14 de diciembre de 2006

Para no volverse loco

por Ricardo Gondim

Todos pueden enfermar mentalmente. No hay nadie sobre la faz de la tierra que no se encuentre sujeto a depresiones, neurosis y hasta brotes psicóticos. Ya acompañé a personas que, empujados por la vida, llegaron hasta la frontera del infierno, no soportando las presiones. Algunas fueron internadas en clínicas psiquiátricas, otras se volvieron alcohólicas, muchos se volvieron adictos. Ya me vi obligado a enfrentar la dura realidad del suicidio. Dos muchachos, miembros de mi iglesia, se mataron en ocasiones diferentes dejando amigos y familiares destrozados.

Ya presencié el triunfo de muchos que resistieron los embates existenciales. Esos, aunque tambaleantes, pudieron retomar sus vidas. Cuando me acuerdo de ellos vuelvo a creer en el poder del compañerismo, de la fe, de la esperanza, y en la presencia, muchas veces imperceptible, de Dios.

Miro hacia atrás y reconozco cómo les auxilié para no volverse locos. Hasta por intuición, les recordaba (como siempre me recuerdo a mi mismo) sobre nuestra humanidad. Somos hechos de luces y sombras. Todos tenemos virtudes y pecados, somos excelentes y ordinarios.

Los neuróticos no pueden vivir con esa realidad y pretenden controlar sus sombras. Por más que se esfuercen, una y otra vez, se sorprenden con las erupciones de un volcán sombrío que duerme dentro de ellos. Entonces, intentan compensar sus vicios, huyendo hacia mundos irreales. Como no logran vivir en paz con sus defectos, intentan mudarse a dimensiones de fantasía. Las neurosis se caracterizan por comportamientos repetitivos cuyo objetivo es camuflar defectos, tan propios de nuestra humanidad. El neurótico se esfuerza por evitar asumir que no es perfecto. Neurosis significa no saber convivir con la realidad humana.

Los psicóticos, por su lado, intentan arrancar sus sombras. Ellos no aceptan el que puedan existir defectos y se rehúsan a afrontar cualquier incoherencia interior. Para no enfrentarse con la realidad, son más radicales: se amputan los ojos. Así, destituidos de toda capacidad de ver su humanidad compuesta de bellezas y fealdades, tampoco pueden ver el mundo. Enloquecen porque se desligan completamente de la vida.

Ya viví tristezas profundas. Mi alma se retorció de dolores atroces, ya me encontré cara a cara con el diablo. Casi perdí el equilibrio, el brío y las ganas de vivir. Si no fuera por mi esposa y unos pocos amigos, no se adonde llegaría mi desesperación.

Desistí de encarnar el mito de la perfección. Ahora, no me flagelo cuando constato mis vanidades. Paré de golpearme cuando me sorprendo con mi vileza, inseguridades y narcisismo. Estoy aprendiendo a convivir conmigo mismo.

Mi paz viene de saber que soy amado y querido por Dios, con mis luces y sombras. El está satisfecho conmigo, aún conociendo mi condición y sabiendo que soy polvo.

Quien no quiera enloquecer, reconozca su humanidad. Detenga cualquier intento de disimular sus sombras con agitación, y desista de continuar convenciéndose de que ha alcanzado la santidad perfecta. Ella sólo le pertenece a la divinidad.

Soli Deo Gloria