¿Para qué insistir con la fragilidad de Dios?
por Ricardo Gondim
El suicidio es el nudo más difícil de desatar para la filosofía y la teología.
Imaginemos un debate sobre los límites de la libertad humana en un auditorio repleto de gente. De un lado los deterministas insisten en que la cultura, la genética y las fuerzas económicas no dejan a nadie ser libre. A la izquierda, existencialistas moviendo la cabeza y repitiendo estribillos sartreanos diciendo que no existe esencia humana. En el centro, los teólogos agustinianos, con sus dedos índices en guardia, niegan el libre albedrío. Al fondo, algunos nihilistas gritan que la humanidad solo puede ser construida con mujeres y hombres dueños de su destino. Allí, en medio del debate, un suicida se pone en pie, se coloca el caño del revólver en la boca y aprieta el gatillo
En aquel instante en que aquel loco escogiera acabar con su propia vida, algunos litigantes, perplejos, apenas se mirarían sin saber que decir.
Con los ojos abiertos de par en par, dejarían algunas preguntas sin respuestas. ¿Lo sucedido fue “escrito y determinado” por Dios cuando el sujeto todavía estaba siendo tejido en el vientre de su madre? ¿Dios había predestinado aquella muerte en la eternidad pasada? ¿Había otra mano cubriendo la que ejecutó la acción, ayudando o, peor, empujando al suicida para el abismo final? ¿Qué fuerzas sociales, genéticas o instintivas lo llevaron al demente acto?
Camus tenía razón. El suicidio es la gran dificultad, el nudo difícil de desatar, de la teología y la filosofía. Él es el más radical y más completo ejemplo del libre albedrío, de la no interferencia divina en las elecciones individuales y que, repitiendo a Sartre, “estamos condenados a la libertad”.
Si para Aristóteles, mujeres y hombres se diferencian de los animales por ser racionales, si para Descartes los humanos son mas excelentes por tener sentimientos, fue Rousseau quien hizo de la libertad el componente determinante de la humanidad que, en la expresión que a él le gustaba usar, también puede ser llamado de “perfectibilidad”.
Eso mismo. Somos libres porque disponemos de esa capacidad para perfeccionarnos, o destruirnos, a lo largo de la vida. Solamente los humanos logran liberarse de los instintos naturales para construir la historia con un proyecto abierto.
Un perro que cariñosamente lame la mano de su dueño no actúa por virtud, aquel gesto sucede sin que él tenga ninguna noción de que podría “preferir” morderlo. No obstante, cuando un torturador le arranca las uñas a un preso, o cuando un marido golpea a su compañera, él podría –claro que sí- “preferir” lo contrario. En caso que hubiese sido programado para actuar, el crimen seria inimputable, de la misma forma que un pitbull que destroza a un niño no puede ser llevado a un tribunal.
Libertad significa actuar sin ser empujado, sin coerción, sin manipulación; una acción solo posee virtud o perversidad si, en el momento de la elección, también hay la posibilidad de optar por lo opuesto.
Teológicamente es posible afirmar que la libertad fue la mayor dádiva que los humanos recibieron de Dios. Con la libertad, viene incluida la noción de que los humanos obran con virtud o con vicio. Existen hechos, eventos, designios, que no son coercitivos o irresistibles.
Es más, Dios sólo escogió crear al mundo así porque el propósito último de la creación es el amor. Dios no creó por alguna carencia, él no eligió rodearse de personas que piensan, crean, sienten y deciden porque obedece a alguien o a alguna ley, él creó en la más formidable de todas las gratuidades.
Al crear a seres con el objetivo relacional, Dios se expuso a lo que jamás experimentaría en el caso que nunca hubiese creado: dolor y frustración. La libertad humana es el limite (también el precio) que Dios se auto impuso para concretar su amor en las mujeres y los hombres.
Esta fragilidad del amor divino puede ser bien comprendida tanto en la historia del profeta Oseas como en la Parábola del Hijo Pródigo. En los dos ejemplos, los amantes se ven en una situación embarazosa por las elecciones, tanto de la mujer como del hijo. En la parábola, el hijo menor se fue y el padre nada pudo hacer, sino esperar. Ya el profeta fue obligado a tragar en seco la desdicha de haberse casado con una mujer libertina, que se prostituía con cualquiera. Pero como él la amaba, sólo le quedaba perdonar, esperando que la decisión de volver fuese de ella.
La libertad humana también puede ser bien entendida si comparamos a Dios con un emperador. Supongamos que ese rey posee un harén con mucha mujeres, pudiendo disponer de quien él quiera. Sin embargo, imaginemos que un día el se apasiona por una Sulamita.
En caso que lo desee, bastaría una orden para que ella fuera traída como objeto de placer sexual. Pero ese monarca no desea que sea así, pues quiere amarla de verdad. Él necesita conquistar su corazón para también ser de ella. Así, al buscar amar, por más poderoso y majestuoso que sea, su pasión lo deja vulnerable e indefenso.
Dios quiere cautivar a sus hijos para amarles y ser de ellos, he ahí la razón del por qué él jamás forzaría a que alguien lo escogiera – forzar y amar no combinan.
¿Para qué decir que Dios es frágil? Simplemente porque al insistir en la fragilidad divina, se entiende mejor su amor, se aprende a abrir mano de la omnipotencia idólatra para abrazar al Padre de Jesucristo. Hablar de fragilidad divina significa entender la fuerza más maravillosa del universo que es el Ágape.
No logro creer en una divinidad que todo ordena, que todo dispone y que todo orquesta. Realmente, yo no sabría amar a un Dios que planeó, determinó y ayudó a mi amigo Gustavo a suicidarse. Yo no lograría amar a un Dios que, para promover su propia gloria, intencionó cosas horrendas como Auschwitz, Ruanda e Irak. No, Dios no guía la bala perdida que mata niños en las favelas.
No creo que él tenga una “voluntad permisiva” que deja que horrores se extiendan para subrepticiamente cumplir una “voluntad soberana”. No lo percibo como comienzo, medio y fin de la historia ya listos; o que en el presente esté contento en administrar cada nano evento preordenado en su providencia.
Por eso, prefiero creer en la fragilidad de un Dios que es amor. Prefiero aceptar que el mal no hizo parte de su proyecto inicial y que Dios sufrió, y aún sufre, con la muerte de inocentes, con la injusticia económica global y con las guerras más estúpidas.
No es correcto que se confunda a Jesús de Nazaret con el dios frío y distante de los griegos y de los deterministas, y es por eso que escribo sobre su fragilidad.
Soli Deo Gloria.