Antes que sea demasiado tarde
por Ricardo Gondim
El crecimiento evangélico brasileño continúa. Las estadísticas no mienten. Atletas, artistas, amas de casa, empresarios, funcionarios públicos y jubilados llenan las iglesias de los grandes centros urbanos.
Sin embargo, a esa expansión también se suman varios problemas como: confusión doctrinal, insensibilidad ética, vanidades ministeriales y politiquería interna.
La crisis que hay en los púlpitos es notable. El vodevil que arrasa las predicaciones causa escalofrío. Un pastor, queriendo motivar a su congregación a contribuir para una construcción, utilizó este texto del Génesis: “Todos forman un solo pueblo y hablan un solo idioma; esto es sólo el comienzo de sus obras, y todo lo que se propongan lo podrán lograr…”. Parece que él no tuvo en cuenta que este versículo se refiere al desafortunado plan de construir la torre de Babel.
Burradas de ese tipo no sucedían antiguamente. Los pastores pioneros sabían dar “buenas razones” de la fe, conocían la Biblia profundamente y dominaban la homilética. Los evangelistas conmovían los auditorios con elocuencia y eran oradores que articulaban sus pensamientos con gracia y sabiduría.
La banalización que invade al pueblo evangélico sorprende, porque los primeros misioneros llegaron a Brasil con la propuesta de generar una clase pensante que transformara la cultura.
La mayoría de ellos llegaron aquí formados en buenos seminarios americanos y europeos, donde sabían dialogar con los ideales iluministas. Ellos creían que una nación vencería la miseria si cimentaba su progreso en sólidas bases bíblicas y académicas.
Fue por causa de esa mentalidad que los primeros líderes evangélicos se preocuparon en implementar excelentes escuelas de enseñanza media y universitaria.
A fines del siglo XIX, presbiterianos y metodistas ya habían inaugurado el Mackenzie y el Colegio Piracicabano (considerados referentes para el gobierno federal, que intentaba mejorar la calidad de la educación brasileña). Esa estrategia misionera representaba fielmente el espíritu protestante que desea dar a los fieles buenos fundamentos teológicos para el libre examen de las Escrituras.
Esa preocupación se percibe hasta en las letras de los antiguos himnos. Los primeros creyentes alababan con letras que contenían una densidad doctrinaria incuestionable. De ahí para acá la alabanza, infelizmente, se empobreció tanto que, hoy, la mayoría de los coros no pasan de ser estribillos reciclados.
El culto protestante no depende tanto de ritos y símbolos como el católico. En la misa la homilía no ocupa una gran porción de tiempo pues existen otras liturgias más significativas, como por ejemplo la transubstanciación. Ya los evangélicos, que defienden el discurso y la informalidad litúrgica, si quieren mantener su relevancia, necesitan dar mayor prioridad a la predicación. En caso que el sermón se vacíe, quedará poca solidez para que el movimiento sobreviva en la historia.
Para que los creyentes no se pierdan con tanta irrelevancia es necesario resistir los llamados de los medios de comunicación. Según Marshall McLuhan, “el medio es el mensaje”. Significa que cuando se opta por un vehículo de comunicación, implícitamente, se escogen también los contenidos que se quieren transmitir.
El mensaje del Evangelio necesita la comunicación de verdades que carecen de tiempo para la reflexión, pues exigen decisiones. Por ejemplo, cuando un pastor escoge la televisión como el medio exclusivo para anunciar el Evangelio, también está escogiendo restringir los contenidos de su predicación (delante de las cámaras necesitará valerse de frases cortas, pensamientos poco reflexivos y lógicas simplistas).
Para que los creyentes no se vuelvan egoístas es necesario huir del pragmatismo. El evangelio no puede ser reducido a pequeñas recetas triunfalistas. Vivimos en una sociedad inundada de manuales que enseñan “como” alguna cosa. El mensaje del Evangelio, sin embargo, es nobilísimo y necesita ser diferenciado de las filosofías que sólo prometen éxito. Lamento observar que muchas iglesias estén transformándose en centros de autoayuda.
Para que los creyentes no se nivelen por debajo es necesario recordar el legado de aquellos que marcaron su generación como Jonathan Edwards, Charles Finney, Nelson Mandela, Martin Luther King, Jimmy Carter y tantos otros. Esa gente sufrió mucho para que la integridad del mensaje cristiano fuese preservada. El testimonio de ellos no puede ser despreciado.
El panorama evangélico nacional es desalentador, pero no desesperante. Por lo tanto, convoco a mis hermanos a arremangarse y trabajar. El tiempo urge, pero aún es posible dejar un buen testimonio para la próxima generación.
Soli Deo Gloria.