11 de febrero de 2007

Ira

por Ricardo Gondim

Soy pastor de una comunidad cristiana en San Pablo; lidero una red de iglesias esparcidas por Brasil, sumando entre veinte y veinticinco mil personas; conduzco diariamente un programa de radio también en San Pablo; escribo para dos revistas de circulación nacional y, porque mantengo una página en Internet, me siento miembro de la nuevísima comunidad de blogueros.

A pesar de eso, mi capacidad transformadora es insignificante. Mi voz, semejante a la de millones de brasileños, no representa casi nada; no soy conocido por las elites, nunca estuve en presencia de un presidente de la república y jamás usé un pasaporte diplomático.

Comparto el sentimiento de impotencia que se apodera de mis hermanos. Me siento frustrado, irritado, airado, indignado, no se ya que expresión usar con todo lo que sucede en mi tierra.

Presencié la elección de los nuevos presidentes de la Cámara de Diputados y del Senado con un loco deseo de comprar un megáfono, ir a Brasilia, y ponerme a gritar groserías en plena plaza pública. Tuve deseos de llamar a aquellos políticos bien acicalados, erguidos dentro de sus trajes nuevísimos, posando empavonados para las fotógrafos, con las palabras más vulgares de la jerga portuguesa.

Entiendo que el juego político es necesario; se que las luchas de poder suceden en todas las instituciones; comprendo que es “malo con los diputados, peor sin ellos”.

Nadie necesita darme clases de democracia (soy hijo de un preso político de la dictadura, y se del horror de los tiranos), pero, incluso reconociendo la necesidad de las instituciones, me puse rojo de rabia en la inauguración del nuevo Congreso.

Veo a mi país sangrando y los mismos latiguillos siendo repetidos. Siento que vivimos en medio de una insensibilidad humillante.

Ya nadie se acuerda de la alumna de la universidad de Río de Janeiro, victima de una bala perdida, que quedó cuadripléjica; ya nadie se acuerda de aquel señor que lloraba mientras desenterraban a su hijo de debajo de la cama de un soldado de la Policía Militar; ya nadie se acuerda de la fotografía de una adolescente prostituyéndose, sentada en el regazo de un viejo asqueroso del Amazonas; ya nadie se acuerda de las madres que enterraron a sus hijos muertos por falta de higiene en la Unidad de Terapia Intensiva de un hospital público.

Dos días después de las tragedias, llegan otros siniestros más espantosos y nos vamos acostumbrando; de horror en horror llegaremos al infierno preparado por los propios brasileños.

¿Quieren saber? Basta…

Para mí basta, ya que los evangélicos fracasaron y hoy la gran mayoría de la asistencia a los cultos está compuesta de personas infantilizadas por la religión.

Para mí basta, pues noto que el movimiento del cual ya hice parte no se interesa en la justicia nacional, no llora con los que lloran, y no defiende el derecho de los más frágiles. Ellos se reúnen en sus auditorios con una única preocupación: tener acceso a lo divino para eludir la realidad.

Para mí basta, ya que veo a la elite burguesa enriqueciéndose hace siglos, sin que nadie logre hacerla cambiar. Ella es perezosa, mezquina, egoísta e insensible a la miseria que se vive del otro lado del muro de sus condominios. La elite brasileña se preocupa prioritariamente en blindar sus vehículos, asistir a ridículos desfiles de moda en shoppings centers, concurrir a los mismos peluqueros famosos y caros de las modelos analfabetas, salir hecha “cotorra de pirata” en las páginas de las revistas chismosas, y comprar su ropa en Miami. Ella no está, ni soñando, con la miseria que crece sin parar.

Para mí basta, ya que los intelectuales nacionales se atontaron en la irrelevancia de su esnobismo, encerrados en sus torres de marfil, con textos herméticos y propuestas estrafalarias e inútiles de los teóricos de derecha o de izquierda.

Inmóvil e impotente, tengo ganas de patear el mástil central de este gran circo de lona desgarrada llamado Brasil.

No somos más que un pueblito sin ojos inyectados de sangre, una nación sin ímpetu.

Faltan pocos días para que el país se paralice de nuevo para ver a las escuelas de samba, patrocinadas por el narcotráfico, desfilando la desnudez de las mujeres más deslumbrantes que nuestra raza produjo.

Unos pocos gringos, con mayor libido que miedo a morir, van a babearse. Y nosotros, sentados en nuestros sillones por cuatro días, embriagados de cerveza y de sexo, olvidaremos que ya perdimos nuestra alma.

Murió un niño, y estoy con asco de los brasileños que eligieron a Clodovil, a Maluf, a Genoíno, a Palocci, a Collor, a Sarney, y a toda aquella farsa llamada Congreso Nacional. Siento náuseas, y mi infierno son los propios brasileños.

Murió un niño y no puedo dormir sin antes decir que, si pudiera, diría a mis patricios que nuestra perversidad está desbordando la medida de la ira divina.

Murió un niño, pero lo peor aún está por venir.

Morirán muchos otros, y continuarán las mesas redondas de idiotas discutiendo los chismes del fútbol.

Morirán muchos otros, y el shopping Daslu seguirá vendiendo pantalones de jeans a dos mil dólares.

Morirán muchos otros, y algunos pocos seguirán tomando vino de siete mil dólares en banquetes fastuosos.

Morirán muchos otros, y los pastores seguirán prometiendo abrir puertas de trabajo a quienes les den dinero en sus cultos.

Me cansé del libertinaje y no se que hacer. Estoy irritado con el cinismo y no se hacia donde voltear.

Antes que me olvide: el nombre del niño era João Hélio, y sus padres todavía están llorando mucho.

Soli Deo Gloria.


(N. del T. puede leer la noticia en español sobre la muerte de João Hélio dando click aquí o aquí)