6 de julio de 2007

Gramáticos y poetas

por Ricardo Gondim

Infelizmente, el mundo sigue dividido entre hechiceros y químicos, científicos y filósofos, gramáticos y poetas. Digo infelizmente porque no siempre fue así.

Hubo un tiempo en que los astrónomos se enamoraban del titilar de las estrellas, los físicos creían que una linda costurera había cosido el universo y los biólogos celebraban que el ser humano respirase, incluso habiendo sido un muñeco de barro.

Hubo un tiempo en que las burras hablaban, las estériles tenían hijos (extra)ordinarios, los ángeles mataban millares de soldados agresores, los cayados secos florecían y el sol se detenía para esperar que los más débiles prevalecieran en la guerra.

Hubo un tiempo que las hadas ayudaban a las huérfanas, el beso del príncipe resucitaba a la princesa de su sueño, los espejos se revelaban para responder con honestidad y los niños, tallados en madera, se convertían en personas.

Hubo un tiempo en que la metáfora reinaba en la literatura. La copa de los árboles era un cáliz verde de donde salpica el rocío de la mañana, la nostalgia una mujer que ordena el cuarto del hijo que ya murió; y el alma de la luna se escondía en la garganta del gallo que susurra su canto en la madrugada.

Hubo un tiempo en que se hablaba de Dios como suspiro, olfato o gusto.

En él, encontrábamos el regazo materno, perdido desde la adolescencia. Dios era el pastor solitario que, sentado sobre una piedra, vigilaba sus ovejas pastando en una montaña distante; era el amante que abandona el harén para cortejar a su amada; era el juez que asume la lucha de los más débiles; era el médico que trae el bálsamo para aliviar el dolor del alma; era el amigo que se allega como hermano; era el rey que anuncia la llegada de un nuevo orden; era el padre que educa a sus hijos para una existencia madura y autónoma.

Hubo un tiempo en que se leían los textos sagrados con reverencia. Delante de lo numinoso, el mortal temía; delante de lo sagrado, el pecador temía; delante de los infinito, lo finito se perdía; delante de lo eterno, lo humano menguaba.

Lentamente, teólogos y exegetas, científicos y técnicos, gramáticos y lingüistas, minaron los sueños y las fantasías de los niños, vaciaron la verdad de los poetas, quisieron explicar el misterio, captar la verdad, sistematizar a Dios, disecar el poema y criticar la alegoría. ¡Y lo consiguieron!

Ellos exiliaron a los magos que corren detrás de las estrellas; escondieron a los profetas alucinados que hablan de ruedas de fuego en el cielo; quemaron a las mujeres que sienten en el cuerpo el éxtasis de lo divino.

Esos asesinos de la belleza, en el afán de explicar lo imposible y mapear los rumbos del Espíritu, dejaron al mundo más pobre, a la fe más segura, a la oración menos incierta y Dios quedó pequeño.

Ahora, quien necesite un milagro, dispone de hábiles evangelistas que ayudan a abrir las ventanas de los cielos; quien tenga dudas, puede comprar exhaustivos manuales sobre Dios; cuando la vida parezca amenazadora, es posible domesticarla, contratando profetas en alquiler.

Mi alma, sin embargo, tiene anhelo por la poesía que me abandone reticente; por la prosa que me hierva la sangre; por la ficción que me conmueva las entrañas; por el drama que me erice la piel; por los personajes que salten de los escenarios para encarnar en mí.

Siento que Dios todavía vive en el sueño de los niños; todavía habita donde reside la musa del poeta; todavía se revela en el deseo del profeta; todavía se mueve más allá del horizonte utópico del guerrero.

Siento que su habitación queda en el vacío, en la nada, y que su gloria se esconde en una nube espesa y deslumbrante.

Siento que puedo percibir su verdad en lo desconocido absoluto, y en lo inaudible escuchar su voz.

Siento que Dios es viento imperceptible, verdad diáfana y misterio asombroso.

Por lo tanto, muero al deseo de hacer análisis sintáctico o critica textual de los textos sagrados. Ya no envidio a los apologistas, sólo quiero que me devuelvan lo que me robaron: el alma de los poetas, el corazón de los niños y la levedad de los bailarines.

Soli Deo Gloria.