26 de abril de 2007

Las iglesias también mueren

por Ricardo Gondim

En Inglaterra entré a un salón de billar sintiendo náuseas. El vértigo que invadió mi cuerpo fue diferente a todo lo que ya había sentido antes. Las mesas verdes repartidas por todo aquel espacio me recordaban una morgue.

Me explico. Aquél salón había sido la nave de una iglesia que, debilitada a través de los años, terminó por venderse. El pastor que me llevó a esa insólita visita me contó que en Inglaterra hay un gran número de iglesias que murieron lentamente. Por causa de los altos costos de mantenimiento, lo único que les quedaba al remanente era negociarlas. Los mayores compradores, según él, son árabes, dueños de tiendas de antigüedades e, infelizmente, de bares y clubes nocturnos.

Viendo el pulpito tallado en piedra con inscripciones de textos bíblicos –“Predicamos a Cristo crucificado”; “La sangre de Cristo nos limpia de todo pecado”–, volví en el tiempo y recordé que aquella iglesia fundada durante el avivamiento wesleyano había sido un espacio de mucha vitalidad espiritual. Las placas de piedra y mármol, todavía adheridas a las paredes, mostraban que en aquel altar –ahora la barra de un bar– predicaron pastores y misioneros ilustres. Imaginé aquel gran espacio, hoy lleno de hombres vacíos, repleto de personas ansiosas de participar del mover de Dios que se esparcía por toda Inglaterra. Me pregunté: “¿Qué fue lo que llevó a esa congregación a morir de forma tan patética?” En mi monólogo, pensé en Brasil.

Al igual que durante el avivamiento wesleyano, experimentamos un crecimiento numérico en las iglesias brasileñas. Hay una efervescencia religiosa en nuestro país. Los suburbios de las grandes ciudades están llenos de templos evangélicos, todos repletos. Grandes denominaciones compran estaciones de radio y televisión. Los cantantes evangélicos graban y venden muchos discos. Se publican revistas y libros. Se comercializan todo tipo de baratijas religiosas en varias librerías, que también se multiplican, vinculadas entre sí por el sistema de franquicias. Por otro lado, distinto a lo que sucedió en Inglaterra, el despertar religioso brasileño tiene una consistencia doctrinaria dispersa, demuestra poca preocupación ética y un mínimo impacto social.

Las consecuencias de estas comprobaciones son preocupantes. Si, con toda la firmeza doctrinal, ética y disciplina anglosajona, aquellas iglesias murieron; ¿lo mismo puede suceder en Brasil? Desafortunadamente, sí. Las razones que acabaron con innumerables congregaciones europeas, obviamente, son distintas. Allá hubo un fuerte movimiento anticlerical motivado por la secularización del Estado y de las universidades. La teología liberal debilitó el fervor evangelístico y los procesos de institucionalización aplicados a lo que era apenas un movimiento, le tiraron la última pala de cal a los sueños de los antiguos renovadores ingleses.

¿Cuáles son los peligros que amenazan el futuro del movimiento evangélico brasileño? Algunos ya se muestran de forma exuberante.

La trivializacion de lo sagrado
Visitar cualquier iglesia evangélica en Brasil es una oportunidad para percibir una fuerte tendencia teológica y litúrgica en búsqueda de una divinidad que se amolde a los límites teológicos de esa iglesia; y que ofrezca apoyo a las ansias y caprichos personales. Faltan temor y asombro delante de Dios. El único temor es el del pastor: que la ofrenda no cubra los gastos y sus planes de expansión. La cultura evangélica nacional está fomentando una actitud muy displicente en cuanto a lo sagrado. El dios que está al servicio de su pueblo para cumplirles todos los deseos ciertamente no es el Dios de la exhortación de Hebreos 12:28-29 “Así que nosotros, que estamos recibiendo un reino inconmovible, seamos agradecidos. Inspirados por esta gratitud, adoremos a Dios como a él le agrada, con temor reverente, porque nuestro Dios es fuego consumidor”. El tono de voz exigente y determinante que se utiliza hoy para hablar con Dios deja la duda sobre quién es el señor de quién.

Las experiencias que sólo generan escalofríos por el cuerpo son relatadas como si Dios fuera apenas un estimulante químico. Ciertos pastores dicen hablar y oír la voz de Dios –para ser contradichos por sus propias falsas profecías– sin tener en cuenta que “Dios no tendrá por inocente al que tomare su nombre en vano”. Los milagros, inflados por la manipulación, revelan una falta de temor. El descuido de lo sagrado es un arma de doble filo. Si por un lado demuestra gran familiaridad, por otro genera condescendencia. Condescendencia y aburrimiento son sinónimos. Si nos acostumbramos al misterio de Dios y trivializamos su presencia, terminaremos colocándolo en la misma categoría de nuestros encuentros comunes y corrientes, esos que pueden ser pospuestos dependiendo de nuestras conveniencias. Terminaremos con hastío de Dios.

El vaciamiento de contenidos
Una de las marcas más patéticas del tiempo en el que vivimos es la constante repetición de estribillos desde los pulpitos evangélicos. Frases de efecto son copiadas y multiplicadas en los sermones. Algunas, vacías de contenido, generan climas extáticos sin ningún tipo de consecuencias. Sirven para esconder la falta de preparación teológica y la falta de dedicación ministerial. Las congregaciones se manipulan, se eleva la temperatura emotiva de los cultos, pero no se arraigan valores. Se genera un falso júbilo, pero no se proveen herramientas para crear convicciones espirituales.

Hannah Arendt, filosofa del siglo XX, al comentar sobre el hecho que Eichmann, un nazi mano derecha de Hitler, respondió con evasivas el interrogatorio del tribunal de guerra que lo juzgaba sobre sus crímenes, afirmó: “Los estereotipos, las frases hechas, la adhesión a lo convencional, los códigos de conducta estandarizados cumplen la función socialmente reconocida de protegernos frente a la realidad, es decir, frente a los requerimientos que sobre nuestra atención pensante ejercen los acontecimientos y hechos en virtud de la existencia”.

¿Cuál será el futuro de esa generación que se alegra con la repetición continua de frases huecas que sólo prometen prosperidad, victoria sobre los demonios y triunfo en la vida?

La mezcla de medios y fines
Por años se combatió la idea que los fines justificaban los medios, porque ese principio justificaba comportamientos deshonestos. Hoy, el problema se profundizó. No se sabe más qué es medio y qué es fin. No se sabe más si la iglesia existe para recaudar dinero, o si el dinero existe para dar continuidad a la iglesia. ¿Se canta para alabar a Dios o para entretener al pueblo? ¿Se publican libros como un negocio o para divulgar una idea? Los programas de televisión, ¿tienen el objetivo de dar popularidad a determinado ministerio o proclamar el mensaje? Las respuestas a esas preguntas no son fáciles de encontrar. Cristo no dio vuelta las mesas de los cambistas en el templo simplemente porque ellos pretendían dar un servicio a los peregrinos que venían a adorar al templo. Él descubrió que los medios y los fines se habían confundido y que ya no se discernía con claridad si el templo existía para hacer negocios o se hacían negocios para ayudar al culto. La obsesión por el dinero, la carrera desenfrenada por fama y prestigio, la pasión por títulos, revelan que muchas iglesias ya no saben si existen para facturar. Muchos líderes ya no consumen sus energías buscando un auditorio que los escuche, sino que buscan un mensaje que les asegure un auditorio. La confusión de medios y fines mata iglesias por asfixia.

El libro de Apocalipsis mantiene la advertencia, muchas veces desapercibida, que las iglesias también mueren. Las siete iglesias allí mencionadas –incluso la irreprensible Filadelfia– perecieron. Se resumen a meros registros históricos. No podemos cubrirnos bajo la promesa de Mateo 16 –de que las puertas del reino de la muerte no prevalecerán contra la iglesia– para justificar cualquier irresponsabilidad. El libro de Apocalipsis advierte: “¡Recuerda de dónde has caído! Arrepiéntete y vuelve a practicar las obras que hacías al principio. Si no te arrepientes, iré y quitaré de su lugar tu candelabro” (Apoc. 2:5).

Crecer numéricamente no inmuniza a la iglesia de los peligros. Por el contrario, la vuelve más vulnerable. Nos queda preguntarnos: ¿será que ahora, famosos y numéricamente profusos, no estaremos necesitando de profetas? ¿Será que el tan difundido avivamiento evangélico brasileño no necesita de una Reforma? Aprendamos con la historia. Un pequeño desvío hoy puede transformarse en un abismo mañana. Imaginar que podemos condenar a nuestras iglesias a volverse bares de billar es un sueño horrible. Sin embargo, si no hacemos algo, esa pesadilla puede hacerse realidad.

Que Dios nos ayude.

Soli Deo Gloria.