29 de abril de 2007

Sin puerto donde atracar

por Ricardo Gondim

Luego de cuatro horas crucé la línea de “Llegada” sin mayores dificultades –me resultó interesante que en Portugal se le diga “Meta” a ese lugar–.

Acababa de superar un maratón de más de cuarenta y dos kilómetros. Pero, como una mujer en trabajo de parto, me deshice en lágrimas por la confusa mezcla de dolor, agotamiento y alegrías indescriptibles. No sólo había terminado la prueba más dura de atletismo sino que paría una conquista personal, de ahí el gozo tan próximo a la maternidad.

El premio que me esperaba se resume a un apretón de mano de los organizadores del evento y una medalla, una idéntica fue entregada a los otros treinta mil participantes.

“¡Qué locura!, ¿para qué?”; “¿Qué es lo que tú ganas con un martirio como ese?”; “Auténtico masoquismo”. Mis amigos, preocupados con mi salud mental, hablan de esa manera porque no logran entender el por qué alguien gasta tres pares de calzados deportivos y meses solitarios de entrenamiento sólo para esa dificilísima prueba.

Algunos intentan explicar mi locura diciendo que correr es una inversión en mi salud futura –como si entrenar me librara de, algún día, desarrollar un cáncer–. Los más piadosos usan argumentos religiosos. Ellos quieren saber si, corriendo, “agrado a Dios”. Los que saben juntar espiritualidad y pragmatismo buscan medir la utilidad del ejercicio físico en relación a la espiritualidad –ya fui amonestado a leer, de rodillas, el texto en que Pablo prefiere los ejercicios espirituales, ya que, para él “el ejercicio físico tiene un valor menor”–.

¿Correr? ¿Para qué? Respondo con sinceridad: correr no tiene ninguna utilidad. Voy más allá, y confieso: durante los maratones nunca logré evangelizar a nadie; nunca me preocupé en defender a los indígenas del Amazonas; nunca reivindiqué una mejor educación pública para Brasil –y mi calvicie sigue allí–. En fin, nunca logré darle un propósito a mis carreras.

Sucede que corriendo, soy feliz. ¡Y eso es suficiente! Suena raro, pero hay gente haciendo cosas peores. Llegué a la edad en que aprendí, a duras penas, que no necesito estar siempre dándole sentido a lo que hago.

En esta época de mi vida, me rehúso a tener sexo para preservar mi matrimonio, quiero hacer el amor; a orar para ser aceptado y conseguir bendiciones de Dios, quiero ser un amigo íntimo de Él; a pagar el almuerzo porque debo invertir en una amistad, quiero sólo celebrar mis encuentros; a leer para tener buenos argumentos a la hora de la discusión, sólo quiero leer lo que me entusiasme; a ser bueno con el objetivo de recibir una corona de brillantes en la eternidad o para reencarnar rico y de ojos azules, quiero hacer lo que es justo sin desear compensación alguna. Estoy seguro que aprendiendo a vivir así estaré realizado, feliz, completo, pleno (no sé que expresión usar) y eso es suficiente.

El tiempo no es dinero, el tiempo es vida, por eso no pretendo vivir evaluando la “utilidad” de todo. Hoy en día, deseo aprender a hacer cosas “inútiles” como tomar un café expreso; pararme ante un cuadro de Rembrandt sin estar con prisa; escuchar música instrumental y percibir palabras y escenas inexistentes; reír y llorar al leer a Quintana; vestir mi pijama roto y abrir un Cabernet Sauvignon chileno para sentarme delante del televisor y sufrir con los partidos del Corinthians.

¡Que gran tontería, siempre querer vivir con propósito! De aquí en adelante, mi destino será apenas asumir mi “ricardía” con todo lo que eso pueda significar. Viajo sin puerto donde atracar.

Así, no quiero perseguir un ideal de felicidad ni exorcizar mis depresiones. ¡Qué necedad la mía! No sabía convivir con esa parte calma de mi personalidad –cuántas veces me culpé por no ser eufórico–. Hasta en mis monólogos más angustiados quiero vivir intensamente.

Recién ahora aprendí que no existen trofeos que codiciar, sólo tenemos momentos para ser experimentados. No voy a encontrar mi cenit existencial con estatus, cargos o títulos, voy a aprender a coleccionar nostalgias. Descubrí que la mejor forma de vivir es juntando nostalgias; sí, lo mejor de la vida es amontonar buenos recuerdos.

Voy a enfrentar la vida “sin pañuelo y sin documento”, “sin angustiarme por el mañana –basta a cada día su propio mal–”. Sólo quiero tener responsabilidad con la vida y nada más.

Antes de terminar este texto, no puedo dejar de mencionarlo: estoy entrenando para mi décimo maratón. Si logro superarme, creo que voy a llorar otra vez.

Soli Deo Gloria.