8 de enero de 2007

Caballo chúcaro

por Ricardo Gondim

La vida es un caballo chúcaro. No obedece pronósticos, no sigue vaticinios, no posee lógica. Cuando queremos llevarla hacia la derecha, muchas veces, sigue de frente; cuando descansamos creyendo que continuará hacia delante, se empaca con un marasmo irritante. Desperdiciamos parte de nuestra existencia imaginando que cabestraremos ese potro salvaje, controlando la vida.

Ciencia y tecnología, con toda su soberbia académica, imaginaron un día colocar las variables de la vida bajo su mando. Las admirables conquistas médicas, meteorológicas o cibernéticas, se encuentran lejos, muy lejos, de subyugar tal potro.

El siglo XXI se inició con una resignación global. Las desilusiones del siglo pasado fueron tantas, que pocos aun sueñan con la posibilidad de volver la vida más domesticada. Las ideologías políticas, otrora fuertísimas, capitularon delante de las fuerzas del mercado. Las democracias más fuertes ahora necesitan de marketineros para ser viables. Los candidatos a cargo públicos pasaron a ser vendidos como jabones.

La inquietud persiste: ¿cómo hacer el futuro un poco más previsible? Sobró la religión. Los templos llenos demuestran la necesidad humana de anticiparse a los accidentes, prevenir intemperies y protegerse de lo inusual. Con el desencanto posmoderno, se avivó la creencia que, al cumplirse exigencias religiosas, Dios protegerá a sus hijos dentro de un caparazón. Con Dios, prometen los místicos, ningún mal sucederá. Los credos repiten, ad nauseum, fórmulas de como “cerrar el cuerpo”, “quebrar maldiciones”, “recibir milagros”, “alcanzar gracia”; expresiones que sólo expresan el vano esfuerzo de enjaular el futuro.

Pero es inútil intentar poner lo imponderable sobre rieles fijos.

La búsqueda por el milagro de volver el día a día más plácido, previsible, sin conmociones y sin sorpresas desagradables no encuentra eco en la tradición judeocristiana. Jesús enseñó a sus discípulos que Dios trabajaría en el contenido de sus corazones incluso teniendo en cuenta que el mundo está repleto de lobos, con las amenazas y peligros de la naturaleza, y preso de un sistema cósmico regido por Satanás.

Por lo tanto, sólo viven los que aprenden a lidiar con lo menos cuatro dimensiones de la existencia: etapas, emociones, decisiones y relaciones.

Las etapas componen el flujo de la historia. En ellas, hay periodos claros: infancia, adolescencia, vida adulta, media y tercera edad. No vive quien no consigue apreciar cada fase con sus bellezas, limitaciones y desafíos.

Las emociones son las reacciones humanas delante de los eventos, acompañadas de picos de euforia y valles de tristeza. No vive quien no sepa lidiar con el sube y baja emocional.

Las decisiones representan el grado de libertad que todos disponen y que abren de par en par nuevas avenidas en el mañana siempre inédito. Pero, conviene recordar, la libertad humana es limitada. Nadie escogió el sexo, el color de su piel, su herencia genética y ni siquiera el lugar donde nació. Nadie elige si tomará agua; todos, sin embargo, pueden decidir donde y con que líquido saciar su sed. Saber como escoger en las vicisitudes, es el secreto de la vida.

Las relaciones significan que el ser humano no es una isla; todos dependen de todos. Vivir es relacionarse. No vive quien no sepa lidiar con el prójimo y quien, pacientemente, no aprenda a amar y ser amado.

El alazán continuará arisco e indomable. Así que, sólo vivirá quien respete sus etapas; quien lidie con sus fluctuaciones emocionales; quien acoja los desdoblamientos de sus decisiones; y quien habite alegremente con un hermano de la vasta familia de Dios.

¡Y que venga lo que venga!

Soli Deo Gloria.