¡No quiero ser apóstol!
por Ricardo Gondim
Los pastores tienen un fino sentido del humor. Muchas veces, se reúnen y cuentan casos folclóricos, describen sujetos pintorescos y cuentan sus propios desaciertos. Se ríen de sí mismos y buscan descargar en la carcajada las tensiones que pesan sobre sus hombros. Últimamente, se hacen bromas de los títulos que los líderes están utilizando para referirse a ellos mismos. Es que hay una cierta, digamos, fascinación en los pastores por promoverse como obispos y apóstoles. En una reunión, cuenta la anécdota, uno le pregunto a otro: “¿Tú, ya eres apóstol?” a lo que el otro respondió: “No, y no quiero. Mi deseo ahora es ser semidios. Ser apóstol se está volviendo muy común y mi ministerio es tan especial que solo ese título me cabe”. Otro chiste frecuente entre los pastores dice que: si en el libro de Apocalipsis el ángel de la iglesia es un pastor, entonces, el que desarrolla un ministerio apostólico sería un “arcángel”.
¡Ya lo he decidido! ¡No quiero ser apóstol! Por lo poco que conozco sobre mí debo reconocer, sin falsa humildad, que no tengo las condiciones espirituales para ser uno de ellos. Además, no quiero que mi ambición por cuestiones de éxito y de prestigio, lo cual es pecado, se transforme en motivo de burla.
Reconozco que los apóstoles constan entre los cinco ministerios locales que Pablo describe en Efesios 4:11. No se puede negar que los apóstoles fueron establecidos por Dios en primer lugar, antes que los profetas, los maestros, los que hacen milagros, los que tienen dones de sanidad, los que ayudan, los que administran y aquellos que tienen don de lenguas. Pero yo me conformo con mi sencilla función de pastor. Ya que no todos son apóstoles, ni todos profetas, y no todos son maestros o hacen milagros, como consta en 1º Corintios 12:29. Parece no haber falta de mérito en el hecho de ser un simple obrero.
Mis escasos conocimientos de griego no me permiten grandes aventuras léxicas. Pero cualquier diccionario teológico nos ayuda a entender el sentido neotestamentario de los términos “apóstol” o “apostolado”. Según la Enciclopedia Histórico-Teológica de la Iglesia Cristiana: “El uso bíblico del término ‘apóstol’ está casi enteramente limitado al Nuevo Testamento. Ocurre setenta y nueve veces: diez en los evangelios, veintiocho en Hechos, treinta y ocho en las epístolas y tres en Apocalipsis. Nuestra palabra española es una transliteración de la palabra griega apostolos, que se deriva de apostellein, enviar. Aunque en el Nuevo Testamento se usen otras palabras que indican despachar, enviar, mandar a otro lugar, la palabra apostellein pone énfasis en los elementos de la comisión – la autoridad de quien envía y la responsabilidad delante de éste. Por lo tanto, si nos limitamos rigurosamente al término, un apóstol es alguien enviado en una misión específica, en la cual actúa con plena autoridad a favor de quien lo envió, y debe rendirle cuentas a él”.
Jesús fue llamado apóstol en Hebreos 3:1. Él hablaba los designios de Dios. Los doce discípulos más cercanos a Jesús también recibieron ese título. El número de apóstoles era fijo, pues existía un paralelismo con las doce tribus de Israel. Jesús se refiere únicamente a doce tronos en la era venidera (Mateo 19:28; Ap 21.14). Luego de la traición de Judas, y para que se cumpliese la profecía, al parecer la iglesia se sintió obligada en el primer capítulo de Hechos a preservar ese número. A pesar de esto, no tenemos conocimiento, al menos al estudiar la historia de la iglesia, de otros esfuerzos hechos para seleccionar nuevos apóstoles como sucesores de los que morían (Hechos 12:2). Con el paso del tiempo ya no se podían cumplir las exigencias para que alguien fuese calificado como apóstol: “Por tanto, es preciso que se una a nosotros un testigo de la resurrección, uno de los que nos acompañaban todo el tiempo que el Señor Jesús vivió entre nosotros, desde que Juan bautizaba hasta el día en que Jesús fue llevado de entre nosotros". (Hechos 1:21).
Por esta razón, algunos de los mejores exegetas del Nuevo Testamento concuerdan en que las listas ministeriales de 1º Corintios 12 y Efesios 4 se refieren exclusivamente a los primeros apóstoles y no a nuevos apóstoles.
Pero, ¿qué del apostolado de Pablo? La excepción confirma la regla. En la defensa de su apostolado, en 1º Corintios 15:8, él afirma que fue testigo de la resurrección (vio al Señor en el camino a Damasco), pero reconoce que era un abortivo (nacido fuera de tiempo): “Admito que yo soy el más insignificante de los apóstoles y que ni siquiera merezco ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios” (1º Corintios 15:9). El testimonio de más de 2.000 años de historia es que los apóstoles fueron solamente aquellos doce hombres que anduvieron con Jesús y fueron comisionados por él para ser las columnas de la iglesia, la comunidad espiritual de Dios.
Lo que preocupa en relación con estos apóstoles posmodernos es algo aún más grave. Tiene que ver con nuestra naturaleza que codicia el poder, que se fascina con los títulos y que hace del éxito una filosofía ministerial. Existe una carrera desenfrenada sucediendo en las iglesias por ver quién es el mayor, quién está a la vanguardia de la revelación del Espíritu Santo y quién ostenta la unción más eficaz. Tanto es así que los que se atreven al título de apóstol son los líderes de ministerios de gran visibilidad y que logran movilizar enormes multitudes. Poseen un perfil carismático, saben lidiar con las masas y, desafortunadamente, son ricos.
No quiero ser un apóstol porque no deseo estar en la vanguardia de la revelación. Deseo ser fiel a la corriente principal del cristianismo histórico. No quiero una nueva revelación que haya pasado inadvertida para Pablo, Pedro, Santiago o Judas. No quiero ser apóstol, porque no me quiero alejar de los pastores sencillos, de los misioneros sin glamour, de las mujeres que oran en los círculos de oración y de los santos hombres que me precedieron, que no conocieron las tentaciones de los mega eventos, del culto-espectáculo y la vanagloria de la fama. No quiero ser apóstol, porque no creo que necesitemos de títulos para hacer la obra de Dios, especialmente cuando estos nos confieren estatus. Por el contrario, estoy dispuesto incluso a renunciar a ser llamado “pastor” si esto representa una graduación y no una vocación de servicio.
No menosprecio a las personas, más bien siento un profundo pesar al percibir que el ambiente evangélico conspira para que los hombres de Dios se sientan atraídos por ostentar títulos, cargos y posiciones. Embriagados por la exuberancia de sus propias palabras, creyentes que son especiales aceptan los aplausos que vienen de los hombres y olvidan que no fue ese el espíritu que caracterizó al ministerio de Jesús de Nazaret.
Él nos enseñó a no codiciar los títulos y tampoco aceptar las alabanzas humanas. Cuando un joven rico lo saludó con un “Maestro bueno”, él rechazó la expresión: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino solo Dios” (Marcos 10:17–18). La madre de Santiago y de Juan pidió un lugar especial para sus hijos. Jesús aprovechó el malestar causado por esto para enseñar: “Como ustedes saben, los gobernantes de las naciones oprimen a los súbditos, y los altos oficiales abusan de su autoridad. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor, y el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de los demás; así como el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:25–28).
Los pastores se están olvidando de lo principal. No hemos sido llamados para tener ministerios exitosos, sino más bien para continuar el ministerio de Jesús, el amigo de los pecadores, compasivo con los pobres e identificado con los dolores de las viudas y los huérfanos. Ser pastor no es acumular conquistas académicas; no es conocer políticos poderosos, no es ser un gerente de las grandes empresas religiosas, no es pertenecer a las altas esferas de las jerarquías religiosas. Pastorear es conocer y vivenciar la intimidad de Dios con integridad. Pastorear es caminar al lado de la familia que acaba de enterrar un hijo prematuramente y que necesita experimentar el consuelo del Espíritu Santo. Pastorear es ser fiel a todo el consejo de Dios; es enseñar al pueblo a meditar en la Palabra de Dios. Ser pastor es amar a los perdidos con el mismo amor con que Dios los ama.
Pastores, no quieran ser apóstoles, sino busquen el secreto de la oración. No ambicionen tener mega iglesias; traten de ser hallados como dispensadores fieles de los misterios de Dios. No se encandilen con el brillo de este mundo; más bien busquen servir. No fundamenten sus ministerios sobre el afán por descubrir siempre algo nuevo; busquen manejar bien la palabra de verdad, aquella misma que Timoteo recibió de Pablo y que debía trasmitir a hombres fieles e idóneos, los cuales a su vez instruirían a otros. Pastores, no permitan que sus cultos se transformen en show. No alimenten la naturaleza terrenal y pecaminosa de las personas; prediquen el mensaje del Calvario.
San Agustín afirmó: “El orgullo transformó ángeles en demonios”. Si queremos parecernos a Jesús, sigamos el consejo de Pablo a los Filipenses: “La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!” (Filipenses 2:5–8).
Soli Deo Gloria.