2 de mayo de 2007

Habitamos en la periferia del conocimiento de Dios

por Ricardo Gondim

“¡Y esto es sólo una muestra de sus obras,
un murmullo que logramos escuchar!
¿Quién podrá comprender su trueno poderoso?”
(Job 26:14)

Aquella fría mañana entré en mi oficina con ganas de cerrar la puerta y pedirle a la recepcionista que no me pasara ninguna llamada. Deseaba la soledad; no la melancólica y depresiva de los afligidos, sino aquella soledad introspectiva, que nos invita a la meditación.

Amanecí con sed de Dios. Tal vez haya sido tocado durante el sueño por el Espíritu generador de hambre espiritual. Tal vez algún aroma, un escenario o un sabor me recordaron lo que soy, esencialmente eterno.

Me senté y me dejé caer sobre el respaldo de la silla, como quien se despereza o se prepara para relajarse y descansar. Mi única prioridad, sin nada agendado para los próximos minutos, era Dios. Descansaría mi alma orando y meditando.

De repente, me vino un sentimiento estremecedor y misteriosamente insólito: “¿Quién es Dios?”, pensé. Así medio acostado en mi silla, confesé: “Señor, no se nada sobre ti”. Observé mis libros, que me espiaban inmóviles y alineados en los diversos estantes que rodean las paredes de la oficina, y una vez más admití: “Señor, ya he leído mucho sobre ti, y no se casi nada”.

Él es ese enorme misterio que por más que estudiemos, reflexionemos y aprendamos, continuamos siempre en la periferia de su conocimiento. No lograremos nunca agotar la naturaleza divina, ni siquiera definirla o explicarla.

Delante del Altísimo, nos sentimos como un niño que sujeta globos de gas. Multicolores, danzan sobre su cabeza y él nada sabe sobre los fenómenos físicos que hicieron que aquellos globos se mantengan levitando; nada sabe sobre la expansión del material que permite el llenado con helio. Él sólo sujeta los hilos, y estar conectado a semejante misterio lo hace feliz. Así somos nosotros. El misterio de la divinidad nos maravilla, nos deleita y nos llena de asombro; mientras tanto nos aferramos a Él por los hilos de la Revelación y sabemos que somos hijos amados. Eso nos hace felices.

Aquella mañana oré con temor y me sentí amado por Dios.

Soli Deo Gloria.