21 de mayo de 2007

Teología del Dios crucificado

por Ricardo Gondim

Mi teología está basada fuertemente en mi cristología. Tomo en serio la respuesta que Jesús le dio a Felipe; el apóstol que quería ver a Dios y creía que eso sería suficiente:

El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo puedes decirme: ‘Muéstranos al Padre’? ¿Acaso no crees que yo estoy en el Padre, y que el Padre está en mí? Las palabras que yo les comunico, no las hablo como cosa mía, sino que es el Padre, que está en mí, el que realiza sus obras. Créanme cuando les digo que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí; o al menos créanme por las obras mismas” (Juan14:9-11).

Mi teología intenta alcanzar la dimensión de aquello que Pablo reveló a la iglesia de los colosenses: “Él es la imagen del Dios invisible… Porque a Dios le agradó habitar en él con toda su plenitud” (Colosenses 1:15 y 19).

Entiendo que el mayor misterio de la fe cristiana fue la encarnación: Dios, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre y habitó entre nosotros. ¡Qué escándalo para los judíos y para los griegos concebir que la divinidad descendiese algún escalón, cuánto más que se volviera semejante (de la misma naturaleza) que la humanidad!

En la lógica cristiana, sin embargo, ese vaciamiento (kenosis) fue necesario para que Dios entrara en la historia, se sometiese a las contingencias de la existencia, fuera tentado, sufriera y muriera como cualquiera de nosotros.

De esta manera, su cuna fue forrada con el pasto que los animales comían; durante su infancia sus padres se refugiaron en un país extranjero; tuvo hambre, pasó por muchos inconvenientes y terminó con la misma suerte de millones de negros, menesterosos y mujeres que han padecido bajo regimenes totalitarios.

Entiendo, no obstante, que el vaciamiento de Jesús no significó que estando encarnado haya modificado su absoluta identidad con el Padre.

Su actitud, carácter, sentimientos, comportamiento, la manera de ser de Dios fueron plenamente expresados en Cristo: “el Padre vive en mí”. Jesús es la interface entre la humanidad y el Dios nunca visto.

Para entender como Dios trata a los desvalidos, basta con mirar a Jesús tocando a los leprosos; para entender la opinión de Dios acerca de los sistemas religiosos enfermos, basta con mirar a Jesús dando vuelta las mesas del templo; para entender el corazón de Dios por las multitudes, basta escuchar a Jesús: “Veo las multitudes como ovejas sin pastor”; para entender la frustración de Dios con la obstinación rebelde de las personas, basta con oír el lamento de Jesús sobre Jerusalén que rechazó anidarse bajo las alas del Altísimo.

La Trinidad habitó corporalmente en Jesús de Nazaret incluso, o principalmente, en la cruz. El Padre no se mantuvo distante de los horrores de la muerte de su Hijo. En la controversial película de Mel Gibson, para mi, el momento más contundente fue cuando Jesús murió y una lágrima cayó del cielo; su impacto en la tierra desequilibró el ambiente cubriendo todo de tinieblas y partiendo las rocas.

Bruno Forte, filósofo y teólogo italiano, reflexionó sobre ese momento:

¿Y el Padre? ¿Permaneció indiferente, prisionero de un “divino egoísmo” delante del sufrimiento del Hijo? ¿O no hay también un profundo sufrimiento del Padre, a pesar de estar oculto por la discreción del amor que sufre? En realidad, el Hijo fue enviado por el Padre: en ese envío ya hay un distanciamiento del Padre: “Le quedaba todavía uno, su hijo amado. Por último, lo mandó a él, pensando: "¡A mi hijo sí lo respetarán!" (Marcos 12:6, parábola de los labradores malvados). El Hijo hace “solamente lo que ve que su padre hace” (Juan 5:19): si el Hijo sufre, es porque el Padre sufre, precediéndolo en la Vía Dolorosa. Entre ellos hay una relación de entrega recíproca (“todo lo que yo tengo es tuyo… Juan 17:10), de recíproca inmanencia (“el Padre está conmigo” Juan 16:32). Esa relación llega a su clímax en la hora del dolor, cuando el Hijo sufriente revela el misterio del sufrimiento del Padre. El Padre, “el que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Romanos 8:32); fue quien amó tanto “al mundo, que dio a su Hijo unigénito (Juan 3:16). El sufrimiento del Padre corresponde al sufrimiento del Hijo “quien me amó y dio su vida por mí” (Gálatas.2:20).

Dios sufre en la cruz como Padre que entrega, como Hijo que se entrega, como Espíritu que es el amor que emana del amor sufriente de ambos. La cruz es la historia del amor trinitario de Dios al mundo: un amor que no soporta el sufrimiento, sino que lo elige. ("Jesus de Nazaré, História de Deus e Deus da História", pp. 26, Paulinas, p.26 - énfasis mío).
Cada vez entiendo un poco más la theologia crucis, o “teología del Dios crucificado”, no sólo como clave soteriológica, sino como revelación del propio Dios. Es en el grito agonizante del Calvario que sabemos el impacto que los dolores del mundo causan al corazón de Dios.

El sufrimiento humano es desmesurado. ¿Quién puede medir, pesar, en fin, concebir el dolor de las madres que ya han enterrado a dos o tres bebés, muertos a causa de la diarrea o la malaria? ¿Quién sabe del dolor de un padre que ve como su hijo muere, poco a poco, a causa del sida? Dios no sólo observa, sino que tiene com-pasión (sufre al lado) de todos.

Vuelvo a citar a Bruno Forte:
La mentalidad greco-occidental no sabe concebir mas que el sufrimiento pasivo, soportado y por lo tanto imperfecto, postulando así la impasibilidad de Dios. Contra esa mentalidad, el Dios cristiano revela un dolor activo, libremente escogido, perfeccionado en la perfección del amor: “Nadie tiene amor más grande que el dar la vida por sus amigos” (Juan 15:13).

El Dios cristiano no es ajeno al sufrimiento del mundo, no es espectador impasible de éste desde lo alto de su perfección inmutable, sino que lo asume y vive con la máxima intensidad, como sufrimiento activo, como don y ofrenda de donde surge la vida nueva del mundo.

Desde aquel viernes santo, sabemos que la historia del sufrimiento humano es también la historia del Dios cristiano. Dios está presente en la historia para sufrir con el hombre y para hacerle ver el valor inmenso del sufrimiento por amor. Dios no es “la oculta parte contraria”, a quien se eleva el grito del sufriente y del desolado; sino que es “en un sentido más profundo, el Dios humano, que grita en y con el sufriente, y que interviene a favor de él con la propia cruz, cuando el sufriente en sus tormentos enmudece.

Es el Dios que le da sentido al dolor del mundo, porque lo asume de tal manera que hace de él su propio sufrimiento. Este es el sentido del amor.

Contra le resignación fideísta y la rebelión atea, el Dios crucificado vuelve al hombre capaz de un sufrimiento activo, de un sufrimiento vivido en la comunión con todos los desolados de la tierra y en oblación al Padre, que lo recibe y le confiere valor.

Así que, la historia de los sufrimientos del mundo es transformada en la historia del amor del mundo. Por eso el Dios crucificado es la única verdadera novedad del vivir humano.

El hombre de hoy es probado por el sufrimiento de siempre, es dejado solo ante el silencio del Dios que fue declarado “muerto”, es oprimido por la injusticia y por la iniquidad. Ese hombre tiene necesidad del sufrimiento, al igual que el hombre de siempre. De ahí la necesidad de la “theologia crucis”, de la teología del Dios crucificado, que responda al grito del Dios agonizante y capte en él, abandonado, el sentido de los dolores del mundo.

Delante de la interrogación del dolor, delante del drama de la nada desde donde surge, la palabra de la cruz resuena como “evangelio” también para los hombres de hoy: “el dolor contra dolorem es el amor de Dios, el amor que quita nuestro dolor. Por esa, el mensaje del dolor de Dios es la buena nueva. Por eso, los cristianos no cesan de proclamarlo” (Bruno Forte, pp. 27).
El pobre no tiene donde encontrar fuentes de esperanza en un mundo donde “por detrás de las relaciones de intercambio de mercado existen relaciones de explotación”; en un mundo donde “por detrás de las relaciones de voto, existen relaciones de dominación”; en un mundo donde “por detrás de las relaciones de información, hay un proceso de alienación” (Emir Sader, revista “Caros Amigos”, pp. 40, abril de 2007). El frágil Nazareno, también llamado Hijo del Hombre, fue Dios encarnado que vivió igual a todos y sin embargo venció, y por eso es la inspiración de millones de excluidos.

El Dios que nos fue revelado tiene la cara de Jesús. La noticia más jubilosa que proclamamos no es sólo que Jesús sea idéntico a Dios, el Padre también es idéntico al Hijo.

Soli Deo Gloria.