6 de febrero de 2007

La historia aún no está terminada

por Ricardo Gondim

Las calles de Mumbai (antigua Bombay) exponen la miseria humana con gran exuberancia. Primero, debido a la densidad demográfica que amontona a las personas; segundo, porque millones de personas están condenadas a vivir por debajo de la línea de pobreza en un porcentaje arrollador. Mientras caminaba por el centro de esa ciudad de India, me encontré con un hombre tirado en una zanja. Inmundo, casi desnudo, literalmente él se retorcía en el lodo más hediondo que se pueda imaginar. Su imagen impregnó tanto mi alma que no logro olvidarlo. Muchas veces, cuando cierro los ojos para orar, aún lo contemplo y me pregunto si ya murió. ¿Aquel hombre fue creado por Dios para vivir y morir de esa manera? Cuando organizaba el caos inicial, ¿Dios planeó, en tiempos muy remotos, que él naciera en una casta baja? ¿Cómo la degradación de una criatura puede ser causa de gloria para Dios?

Otro incidente no me abandona. Fue un choque fatal que me marcó de manera indeleble. El auto que Carlitos conducía, golpeó de frente contra un poste, quitándole la vida. Era un niño de 19 años. Fui llamado, a las 5 de la tarde, para ayudar a Octavio, su padre, a retirar el cuerpo de la morgue. En el momento en que nos encontramos, él me abrazó y lloró convulsivamente, repitiendo: ¿Por qué Dios se llevó a mi hijo?

Entiendo que los dos ejemplos relatados son terribles. Pero nos ayudan a cuestionar si es posible aceptar pacíficamente que Dios controla todo lo que sucede en el universo. ¿Será que Dios está causando todos los pormenores? ¿Cada mínimo detalle fue planeado o permitido por Dios para que algún “buen motivo” sea alcanzado?

Durante el entierro de Carlitos, varias personas intentaron consolar a sus padres afirmando: “Dios debe tener muchos buenos motivos para llevarse a su hijo”. Claro que la expresión “llevarse a su hijo” no era más que un eufemismo para matar. Pero como nadie cree que Dios mataría a un muchacho en la flor de la edad por pura maldad, esos pensamientos eran suavizados por la creencia de que Dios hizo lo que hizo, con la pretensión de algún bien, tanto para el joven como para su familia. Generalmente se alega que ese “bien” todavía no puede ser entendido, pero que en un tiempo apropiado, Dios revelará los porqués de sus actos.

Paradójicamente, en una conferencia latinoamericana sobre la misión integral de la iglesia, un renombrado teólogo bautista afirmó que las favelas y el estado crónicamente carente de los pequeños países americanos no tienen nada que ver con Dios y sí con las estructuras económicas perversas del continente. Si la lógica sobre la muerte de Carlitos estuviera correcta, ese teólogo jamás podría afirmar tal cosa y tampoco Leonardo Boff podría decir en “Jesucristo Liberador” (Sal Terrae, 1994) que: ”[existe una] presencia de opresión y [una] urgencia de liberación. En la fe, muchos cristianos comprendieron que tal situación contradice el designio histórico de Dios: la pobreza constituye un pecado social que Dios no quiere”. Tanto la muerte de un joven como la miseria tendrían que estar bajo el mismo control. No se puede concebir un universo determinado y cerrado e indeterminado y abierto al mismo tiempo. Es necesario escoger entre ambos.

Esos traspiés, muchas veces, no son vistos ni percibidos. Pero, ¿será que esas y otras preguntas deben seguir sin respuestas? ¿Por cuánto tiempo se permitirá que la teología siga estimulando las tensiones entre lo que se estudia en los asientos académicos y lo que se vive en las comunidades de fe?

¿No ha llegado el tiempo de intentar responder por qué la humanidad vive atontada en tanto desamor? ¿No es hora de enfrentar, sin miedo, las discrepancias internas del cristianismo? ¿Qué tiene la fe cristiana para decir sobre el anacronismo de la historia, que para lograr la paz se hace la guerra, y para evitar la guerra se prepara para ella? De los 3.400 años que se pueden datar de la historia de la humanidad, 3.166 fueron años de guerra. Los restantes 234 años no fueron precisamente años de paz, sino de preparación para la guerra. Hay una alineación que permea toda la realidad humana, individual, social y cósmica. Simplemente responder esas preguntas afirmando que todo está previsto en la providencia eterna o que es por causa del pecado de Adán, son lo mismo que una huída simplista y deshonesta. Se vuelve necesario que los cristianos reaccionen delante de las idiosincrasias de la vida más sintonizados con la humanidad y menos sumisos a los dogmas de la teología.

Existen varios modelos pedagógicos para mirar la realidad humana. Primero, el cerrado. En ese modelo todo fue providencialmente creado por Dios y todo cumple un designio suyo; nada sucede sin que haya sido decretado eternamente por Dios. Todos los seres humanos que nacen, todas las guerras, todas las catástrofes, todos los gestos buenos y malos de todas las personas, simplemente cumplen un plan eternamente concebido por Dios. Ya que Dios nunca puede ser frustrado, no hay percances. El tren de la creación no descarriló en ningún momento y la humanidad navega como un navío que nunca salió de su ruta.

Pero, ¿cómo se explica la multiplicación de las cosas malas? ¿Cómo conciliar a un Dios omnipotente y a la maldad comprobada? En el determinismo teológico, se concluye que cada mínimo evento, bueno o malo, hace parte de un plan divino cuyo fin es dar honra y gloria a Dios.

Hoy otro modelo en que Dios decreta todo, incluso, que algunas dimensiones de su creación sean libres. Él posee, como creador, la prerrogativa de establecer a priori lo que quiere que suceda. Y con esa prerrogativa, él determinó que exista libertad real tanto para los seres humanos como para los ángeles. Así que, no todo lo que pasa en el mundo material o espiritual es de la voluntad de Dios. En ese modelo, Dios respeta a los seres humanos como legítimos cooperadores en la construcción de la historia y deja que muchas dimensiones futuras aún no existan para que el desempeño de la humanidad no sea ficticio, sino real.

Zwinglio M. Dias lo afirmó así (Discusión sobre la Iglesia desde América Latina, ed. Ciudad de México: Casa Unida de Publicaciones S.A., 1983):

“Al crear al hombre creador, el Dios creador –que no se identifica con ningún elemento de la naturaleza o del universo- lo hizo responsable por todo el mundo salido de sus manos. Al presentar al hombre primordial, Adán, las obras de su genio creador para que éste las nombrase, Dios no hacia otra cosa que entregar a su cuidado el dominio del mundo y de todo lo que en él hay. El Dios bíblico, por lo tanto, desacraliza Su obra al entregarla al hombre para que la sujete y disfrute de ella. Pues, será precisamente a través de esa actividad que el hombre descubrirá su identidad y la verdadera esencia de su naturaliza humana. Al hombre, es dada entonces, la posibilidad de inventar la historia bajo la dirección de Dios y en medio del responsable señorío que ese mismo Dios le ofrece sobre el mundo”.
Los teólogos que defienden el modelo cerrado, creen que Dios no puede, repitiendo las palabras de Einstein, “jugar a los dados con el mundo”. Entonces, ¿entregar la creación en manos de los hombres fue sólo una representación teatral? Para un gran segmento de la teología clásica sí, todo estaba terminado y determinado por Dios, y las acciones creadoras del hombre eran sólo para la maduración del propio hombre. Ninguna elección, en último análisis, alteraría en nada lo que ya fue predeterminado. Para esos teólogos, Dios es el Todopoderoso que no puede permitir que algo suceda contra su voluntad. Por lo tanto, su soberanía se impone sobre todos los otros atributos y no hay ningún hecho que no haya sido determinado por el propio Dios.

Ese pensamiento teológico perpetúa las concepciones griegas sobre la divinidad, y dentro de ese modelo es absolutamente lógico y coherente. Al criticarlo, no se intenta desmerecer la influencia helénica en la comprensión de Dios. Se le debe al pensamiento griego el dialogo entre creyentes y filósofos mientras el cristianismo se expandía en occidente. Más tarde, en la modernidad, los pensadores cartesianos que cuestionaron la verdad, tuvieron enormes dificultades para invalidar el cristianismo, gracias a los paradigmas griegos que fundamentaban diversos elementos de la fe. Sin embargo, como se promovió en la Reforma, la iglesia necesita continuar reformándose. Ella no puede detenerse en aquella visión griega del mundo y de Dios. Cada generación necesita elaborar la teología de su época.

Si los medievales proyectaron en Dios conceptos sociales y políticos propios de su época, la generación actual no necesita repetirlos. Contemplar a Jehová como los griegos contemplaban sus ídolos del Areópago o como los romanos obedecían a sus déspotas reyes del siglo V, representa una actitud dogmática y oscurantista inaceptable.

Se puede leer la Biblia con otros lentes. Sin despreciar la tarea doméstica ya hecha por los concilios, teólogos y antiguos eruditos de la fe, es posible resignificar algunos postulados cristianos que venían siendo aceptados sin cuestionamientos. Algunos de ellos, debido al avance de las ciencias sociales, no pueden más ser concebidos. En los tiempos de Pablo, se toleraba la esclavitud. En su epístola a Flemón, él no denuncia explícitamente ese comercio nefasto. Hoy, nunca se admitiría que un líder cristiano pidiera al dueño de un esclavo que se comporte, apenas, con más humanidad. Son actualizaciones sociales y conceptuales de ese tipo que es necesario que sucedan con otras “verdades” intactas por la teología.

En la posmodernidad es posible leer la Biblia sin la preocupación de probarla históricamente. Los nuevos conceptos filosóficos sobre la verdad ya no obedecen a los paradigmas de la racionalidad iluminista. Así que, no es equivocado, y tampoco invalida la inspiración del Espíritu Santo, considerar los relatos del Génesis como poesías alegóricas que celebran el “fiat” Creador y no como verdaderos relatos de física y biología sobre el origen del universo.

Pero el fundamentalismo, hijo de la modernidad, no piensa así. Él trabaja con las mismas herramientas que los pensadores de la modernidad. Charles Hodge proclamó que la “religión tiene que luchar por su existencia contra una vasta clase de científicos” (Em Nome de Deus, Armstrong, Cia das Letras, 168). Principalmente los evangélicos norteamericanos, reaccionaron para mostrar a la “vasta clase de científicos” que la fe cristiana podía ser explicada siguiendo una metodología imparcial y empírica. Karen Armstrong denuncia la futilidad de esa mentalidad (Armstrong, 2000:167):
“Se trata de un deseo comprensible, pero los mythoi de la Biblia nunca pretendieron ser fácticos. El lenguaje mítico no puede traducirse en lenguaje racional sin perder su razón de ser. Como poesía, ella contiene significados demasiado complejos para expresarse de cualquier otra manera. Al intentar transformarle en ciencia, la teología sólo consiguió producir una caricatura del discurso racional, porque esas verdades no valen al momento de la demostración científica. Ese logos espurio inevitablemente contribuirá para desacreditar aún más la religión”.
Los evangélicos latinoamericanos florecieron bajo esa bandera; siempre intentando transformar la Biblia en un libro “científico”. Cuando Hodge publicó su Teología Sistemática en 1873, había un claro esfuerzo por demostrar que el teólogo no debía buscar significado más allá de las palabras, sino “organizar y sistematizar las claras enseñanzas de las Escrituras”. Para él, la verdad era obvia y estaba terminada, bastaba darle una codificación “científica” y ella se volvería conocida por todos. Esa predisposición fundamentalista de usar las herramientas cartesianas en el abordaje de la Palabra de Dios, significa que cada palabra de la Biblia es inspirada y no pueden perderse con alegorías o simbologías.

En los últimos años, el fundamentalismo, bajo un manto moralista y defendiendo la política de derecha, ganó nuevo impulso en los Estados Unidos. Desde que Jerry Falwell y otros líderes evangélicos crearon la Mayoría Moral, recrudeció la faz más beligerante del fundamentalismo. En la elección de Bill Clinton en 1992, Falwell anunció que Satanás estaría suelto en Estados Unidos, y que él sería responsable por el derrocamiento final de su país. Con la elección de George W. Bush, el fundamentalismo hizo víctimas. La iglesia evangélica, en su vasta mayoría, apoyó ostensiblemente la guerra en Irak (más de cien mil muertos), invocando el concepto de guerra justa del Antiguo Testamento. Se siguió la lógica de que Dios colocó al presidente en su cargo, y todo lo que él hiciera obedecería a la guía de la providencia eterna. Bush, aliado de Dios, ¡jamás podría equivocarse!

No obstante, existen grandes segmentos cristianos y evangélicos que estudian la Biblia sin necesidad de conferirle el carácter científico de sus predecesores fundamentalistas. Ellos no desmerecen la revelación o la inspiración del texto sagrado, sólo usan lentes más humanas y contemplativas para percibirlo. Esos pensadores y teólogos procuran apartarse del “Dios-potencia” concebido de los paradigmas medievales, para el “Dios-relacional” y afectuoso que Jesús de Nazaret reveló a los hombres. En este énfasis teológico no se estudia sobre Dios, fragmentando la Trinidad. El Padre, Hijo y Espíritu Santo pueden ser amados en el contexto de la “comunidad eterna y feliz”.

La historia no está completa. Dios aún llama a artesanos para ser sus cooperadores. Esa convocatoria no subestima el poder del pecado, pero exalta la gracia. Comparto la idea que Dios apuesta en los hombres ayudando en la construcción del porvenir. Basta que se acepte la invitación de Miqueas 6:8:
“¡Ya se te ha declarado lo que es bueno! Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor: Practicar la justicia, amar la misericordia, y humillarte ante tu Dios”.
Soli Deo Gloria.