9 de febrero de 2007

En respeto a los tristes

por Ricardo Gondim

Confieso que soy introspectivo y, muchas veces, melancólico. Cuando era niño me gustaba quedarme debajo de un árbol, solitario, para pensar en la vida. Sigo así. Prefiero el silencio a las fiestas, las comidas con pocas personas a los banquetes. Y, si no tomo cuidado, fácilmente caigo en depresión.

Esa manera de ser sosegada no me moleta, pero percibo que desagrada en la comunidad evangélica. No pocas veces, cuando escribí textos opacos, fui dulcemente aconsejado a no repetir tal desliz.

Me avisaron que los creyentes no están preparados para lidiar con la tristeza. Y que las personas gustan de artículos optimistas. ¡Realmente! El movimiento evangélico se propagó a finales del siglo XIX, en un tiempo en que se respiraba un clima de gran optimismo.

Se creía que en pocos años, evangelistas, misioneros y pastores convertirían al mundo, anticipando el inminente reino milenial de Cristo. La cuna religiosa del evangelicalismo fue seducida con la promesa que sería la “última generación antes del arrebatamiento”. Los evangélicos crecieron en un clima de euforia. Por lo tanto, ellos no toleran mensajes que revelen una forma menos exitosa de enfrentar la vida, incluso cuando la vida se muestra dura, hasta inclemente, no se admiten infortunios.

Me siento censurado cuando expongo mis sentimientos contaminados de una vaga y dulce tristeza. Sentimiento que, a decir verdad, me complace y me conduce a la meditación. ¿Pero cómo explicar eso? Quedo sin salida, pues no quiero solamente escribir textos sobre cómo me siento campeón; rehúso teatralizar mi solidez y no quiero engañar sobre mi santidad.

En diversas ocasiones tengo la sensación de estar sólo entre gigantes de la fe. ¿Habrá más gente como yo? Se que existen profetas, poetas y santos que también conviven con el desaliento. Celebro la amistad, aunque distante, de los que honesta y valerosamente detectan sentimientos menos brillosos e, igual que yo, no se sienten culpados.

Dichosos los que lloran, pues reconocen que la vida no está compuesta sólo de luces. Quien busca sólo la risa, queriendo perpetuar el placer, caerá en el profundo abismo del desencanto.

Sólo los tristes saben los secretos de las noches sin luna, y que algunas dimensiones nobilísimas de nuestra humanidad, solamente se expresan en pasillos de muerte. Grandes son todos los que permanecen en pie, incluso cuando no hay ninguna luz.

Dichosos los que entran en contacto con sus angustias. Los que ocultan sus inquietudes con frases y clichés religiosos, se condenan a la superficialidad. No existe tesis religiosa que logre imponerse con mayor fuerza que la propia vida.

De nada vale repetir eslóganes que prometen un mundo color de rosa. Más tarde o más temprano vendrá la tempestad que asola la casa. Vientos contrarios barrerán proyectos prudentes y quien no edifique su casa en la verdad, se desmoronará inevitablemente.

Dichosos los que no se consideran emocionalmente intactos. Ellos saben que nadie posee control directo sobre sus emociones y reconocen, incluso, que serán traicionados por los incidentes de lo cotidiano. Ellos van hasta el fondo del pozo y no se sienten fracasados, pues saben que tanto las alegrías como las tristezas son pasajeras.

Dichosos los que admiten sus depresiones. Ellos no intentan sublimar las inquietudes con activismo. El sufrimiento es la única dimensión de la vida común a todos los hombres y mujeres. Quien intenta acorazarse de las tristezas, necesita también protegerse de la alegría. Huir del sufrimiento significa amortiguar la felicidad.

Dichosos los que pueden lamentar en público. Ellos no necesitan de sonrisas plásticas, de discursos demagógicos o de la arrogancia religiosa, pues se sienten acogidos en su honestidad. Ellos saben que no serán apedreados cuando se muestren frágiles, porque viven entre amigos verdaderos.

Dichosos los que se parecen a Jesús de Nazaret. El nunca mintió sobre su angustia o su soledad. En el huerto afirmó: “Es tal la angustia que me invade, que me siento morir”. En la cruz exclamó: “Padre, ¿por qué me has desamparado?” Incluso después de esos desahogos Dios le otorgó un nombre que está sobre todo nombre. Si el Hijo Unigénito puede hablar así, nadie debe temer de revelar el tamaño de su vulnerabilidad.

Esos dichosos pueden seguir tranquilos por la vida, porque la tristeza, según Dios, no es para muerte. Aleluya.

Soli Deo Gloria.