24 de abril de 2007

Babel, la película

por Ricardo Gondim

Vi la película “Babel”, dirigida por Alejandro González-Iñárritu, con Brad Pitt, Cate Blanchett y Gael García Bernal. Me gustó.

Babel es una visión cuántica del mundo globalizado. La historia comienza con un ómnibus repleto de turistas que atraviesa una región montañosa de Marruecos. Entre los viajeros están Richard (Brad Pitt) y Susan (Cate Blanchett), un matrimonio americano con un buen pasar.

Allí cerca unos niños muy pobres, Ahmed (Said Tarchani) y Youssef (Boubker Ait El Caid), manejan un rifle que su padre les compró para proteger a una pequeña manada de cabras de la familia. Hasta que un disparo alcanza el ómnibus, hiriendo a Susan.

A partir de ese momento, la película muestra como ese hecho se entrelaza en la vida de personas en diferentes lugares del mundo: en Estados Unidos, donde Richard y Susan dejaron a sus hijos bajo el cuidado de una niñera mexicana; en Japón, donde un hombre muy rico (Kôji Yakusho) intenta superar la trágica muerte de su esposa y ayudar a su hija sordomuda (Rinko Kikuchi) a aceptar esa pérdida; en México, hacia donde la niñera (Adriana Barraza) –también pobre– se lleva a los niños de Richard y Susan; y allí mismo, en Marruecos, donde la policía comienza a buscar a los sospechosos del supuesto acto terrorista.

Hay mucha tensión en la película, por momentos llega a ser angustiante, y queda claro que el enredo busca mostrar al mundo dividido en dos estratos.

Existe el mundo por encima de la línea del Ecuador, que siempre encuentra medios para protegerse de los sinsentidos de la vida; y el mundo por debajo; donde se encuentran los bolsones subdesarrollados del planeta, que sufre desconfianza y es arrojado a las calles inmundas, o termina cazando como los chacales.

Hace tiempo que percibo que los países ricos hasta intentan demostrar que son políticamente correctos, respetan los derechos humanos y se muestran desprovistos de preconceptos, pero en la práctica, nosotros los pobres, para ellos no valemos mucho.

Un niño muerto en una guerra no es más que un “efecto colateral”, pero si alguna cotorra se encuentra bajo algún riesgo, se desencadena una campaña mundial a favor de la vida.

Cuando los poderosos atacan con bombas de fragmentación, prohibidas por la Convención de Ginebra, a lo sumo, sucede una investigación internacional que luego es obstruida. Pero, si por algún descuido un adinerado fuera agredido por un árabe indigente, hasta un ejército se moviliza para defenderlo.

Es verdad que las naciones ricas se concentran en proteger sus intereses y, cuando ayudan, distribuyen migajas. No nos engañemos: nosotros los pobres, no somos bienvenidos al banquete de los ocho más acaudalados del planeta.

Cuando cruzamos sus fronteras, investigan nuestros pasaportes con sospecha; cuando negociamos en las bolsas internacionales, ellos no nos tratan con equidad. Recordemos esto: nosotros olemos mal a sus delicadas narices.

Es difícil tener que admitirlo, pero en el mundo global las grandes economías buscan maximizar sus ganancias y, si fuera necesario, saquearán hasta aquel que no tiene nada.

Se confirma el mismo patrón entre las elites, los dueños de la riqueza que viven en países pobres. Ellos tampoco consideran a los miserables. Y la clase media, ansiosa por colarse en el tamiz que separa los afortunados de los desgraciados, no quiere, o no tiene tiempo, para preocuparse en ser solidaria. Así, los pobres del tercer y cuarto mundo son doblemente abandonados.

No hay manera de evitar la realidad de que nos entrelazamos en una aldea global, pero nunca olvidemos: la balanza se inclina a favor de los exitosos.

Sólo les resta a los necesitados que se hermanen; que se ayuden; que no acepten el destino impuesto por las fuerzas asimétricas del poder económico, militar y político; que afirmen su dignidad en los micro valores culturales; que forjen su esperanza en Jesús de Nazaret que caminó por la tierra como un desvalido.

Nosotros, los despreciados, necesitamos arremangarnos y trabajar; buscar la justicia y defender a los indefensos.

Luchemos para construir nuestra historia sin esperar la grandeza, el socorro, o el altruismo de los poderosos. Ellos seguirán ocupados en equipar sus ejércitos, defender sus fronteras y expandir sus negocios.

En esta lucha por la supervivencia, las iglesias deben crear espacios comunitarios, antes de ser auditorios de entretenimiento; los pastores deben cuidas de las ovejas, antes de anhelar éxito ministerial; las acciones cristianas deben abrazar misericordiosamente a los moribundos que se encuentran olvidados en los caminos de la vida.

El mundo es duro y las aguas del mar de la vida, turbulentas; la temperatura está subiendo. Si morimos, muramos abrazados. Todo será más difícil, pero lo poco que vivamos, hagámoslo con dignidad.

Y que Dios nos ayude.

Soli Deo Gloria.