Arrebatamiento
por Ricardo Gondim
¡Hace poco fui arrebatado hacia un viaje fantástico! Mi experiencia sucedió momentos después de acomodarme en el asiento del teatro donde presenciaría un recital inolvidable.
Reconozco que no estaba preparado para la avalancha de emociones que María Rita y Mercedes Sosa me provocarían aquella noche. María Rita comenzó y deslumbró, pero ella sólo preparaba el camino para la maravillosa estrella argentina.
Mercedes Sosa, con su notable voz, era la misma que nos había inspirado en los años rebeldes de la década del ’60. Para un auditorio de gente mayor como yo, ella, aunque desgastada por la edad, volvía a deslumbrar con antiguos éxitos; auténticos himnos latinoamericanos.
En el momento en que la musa de mi adolescencia entonó “Gracias a la Vida”, no me pude contener. Mis ojos se inundaron de lagrimas… intenté acompañar a la vieja indígena mientras lloraba sin sentir vergüenza.
¡Mi llanto fue feliz! En aquel ambiente profano, construí mi catedral para ofrecer culto por el aliento que anima la existencia; con ella honré el milagro de simplemente existir.
Celebré la vida sin culpas religiosas, sin temer que una guillotina cayera, en cualquier momento, sobre mi cuello… yo había perdido el miedo de ser castigado por pequeños deslices.
Celebré la vida al lado de pecadores que nunca imaginaron que un pastor protestante (también pecador) se hermanara a ellos en gratitud por los ojos que distinguen lo negro del blanco, por los pies cansados que andan por charcos y playas, por la capacidad de deletrear el abecedario y por la gratuidad de saberme vivo. Canté y mi canto se mezcló al de millares de hermanos y hermanas.
Celebré la vida sin ritos religiosos y, por increíble que parezca, sentí paz. Estaba feliz por recordar, en ese instante, el fondo de los ojos de quien amo, las direcciones de mis buenos amigos y el perfume de quien tanto admiro (¡como les encanta a los cearenses “dar aromas”!).
Mercedes Sosa cantó y yo me solté, silbé y aplaudí agradeciendo a Dios por el regalo de ser conducido por la música hasta la frontera de la eternidad.
Con aquella anciana argentina aprendí un poco más sobre el gran proyecto divino que nos quita de la mecánica del activismo y nos brinda, aunque sea por un momento, una pizca del Paraíso.
Aquella noche, a semejanza de Saulo de Tarso, fui arrebatado (no se si en el cuerpo o con el espíritu), hasta un cierto nivel del cielo.
Como él, tampoco puedo relatar todo lo que vi.
Soli Deo Gloria.