23 de febrero de 2007

Inquietudes y exilio

por Ricardo Gondim

He hecho algunas afirmaciones que han causado furia en los campamentos conservadores del movimiento evangélico. Con cierta frecuencia recibo mensajes de creyentes, seminaristas y hasta pastores, preocupados con los “dimes y diretes” que se propagan tras los bastidores evangélicos sobre mis herejías.

Recientemente, conversando con una persona que yo consideraba con una mente preclara, supe que me había vuelto tan controversial que causaba estorbo.

Él quería distanciarse de mi porque se sentía responsable por la iglesia evangélica brasileña, que en su visión aún estaba “inmadura y sin preparación” para lidiar con asuntos delicados de la teología; y yo provocaba mucha inquietud.

No sin rodeos, me avisó que ya no podría caminar a mi lado. Terminamos nuestro almuerzo en un clima tenso. Noté que mi ex amigo tenía temor de ser visto con mi compañía. Nunca más conversamos.

Me acusan de superficial y falto de consistencia en mi labor teológica. Coincido plenamente con ese juicio de valor. Soy, justamente, un pozo de incoherencia, vacilo entre diversas teologías, me entusiasmo con la visión del mundo del libro más reciente que he leído y no logro definirme dentro de una escuela. A decir verdad, me veo en flujo, saliendo de una hermética escuela de pensamiento.

Por años, intenté leer la Biblia de acuerdo con la tradición “evangélica” más próxima del fundamentalismo norteamericano. Percibía la historia a partir de un optimismo determinista. Dije y repetí varias veces: “Todo va a salir bien; al final, el grito de la victoria pertenecerá a los creyentes”.

Recuerdo que elaboré mapas escatológicos para dar clases en la Escuela Dominical. Yo sabía exactamente el orden cronológico, los eventos y la configuración geopolítica de la Europa que preanunciaría el arrebatamiento de la iglesia. Hoy, me siento ridículo sólo de pensar que enseñé sobre “La Segunda Venida de Cristo” de acuerdo al dispensacionalismo de Scofield – un fundamentalista que dividió la Biblia en “dispensaciones”, limitando las acciones de Dios dentro de periodos definidos – la exégesis de él es bizarra. Se me puso la “piel de gallina” de la emoción cuando un amigo prometió que el Señor volvería corporalmente durante su tiempo de vida (él ya murió).

Ya creí que Dios controlaba la historia de una forma misteriosa y que determinó el comienzo, el medio y el fin de todo por medio de su remotísima providencia. Acepté como verdadera, la metáfora de Dios como un tapicero que teje la realidad, pero sólo nos deja ver la verdad de los hechos cuando le conviene.

Según esta visión de Dios, cuando nos enfrentamos con la desgracia, la miseria o la muerte, no debemos desesperarnos porque existe otra realidad, escondida para nosotros, en la eternidad; sólo que Dios no nos revela siempre lo que Él está haciendo.

Lamento recordar que ya intenté consolar a una madre que perdió a su hija, con el cliché: “Dios tiene un propósito para la muerte de su hija, pero sólo dirá el por qué cuando lleguemos al cielo. Por lo pronto, no nos es permitido conocer todos sus designios”. Perdí contacto con aquella madre, pero si ella estuviera en profunda depresión, o fuera atea, la culpa es mía.

Yo ya creí que Dios “premia” a algunos de sus hijos con milagros. Además, tuve la certeza que Él interferiría en nuestra historia dándonos alivio, prosperidad, sanidad, progreso, protección y longevidad. Sin embargo, no reflexionaba sobre sus criterios de justicia para realizar tales maravillas. Jamás comprendí que, si Dios nos ama gratuitamente, los milagros no pueden caer apenas encima de quien sabe orar mejor.

El gran cambio en mis conceptos sobre milagros sucedió el día en que vi un reportaje sobre los niños con sida en Congo. El periodista mostraba los pasillos inmundos de un pequeño hospital; gráficamente exponía el dolor de los niños gimiendo moribundos encima de finos colchones de plástico. Mis ojos gotearon lágrimas cuando se mostró la cámara de la morgue, ya sin lugar para tantos cuerpos. No resistí el llanto de las madres que enterraban sus “angelitos”.

En ese momento, pensé: “Si Dios es justo y ama gratuitamente, no es posible que él haga tanto milagros en mi congregación burguesa de San Pablo o en Dallas, en el millonario Texas, y le de la espalda a tanto sufrimiento en África”.

A partir de ese día, paré de querer explicar los agresivos horrores de la vida con estribillos repetidos hasta el cansancio. Hoy, me rehúso a contemplar la aflicción humana con cinismo religioso. No me basta con repetir que la raza humana cayó con Adán y, por eso, sufrirá todas las consecuencias de su pecado, aunque él no haya pedido nacer.

No puedo más celebrar mi salvación y mi suerte de ser bendecido, mientras que multitudes nacen, mueren y son enterradas sin siquiera tener un registro oficial de que vinieron al mundo. No se decir que aquellos miserables fueron creados por Dios como “vasos de deshonra”, meros dientes del engranaje celestial que exaltará a Dios, pero que morirán y arderán en el infierno para siempre.

No juzgo a quienes se contentan con verdades que aprendieron y que se volvieron sus convicciones vehementes.

Yo sólo quiero responder a los anhelos de mi corazón que percibe que Dios no es tan pequeño como yo creía; deseo conciliar mi percepción de la Biblia con la existencia que me rodea.

Cuando lo logre, dormiré en paz. Y eso basta, aún cuando me cueste algunos compañeros.

Soli Deo Gloria.