28 de diciembre de 2006

Mi amor por el libro

por Ricardo Gondim

Mi padre leía obsesivamente. Todas las veces que lo sorprendía, abriendo la puerta de su cuarto sin golpear, lo encontraba con un libro en la mano. Él estaba suscripto por lo menos a dos revistas de noticias semanales y varios pasquines. Él compraba folletos subversivos no se donde y los traía peligrosamente a casa. Papá era profesor de historia, pero su mayor fascinación era la Segunda Guerra Mundial. En su biblioteca, sobraban tomos, fotografías y artículos sobre el conflicto que marcó su infancia.

Sólo hay un tipo de consumismo al que no me opongo: comprar libros. Por cierto, todas las veces que entro en una librería, gasto más de lo que puedo – divido en cuotas lo que no logro pagar al contado. No imagino hacer cualquier viaje en avión sin leer todo el tiempo. Sólo hay un momento donde odio el sueño, cuando estoy ávidamente envuelto en una novela.

Antiguamente resumía mi lectura a los textos conceptuales, de no-ficción. Por causa de mi necesidad de aprender a escribir – falté a las clases de portugués de la escuela secundaria – aprendí a devorar literatura brasileña y portuguesa. Hoy mastico con igual apetito, biografías, novelas, poesía, ficción científica y cuentos. Los libros gruesos ya no me meten miedo. Soy capaz de perseverar en mil páginas.

Tengo tanta avidez de compensar los años perdidos en que no abrí una página, que hago vigilia hasta altas horas de la madrugada para terminar un libro – sólo no paso toda la noche despierto, porque, casado, obedezco ordenes superiores, que vigilan por mi salud.

Creo que el libro hace parte de la conspiración divina. Cuando Dios quiso hablar a los hombres, no hizo pirotecnia celestial, nomás inspiró a hombres que escribiesen. Por eso, todas las veces que Moisés subía a la montaña, Jehová le mandaba traer un bloc de anotaciones. Tiene razón la frase latina: Scripta manent, verba volant – “Lo escrito queda, las palabras vuelan”.

Digo sin miedo: todo libro es sagrado. El libro es el relicario santo donde se registran las memorias, las fantasías, las angustias, los miedos, el coraje, la grandeza y los pecados de la humanidad.

No existe libro impuro, sólo el mal escrito. La literatura es la más completa de todas las artes. Si un personaje de una pintura, escultura o cine aparece contemplando la hierba, nadie conocerá con exactitud lo que él piensa. El buen escritor, no obstante, discierne no sólo sus pensamientos sino también lo que mueve sus entrañas.

Alabado sea el libro, pues sin él no conocerías el amor trágico de Tristán e Isolda, de Romeo y Julieta, y de Benito y Capitolina*; jamás celebraríamos el valor enloquecido de Don Quijote; no sabríamos sobre la fuerza de los celos en Otelo; y nunca participaríamos de la valentía del capitán Ahab.

Jorge Luis Borges afirmó que, en su vida, buscó más releer que leer. Él decía: “Creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído”.

Borges, ya sin vista, hizo una linda declaración de amor al libro:

"Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 (él describió eso en 1978) de la Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con lo mapas y grabados que no puedo ver; y sin embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del libro. Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres”.

La humanidad no vive solo de pan, sino de palabras. En el libro no se encuentra sabiduría pura y simple, en él está la fuente de la felicidad. Dios es escritor y los que quieren llegar a Él, necesitan aprender a disfrutar el leer.

Soli Deo Gloria.


* (N del T) personajes de la novela “Don Casmurro”, del escritor brasileño Machado de Asís.