22 de enero de 2007

Estoy en contra de los ahorcamientos

por Ricardo Gondim

Victor Hugo escribió un clásico contra el patíbulo, el cadalso, la guillotina.

Leí de corrido “El último día de un condenado”. No pude despegar los ojos del relato sobre las sensaciones, angustias y desesperación de un condenado, antes de pagar la más alta sentencia impuesta por los hombres.

En el libro, el novelista francés no exime al sistema penal de su patria, que se juzgaba con derecho de ejecutar a alguien.

En el prefacio de la obra de 1832, escribió:

“El edificio social del pasado se apoyaba en tres columnas: el sacerdote, el rey y el verdugo. Hace ya mucho tiempo que una voz dijo: “¡Los dioses se marchan!”. Últimamente se ha alzado otra voz para proclamar: “¡Los reyes se van!”. Y ahora se eleva otra que afirma: “¡El verdugo se va!”.

A quienes lamentan la supuesta ausencia de los dioses podemos decirles: Dios se queda. A quienes lamenten la de los reyes podemos decirles: queda la patria. A quienes lamenten la del verdugo, no tenemos nada que decirles.

Y el orden no desaparecerá con el verdugo, no lo creáis. La bóveda de la sociedad futura no se hundirá por no disponer de esa odiosa clave. La civilización no es más que una serie de transformaciones sucesivas. La benigna ley de Cristo impregnará al fin la ley y resplandecerá. Se considerará el delito como una enfermedad, y esa enfermedad tendrá sus médicos que sustituirán a los jueces; sus hospitales, que sustituirán a las cárceles.

La libertad y la salud se asemejarán. Donde antes se aplicaba el hierro y el fuego se aplicará el bálsamo y el aceite. Se tratará con caridad el mal que antes se trataba con cólera. Esto será tan sencillo como sublime”.
Recibí hace poco un mensaje electrónico de un “protestante-calvinista-fundamentalista” defendiendo la pena de muerte – en una obvia alusión al ahorcamiento de Saddam Hussein.

Su lógica, aunque bien nutrida de citas bíblicas, me lleno de espanto. Inmediatamente pensé: “No puedo admitir que el mensaje de Jesús aun produzca personas así, inclementes y ávidas de juicio”.

Entonces, entre la ortodoxia de ese escritor brasileño y la visión romántica de Victor Hugo, me quedo con el francés.

Soli Deo Gloria.