La desesperación de tener que agradar
por Ricardo Gondim
Siento melancolía al recordar el día en que Juan corrió a mi lado. El tenía 25 años de edad y era delgado; por eso, no necesitaba esforzarse para mantener mi ritmo. Con aliento de sobra, de repente, Juan comenzó a contarme que se sentía deprimido. Le pregunté si identificaba alguna causa para su tristeza. “Miedo de fracasar”, retrucó, entre un paso y otro.
Durante el resto del recorrido procuré mostrarle que podía descansar, pues Dios nos ama sin reclamar desempeños y, aunque nunca alcancemos el éxito, continuamos siendo queridos por él; le dije que Dios, al contrario de las personas, no desiste de fracasados. Sin embargo, dos semanas después, lloré: Juan se había suicidado.
Juan tenía miedo al futuro y, por más que se haya esforzado, no logró revertir su desesperación. Su muerte me desmoronó. Había aprendido a amarlo. Mis consejos y oraciones, aliados al cuidado de otros cristianos, no lo ayudaron. Nada, absolutamente nada, revertió su desánimo, y él se castigó con el acto más desastroso – castigando a todos nosotros.
Angustia y depresión son parte de nuestra existencia. Varios personajes de la historia secular y bíblica intentaron huir dentro de cavernas oscuras en momentos semejantes; abatidos, ni siquiera imaginaban encontrar fuerzas que les devolviesen la esperanza. Esa apatía no les quitaba solamente el sueño; despiertos, tenían que convivir con un pesimismo infinitamente triste. Pensamientos mórbidos no son infrecuentes, sin embargo, no precisan terminar de forma tan horrible.
En el trágico suicidio de Juan aprendí que las personas no tienen, necesariamente, miedo de morir, ellas se aterran pues no saben vivir. La inevitabilidad de la muerte no les asusta, ellas sólo quieren evitar una vida sin valor, que viene de la noción de que existimos, pero desapareceremos sin importancia.
El escritor Milan Kundera afirmó: “Todo el mundo tiene dificultad de aceptar el hecho de que desaparecerá, desconocido y desapercibido, en un universo indiferente”. Eso explica por qué algunas personas se esfuerzan tanto en realizar algo extraordinario –hasta cometer un crimen. Todo el mundo quiere ser valorado en vida y recordado después de muerto.
Meses después me contaron que Juan pasó su infancia angustiado con el deseo de agradar a su padre, pero intuyendo que nunca lo conseguiría. En la adolescencia jugaba al fútbol con los ojos fijos en las gradas, esperando ganar una sonrisa de aprobación que nunca llegó. Juan se recibió de ingeniero, pero, avergonzado, no celebró: no alcanzó la nota máxima en todas las materias. Así que, al proyectar su vida futura, se deprimía anticipando posibles fracasos.
Me preocupa que el mundo religioso occidental enfatice tanto las exigencias rigurosas de un Dios difícil de agradar. La mayoría de los evangélicos brasileños nunca coincidirían con esto que Gilberto Gil canta: “Si yo quisiera hablar con Dios / Tengo que aceptar el dolor / Tengo que comer el pan / Que el diablo amasó / Tengo que volverme un perro / Tengo que lamer el suelo”. No obstante, el comportamiento de la mayoría confirma el contenido de la música. La espiritualidad que se difunde y prevalece actualmente oprime a las personas con pesadas cargas. Se multiplican a través de Brasil iglesias que no dejan a las personas olvidar sus deudas delante de un Dios implacable en la defensa de su ley.
En esa religión nadie descansa, ya que se culpan las inconveniencias humanas por los reveses de la vida, y todo contratiempo sucede como resultado de pecados o de eventuales brechas por donde el diablo entra. Multitudes llenan esas iglesias, ávidas por saber como agradar a un Dios mañoso. De ese modo, rinden culto sin esperar jamás afecto o compasión de parte de él. Todo se resume en como conseguir alejar el mal y “alcanzar bendiciones”. Si alguien anhela “conquistar” el amor divino, precisará hacer sacrificio, pasar por ritos punitivos y, lógicamente, dar ofrendas.
Las personas no necesitan de ese tipo de religión, la carga de vivir ya les pesa. Ellas carecen de un mensaje diferente: Dios no desiste de amar, aún cuando sus hijos no lo merezcan. Su amor es leal. Nada disminuirá su compromiso de ofrecer su amor para que sus hijos crezcan.
En la parábola del pródigo, el Padre le dice al hijo mayor: “Todo lo que tengo es tuyo”. Esa frase necesita hacer eco en la mente de todos los cristianos, pues ella contiene la promesa bíblica de que somos coherederos con Cristo. Dios no estima a las personas por su capacidad de cumplir mandamientos o alcanzar niveles excelentes de santidad, él ama gratuitamente.
Lloré con la muerte de Juan, pero solidifiqué mi percepción de la gracia. El bien que Dios vacía sobre sus hijos no viene atado al desempeño y él no abandona a los malogrados.
Nadie precisa tener miedo de fracasar, porque nadie precisa merecer el amor de Dios. Punto final. Así que cualquiera puede sentirse invitado al banquete divino, y colocarse rumbo al fantástico proyecto de ser formado a imagen de Jesucristo.
Soli Deo Gloria.