18 de diciembre de 2006

Como si Dios no existiera

por Ricardo Gondim

En el siglo pasado, Kart Marx y Sigmund Freud representaban dos grandes amenazas contra la religión. Marx afirmaba que la iglesia sirve a intereses ideológicos de control político y de subyugación económica. Freud, por su lado, percibía los mecanismos infantilizadores de la religión cuando los sacerdotes proyectan en Dios nuestro deseo de un padre perfecto. Para él, la práctica religiosa condena a hombres y mujeres a vivir como eternos infantes, siempre necesitando de intervenciones sobrenaturales para enfrentar las amarguras de la vida.

Es necesario confesar el error. Ambos leyeron a las instituciones religiosas de sus días correctamente, principalmente la cristiandad. Desde Constantino, el reclamo de poder se mostró arrasador e irresistible en las iglesias. Infelizmente, las enseñanzas del Nazareno fueron usadas para validar el expansionismo imperialista y colonialista de los grandes imperios que se autoproclamaron cristianos. Padres, pastores, obispos, se vistieron como la gran prostituta del Apocalipsis y se entregaron por cualquier precio. Monarcas besaron anillos episcopales mientras obligaban a sus dueños a lamer sus botas. De esta manera, los mercachifles del templo necesitaron distribuir opio religioso para poder hacer la vista gorda y bendecir innumerables carnicerías – de los zares rusos al Batista cubano; de las necias aventuras de Isabel La Católica a los dos Bush, padre e hijo.

La adoración al “Dios proveedor” occidental le dio la razón a Freud, que denunciaba los recintos religiosos como incubadoras de oligofrénicos. El proselitismo misionero fue hecho, en gran parte, necesitando una espiritualidad funcional. En la tentativa de mostrar la superioridad de Jehová sobre las demás divinidades, se creó una fascinación por los milagros. “Nuestro Dios funciona”, clamaron los evangelistas por siglos. De ese modo, lo sobrenatural pasó a ser comprendido como una intervención legitimadora de aquel que es el verdadero “dueño del pedazo”. Así, los creyentes adictos a milagros se condenaron a la freudiana dependencia infantil.

En mi opinión, sólo sería posible rescatar el mensaje de Jesucristo si la religión abriese mano de sus jerarquías institucionales, depusiera elites, democratizase el acceso a Dios, y vaciara los rituales de la función de ser técnicas para obtener bendiciones. Es importante que repensemos la fe, siguiendo el ejemplo de Jesús que vivió sin necesitar milagros y murió sin apelar a los ángeles. Iguales a él, necesitamos vivir sin ser los bozales de la religión y sin las intervenciones de Dios.

Concuerdo con John Hick en “Evil and the God of Love” (New York, Harper & Row; London, Mcmillan, 1966, p. 317):

“Al crear personas finitas para amar y ser amadas por él, Dios necesita dotarlas con cierta autonomía relativa en cuanto a sí mismo”. ¿Pero cómo puede una criatura finita, dependiente del Creador infinito, y su propia existencia y a cada poder y calidad de su ser, poseer cualquier autonomía significativa en relación a ese Creador? La única manera que podemos imaginar es aquella sugerida por nuestra situación efectiva. Dios necesita colocar al hombre a distancia de sí mismo, de donde él entonces puede venir voluntariamente a Dios. ¿Pero cómo algo puede ser colocado a la distancia de alguien que es infinito y omnipresente? Es obvio que la distancia espacial no significa nada en ese caso. El tipo de distancia entre Dios y el hombre que crearía cierto espacio para cierto grado de autonomía humana es la distancia epistémica. En otras palabras, la realidad y la presencia de Dios no deben imponerse al hombre de forma coercitiva como el ambiente natural se impone a la atención de ellos. El mundo debe ser para los hombres, por lo menos hasta cierto punto, etsi deus non daretur, “como si Dios no existiera”. Él precisa ser cognoscible, pero apenas por un modo de conocimiento que implique una respuesta libre de parte del hombre, consistiendo esa respuesta en una actividad interpretativa no-compelida a través de la cual experimentamos al mundo como realidad que media la presencia divina”.

Una nueva iglesia necesita desvincularse de su fascinación por el poder, cualquiera que sea: político, económico, militar o espiritual. Repito, urge que hombre y mujeres construyan su humanidad, siendo sal de la tierra y luz del mundo, sin necesitar de repetidos socorros celestiales.

Soli Deo Gloria.