¡Quiero ser más humano!
por Ricardo Gondim
Es curioso como, al pasar los años y aproximarnos a la vejez, nuestros valores cambian. Las posiciones que ambicionábamos, los logros que valorábamos, y las personas que nos impresionaron, pierden sus encantos. Vamos cerrando puertas a nuestro paso, de euforias juveniles e idealismos inconsecuentes. Ya no envidiamos el triunfo de los insolentes o el éxito de los jactanciosos. Hoy, sin ser todavía un viejo, logro sentir indiferencia por los sueños estrafalarios de los mesiánicos. Confieso que perdí, incluso, la ansiedad de querer tener la última palabra sobre algún asunto y no me entusiasmo con debates que sólo dan una falsa sensación de prestigio.
Ese proceso comenzó cuando enfrenté una crisis, alrededor de mis cuarenta años. La propia conciencia de que vivía en la mediana edad me hizo desistir de querer ser un héroe, un conquistador, un elegido especial, o un semidiós. Desde ese momento hasta ahora, camino cada vez más consciente que muchos de mis esfuerzos leyendo, estudiando, trabajando, madrugando y trasnochando para “no perder tiempo”, eran vanidad. Estaba corriendo detrás del viento. Miro hacia atrás y percibo que no fue gracias a mis pocos logros, o a los reconocimientos humanos, de donde obtuve mis mayores alegrías. Vinieron del amor de mi familia y de mis amigos verdaderos; gente que no temía compartir el mismo yugo que yo.
Así que, hice algunos arreglos. Redirigí mi lectura bíblica. Más que saber los detalles exegéticos o técnicos, ansié que la Palabra me llevara a una relación más intima con Dios. Releí la Biblia de tapa a tapa, buscando el corazón paterno de Dios. Dialogué con personas que saben acerca de la Espiritualidad Clásica. Reparé mi vida devocional. Aprendí acerca de la oración contemplativa y redescubrí la meditación bíblica. Leí con avidez algunos clásicos como “La Imitación de Cristo” de Tomás de Kempis, “El Regreso del Hijo Pródigo” de Henry Nowen, “La Montaña de los Siete Círculos” de Thomas Merton, y “El Shabbat” de Abraham Joshua Heschel. Ellos, y otros, se volvieron mis mentores en esa búsqueda interior.
Quizá, el mayor descubrimiento que he hecho en este tiempo que antecede al otoño de mi vida, es que mi mayor vocación es volverme más humano. Deseo aprender a ser generoso y sereno. Anhelo reír, la risa contagiosa; quiero amar las cosas simples y contemplar más la naturaleza; saber deleitarme con el arte; jugar con los niños, leer poemas y escuchar la mejor música. Necesito sentir mayor empatía con el pobre, recibir al perdido y dar mi mano al abandonado.
En esa jornada espiritual perdí el miedo a desnudarme y mostrar vulnerabilidad. En otro tiempo, yo temía la censura de aquellos que podían escandalizarse con mi fragilidad. Intenté, muchas veces, impresionar a las personas con discursos valientes cuando, inseguro, pedía a Dios que sostuviera mi mano. Tenía el recelo de que algún psicólogo detectara disfuncionalidades en mí y en mi familia. Creía que, si alguien diagnosticaba mi compromiso con el evangelio como un escape, perdería toda credibilidad. Evitaba que otros conocieran mi intimidad, para que las personas no se dieran cuenta que yo no era tan resuelto como me proyectaba.
En la mitología griega las sirenas eran criaturas de extraordinaria belleza y de una sensualidad irresistible. Cuando cantaban, atraían a los marineros que no lograban vencer su poder de seducción. Obsesionados por aquella melodía sobrenatural, los pilotos arrojaban sus naves contra las rocas de la isla, naufragaban, y las sirenas devoraban a los tripulantes. Los griegos relatan que solamente dos lograron vencer el encanto de estas enemigas tan terribles. Orfeo, el dios mitológico de la música y la poesía, encontró un recurso. Cuando su embarcación se aproximó donde estaban las sirenas, él salvó a sus compañeros tocando una melodía más dulce y cautivante que aquella que venía de la isla. La otra solución fue la de Ulises. El héroe de la Odisea no poseía taletos artísticos. Sin dones, sabía que no vencería a las sirenas. Reconociendo su debilidad y falibilidad, concibió otro plan. En el momento en que su embarcación se aproximara a la isla siniestra, daría la orden para que todos los hombres se taparan los oídos con cera y que lo amarraran al mástil del navío. Después que enfrentó su debilidad e incapacidad para enfrentar las artimañas de las sirenas, se dirigió hacia la isla conforme al plan. Del mismo modo, dio la orden a los tripulantes: aunque implorara para ser soltado, las cuerdas deberían ser apretadas más fuertemente. Cuando llegó la hora, Ulises fue seducido por las sirenas como se preveía, pero sus marineros no lo soltaron. Casi loco, pidiendo ser liberado, salió ileso del peligro. El relato mitológico termina afirmando que las sirenas, decepcionadas por haber sido derrotadas por un simple mortal, se ahogaron en el mar. Aquello que salvó a Ulises no fue la percepción de su superioridad, sino la conciencia de su fragilidad. El no intentó engañarse a sí mismo. Yo tampoco quiero engañarme con mis dotes órficos. Dependeré de mis amigos para que me amarren a los mástiles y así no ceder a la voz de las sirenas.
Así que, descanso. Me siento libre para afirmar que aún estoy en construcción. Soy un proyecto inconcluso y no disimularé mis ambigüedades. Ahora, cuando me sienta cansado, tendré la libertad de desahogarme como Jesús: “¡Ah, generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos?” (Mateo 17:17). Cuando necesite lamentar, lamentaré, igual a él, cuando triste y angustiado dijo: "Es tal la angustia que me invade, que me siento morir” (Mateo 26:38). Cuando tenga ganas de reír, reiré y bailaré de alegría.
Hoy ya no me importa parecer incoherente o políticamente incorrecto. Dicen que los pensamientos de los ancianos tienden al fortalecimiento, y que los viejos resisten cambiar de opinión. Busco no inmovilizarme, apegado a las viejas ideas e indiferente a las nuevas. Quiero seguir el ejemplo de Jesús que, en nombre de la vida, no temió contradecir las rígidas normas religiosas – Mateo 12:2-7; no respetó los preconceptos sociales, cuando conversó con prostitutas y acogió a gentiles; no tuvo reparos de volver atrás sobre sus palabras, para atender a una mujer sirofenicia – Marcos 7:24-30. Permaneceré alerta con tal de no volverme un dogmático y faccioso; ciego por mi obstinación.
Me rehúso a encarnar al personaje de Álvaro de Campo (seudónimo de Fernando Pessoa) en el poema “La Tabaquería”. La experiencia del poeta fue despertar del propio pasado, como en una pesadilla, y percibir que había perdido contacto con su propia alma. Vivió una mentira de la cual no pudo escapar. Perdido, no se encontró más.
“Viví, estudié, amé y hasta creí,
y hoy no hay mendigo al que no envidie sólo por no ser yo...
Hice de mí lo que no supe,
y lo que pude hacer de mí no lo hice.
El disfraz que vestí era equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era, y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando quise quitarme la máscara,
la tenía pegada a la cara.
Cuando me la quité y me vi en el espejo,
Ya había envejecido“.
Anhelo una humanidad no fingida, que no intenta transformar el mensaje del evangelio en un espejo mágico, que habla lo que deseo escuchar. Leeré la Biblia también contra mí. Permitiré que, como una espada, ella penetre en lo más profundo de mi ser, discerniendo incluso las intenciones nebulosas de mi corazón.
Prestaré atención a la amonestación del profeta Miqueas: “¡Ya se te ha declarado lo que es bueno! Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor: Practicar la justicia, amar la misericordia, y humillarte ante tu Dios” (Miqueas 6:8).
Creo que viene de allí mi obstinación por creer que no necesitamos esperar a morir para comenzar a vivir. Y como nuestro paso por aquí es fugaz, sugiero que comencemos ya.
Soli Deo Gloria.