1 de febrero de 2007

Por lo que seremos recordados

por Ricardo Gondim

“En vida, Absalón se había erigido una estela en el valle del Rey, pues pensaba: «No tengo ningún hijo que conserve mi memoria». Así que a esa estela le puso su propio nombre, y por eso hasta la fecha se conoce como la Estela de Absalón” (2º Samuel 18:18).

Recientemente visité San Luis de Maranhão. Uno de los lugares históricos de la ciudad ostenta un busto de bronce de uno de los más conocidos caudillos políticos brasileños. ¡Mandó hacer su propio busto estando aún con vida! Me paré delante de aquella enorme estatua y medité por algunos minutos, no por reverencia. Pasmado, sólo contemplaba el tamaño de la vanidad humana. Aquel político construyó su imagen (o permitió que sus aduladores lo hicieran) porque tenía la necesidad de seguir siendo venerado aún después de muerto.

Queremos ser eternos; deseamos ser recordados por las futuras generaciones. Rechazamos la idea de desaparecer en la posteridad. Absalón se hizo un monumento, pero antes de él, la generación de Babel se esforzó en la construcción de una torre para que su nombre fuera reconocido. Tiempo después, Nabucodonosor se repetía a si mismo todos los días que era inmortal y que con su poder había levantado el gran imperio babilónico.

¡Ridículo! ¡Esfuerzo vano! Absalón es conocido no por el monumento que construyó, sino por ser un rebelde que se amotinó contra el propio padre y que murió patéticamente. Babel no es conocida por su ingeniería, apenas por su estupidez, y Nabucodonosor, al arrastrarse como un animal, nos dejó la lección que la vanidad es ridícula.

En Proverbios 22:1, Salomón nos recuerda: “De más estima es el buen nombre que las muchas riquezas, y la buena fama más que la plata y el oro”.

La vanidad del rico, el poder del estadista, el valor del militar, y la fragilidad de la juventud no pueden ser el propósito de nuestra existencia, pues todo pasa. Valen más los sentimientos que sembramos en nuestros hijos, la confianza que nuestros amigos tienen en nuestra palabra y el amor de Dios que encarnamos en todos nuestros actos. El escritor bíblico estaba en lo cierto: “Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1º Juan 2:17).

Soli Deo Gloria.