad de confesar que me pongo nervioso cuando estoy cerca de gente que se dejó masificar por el ambiente religioso. No soporto más conversar con personas que se contentan en repetir el discurso de la jerga evangélica y no hacen el menor esfuerzo por razonar aquello que acaban de decir.
Cada día se me vuelve sumamente difícil leer mensajes iguales al que recibí del joven seminarista; todavía voy a necesitar de mucha paciencia.
¡Que Dios me ayude!
Soli Deo Gloria.