28 de febrero de 2007

¿Será verdad que Dios es amor?

por Ricardo Gondim

¿Dios ama o no ama? He aquí la más fundamental de todas las cuestiones. Si Él no ama, vagamos solos en un universo frío y oscuro; existimos sin razón y desapareceremos sin jamás saber el por qué de nuestro nacimiento.

Sin embargo, afirmar que Dios nos ama no resuelve nuestra angustia existencial, por el contrario, genera inquietudes todavía más complejas y dolorosas.

¿Cómo? Si Él ama, ¿por qué somos testigos de tanta maldad y sufrimiento? ¿De qué manera explicamos las muertes injustas y absurdas? Decir que Dios es amor sólo agudiza nuestro problema.

Fue Epicúreo quien propuso el dilema: “O Dios puede y no quiere evitar el mal, y entonces no es bueno; o quiere y no puede, y entonces no es omnipotente; o no puede ni quiere, y entonces no es Dios”.

Ciertamente, dentro del pensamiento griego no existen medios de conciliar ese dilema. La divinidad, según la filosofía helénica, era tan absolutamente perfecta, más majestuosa que cualquier comprensión humana, que nada podía afectarla. Cualquier cosa que influenciara, impactara o modificara a la divinidad tendría que ser más poderosa que el propio Dios, lo que era imposible.

De esta manera, Théos era el motor que movía todas las cosas, pero nada lo movía a él – de ahí el concepto aristotélico de que “Dios es el Motor Inmóvil”. Dios jamás podría alegrarse, ya que la alegría era una alteración del espíritu; nunca sentiría misericordia; no sufriría bajo ninguna circunstancia. Así que los antiguos se preguntaban: “¿Quién reuniría las condiciones de causar impacto en el ser divino?”.

Los judíos, no obstante, no especulaban sobre la divinidad a través de los conceptos como hacían los griegos. La cultura hebrea trataba lo sagrado a través de la narrativa. Ellos no cuestionaban como era el ser divino en su realidad metafísica – fuera de la historia – ni siquiera especulaban con la categoría de la lógica.

Para un judío, la historia era más concreta que cualquier concepto especulativo. Ellos repetían de generación en generación lo que había sucedido con sus padres; contaban como Dios lidió misericordiosamente con sus errores, y como Jehová los amparó en tiempos de necesidad. Y eso les era suficiente.

Debido a esa cultura, en el mismo periodo histórico en que los filósofos atenienses discutían sobre lo insignificante y lo superficial, los profetas judíos se preocupaban en denunciar la negligencia con las viudas, pues era en la historia que ellos podrían revelar la justicia divina.

La afirmación del evangelista Juan de que Dios es amor -ho Theós agape estín- (1º Juan 4:8-16) no puede ser comprendida sólo como una metáfora para enriquecer el estilo literario, tampoco como propuesta conceptual sobre Dios. Él afirma que Dios es amor bajo el concepto judío, no bajo el concepto griego.

Y es a través de la narrativa que se debe mantener la revelación del amor de Dios. La historia no define, apenas describe a Dios como un amante. Esa revelación es la piedra angular, el tronco, el eje, el núcleo, de todo el discurso cristiano.

Una afirmación categórica como esta, sólo cabe en la narrativa bíblica. Dios es amor. Sin embargo, proponer ese tipo de cosa era un escándalo para Aristóteles, pues para él, los humanos no eran más que polvo, y se mantenían incapaces de despertar cualquier tipo de sentimiento en la divinidad.

Pero al transcurrir la historia bíblica, el amor de Dios fue revelado como parte constitutiva de su carácter. La Biblia no se organizó con la intención de codificar verdades, es un libro que cuenta historias de personas, clanes y naciones que experimentaron en sus diversas realidades el amor de un Dios que cuida sin necesidad de ser estimulado.

En la Escritura, cuando Él creó, creó por amor; cuando sustenta al mundo físico y humano, lo hace en amor; cuando ejercita el juicio, juzga con amor. Los profetas, evangelistas y maestros intentan mostrar que en el amor tenemos la más exacta expresión de la naturaleza divina.

Por lo tanto, la declaración de que Dios es amor en la tradición judeocristiana, no se restringe a un enunciado filosófico abstracto, es un anuncio histórico-salvífico. El amor compasivo de Dios se acumula en acciones y encuentros por todos los libros de la Biblia.

Es repetido tantas veces en el obrar de Cristo, que pasó a ser el tema dominante de las iglesias que nacieron a lo largo de la historia; los apóstoles insistieron que su amor se reveló con Gracia – Gracia, que es la única manera como Dios trata con sus hijos.

Dios no ama por necesidad, sino por gratuidad – de ahí que su amor sea ágape; un amor que no es una necesidad divina. El Señor pacientemente llama, espera, se involucra con sus hijos, aún cuando ellos se muestran desobedientes y obstinados.

Cuando un judío o un cristiano primitivo afirmaron que Dios es amor, jamás pensaron en restringirlo a un concepto. Fue Él quien prefirió revelarse así; sus atributos de justicia, paciencia, poder, etc., se conectan a la caridad, pues todo hace parte de su iniciativa de mantenerse leal.

Por lo tanto, en la narrativa judeocristiana, el mundo existe por mera gratuidad de Dios. Y cuando, en lo cotidiano, no se consigue experimentar felicidad, justicia y paz, eso no es deficiencia del amor divino, sino la rebelión de los humanos a Su amor.

Delante de la miseria y del sufrimiento del universo, ningún escritor de la Biblia hebrea o cristiana tuvo miedo de decir que Dios se desilusionó. Y es por causa del dolor y de la decepción divina que el concepto aristotélico de Dios no combina con el de la revelación bíblica.

Sin el “Motor Inmóvil” como referencia, le resta al cristianismo mirar nuevamente a Jesús para comprender a Dios – “Toda la plenitud de la divinidad habita en forma corporal en Cristo”. El Dios que escogió amar fue el Dios que se encarnó y se hizo vulnerable. Así, para conocer mejor a este Dios no es necesario especular sobre su omnipotencia como un concepto, sino probar su amor vivencialmente en la persona del Nazareno.

Dios se reveló en la historia a través de relaciones afectuosas, y en Jesucristo esta revelación llega a su clímax. El Dios encarnado vino a buscar lo que se había perdido, y lo hizo procurando que hombres y mujeres respondiesen a sus gestos de ternura y que amaran a Dios por gratuidad. “Mira que estoy a la puerta y llamo”.

Cristo no fue manso y humilde solamente mientras estuvo aquí en la tierra. Él eternamente es así, como también lo es el corazón del Padre.

En cualquier relación no hay lugar para hablar de poder o de “potencias irresistibles” – sea de padre para hijo, de marido y mujer, o de amigos. Así también, categorías de fuerza en nuestra relación con Dios, sólo cabría si deseáramos afirmar que él, unilateral y soberanamente, decidió crear la humanidad para tener una familia.

Por lo tanto, podemos proclamar que Dios, el mayor y más perfecto amante, es frágil. Aprendemos como él es modelo y afirmamos: todos los que deseen amar, igualmente necesitan abrir mano de la fuerza para cautivar al otro.

Por eso, cuando se habla de divinidad, sólo se tiene el ejemplo de Cristo, el más humilde, el menor, el más siervo; que amó con tanta intensidad que su pasión es la más noble y digna fuerza; delante de su “debilidad”, caemos de rodillas.

Jesús, al contrario de lo que se espera de los ídolos, reveló la grandeza de su ser no subyugando, sino arrodillándose, no manipulando, sino suplicando, no imponiéndose, sino muriendo – “la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza humana”.

En la revelación judeocristiana se afirma que Dios creó al mundo con el objetivo de tener una familia; y para que eso sucediera en amor, él dio la libertad más radical – la de nosotros poder decir “no” al propio Dios. Por ese motivo existen miserables y tiranos, sufridos y opresores, vasallos y caudillos.

Entonces, la mejor respuesta para Epicúreo sería: – Tú tienes una noción errada de omnipotencia. Dios quiere, sí, acabar con el sufrimiento, pero no lo hará de acuerdo a tus equivocadas expectativas filosóficas –.

Dios soberanamente decidió construir la historia asociándose con el hombre; jamás forzando, él interpela a hombres y mujeres para concretar su amor en la sociedad.

No, la desgracia humana no invalida el amor de Dios, ella sólo nos muestra cuanto nos distanciamos de Él, el frágil y tierno amante.

Soli Deo Gloria.