Excomunión
por Ricardo Gondim
Estoy escuchando el audiolibro “Generous Orthodoxy” de Brian McLaren, un regalo de mi amigo Carlos Alberto Junior.
Espero y oro para que alguna editorial brasileña se apresure a traducirlo (quien sabe inglés no debería dudar en comprarlo, aprovechando que el dólar está barato).
Cuando escucho a esa gente de la “Iglesia Emergente”, con quienes tengo gran afinidad; me convenzo cada vez más que el movimiento evangélico o “evangelical” -permítanme el extranjerismo- es un barco que hace agua.
Hace algún tiempo afirmé que no me considero más “evangélico”, y causé espanto entre mis pares. Sin embargo, cada día que pasa, mientras más malas noticias suben desde los sótanos denominacionales; y mientras más Youtube muestra bromas sobre el vodevil de los púlpitos, más convencido estoy que no tengo nada que ver con lo que fue mi cuna religiosa.
Mi “auto-excomunión” del movimiento evangélico no es estética, aunque no tolere más oír la poesía banal de las canciones y la música pobre que tienen éxito. No aguanto más los coros de guerra, convocando a los creyentes para pisotear a los enemigos. Ni hablar de las coreografías de las danzas. ¡Horribles!
Mi “auto-excomunión” del movimiento evangélico no es ética, aunque me provoca náusea el gran número de políticos que, en nombre de Dios, ejercen sus mandatos con las mismas prácticas que los más nefastos. No soporto más convivir con evangelistas y pastores, dueños de un discurso radical en cuanto al dogma, al credo, al moralismo sexual, y que saben repetir como loros la Sana Doctrina, pero se comportan como inescrupulosos manipuladores, siempre ávidos por dinero.
Mi “auto-excomunión” del movimiento evangélico no es doctrinal. Sigo creyendo en la Trinidad. Tengo a Jesucristo como el Señor y Salvador de mi vida. Hablo en lenguas desde mi experiencia pentecostal. Creo y doy testimonio de milagros. Oro por la liberación de endemoniados y espero un cielo nuevo y una tierra nueva.
Mi “auto-excomunión” del movimiento evangélico sucedió porque no puedo convivir con autoproclamados “teólogos” que guardan sus doctrinas y conceptos como verdaderas vacas sagradas. No me gusta el clima de caza de brujas, que apedrea y quema a quien se atreve a tocar las “cláusulas pétreas”.
No tolero la intolerancia, no acepto la exclusión, no me siento bien con los discursos fundamentalistas. Creo que toda interpretación es interpretación y nada más, y que nadie –ni San Agustín, ni Arminio y ni siquiera yo– tiene la última palabra en cuanto a la verdad.
Mi “auto-exclusión” del movimiento evangélico sucedió porque me cansé de estar intentando leer la Biblia con el literalismo fundamentalista. Considero agotador tener constantemente que hacer acrobacias para explicar, con la exégesis propia de los evangélicos, textos que discriminan a las mujeres en el Deuteronomio, o aquel en donde Dios envía un espíritu de mentira para confundir a los profetas.
No quiero más hacer cuentas para explicarles a los adolescentes cómo el arca de Noé pudo albergar a todos los insectos, mamíferos, aves, reptiles y batracios del planeta.
Mi “auto-exclusión” del movimiento evangélico sucedió porque ya no tengo el estómago para quedarme a escuchar sermones del tipo: “Dios es poderoso, él va a hacer el milagro”, y cerrar mis ojos a los exiliados de Darfur, o a los miserables que esperan en las filas de los dispensarios inmundos de las zonas más pobres de Río de Janeiro.
No quiero vivir la fe ensimismada y privatizada que tanto se propagó, y que busca, o convive, con el concepto burgués de mundo. A decir verdad, no logro más orar pidiendo bendición, protección, inmunidad, prosperidad o libramiento. No quiero tener que ejercitar la fe para “ver a Dios abrir las ventanas de los cielos”.
Mi “auto-exclusión” del mundo evangélico sucedió porque tengo sed de intimidad con Dios; porque intuitivamente, percibo que la Biblia posee una riqueza inmensamente mayor de lo que me enseñaron. Quiero vivir en la libertad del Espíritu, sin miedo de las implicaciones y de las fragmentaciones más “peligrosas” de esa decisión.
Mi “auto-exclusión” del movimiento evangélico sucedió porque me apasioné por Dios de una manera que considero linda, pero que va a contramano de la mayoría.
Estoy tan absolutamente lleno de curiosidad sobre dimensiones de la verdad que, reconozco, jamás comprenderé completamente. Estoy con sed de leer como nunca leí, reír como nunca reí, bailar como nunca bailé; orar como nunca oré. Quiero glorificar a Dios con levedad, sin paranoias de que el diablo me va a agarrar si le dejara una brecha o que seré castigado con rigor si ‘meto la pata’.
Mi “auto-exclusión” del mundo evangélico sucedió porque hoy veo a mi Prójimo como amado de Dios y no más como hijo de la ira. De repente, comencé a percibir que la Gracia fue esparcida sobre la tierra así como el sol, que bendice indiscriminadamente.
Intento librarme del lenguaje excluyente de los creyentes. Ya no tengo miedo de decir que aprecio la “música del mundo”, que considero a los “Médicos Sin Fronteras” una bella expresión del amor de Dios, y que voy a estudiar, con enólogos, los misterios de los mejores vinos. Antes que me olvide, no creo que entrenarme para un maratón sea perder el tiempo.
No me definiré por ningún movimiento porque creo que los movimientos, cualquiera sea, son cercas que empobrecen. No defenderé una teología específica, ni siquiera la Relacional, porque no creo que ellas sean suficientes para explicar al Eterno. Me gusta la frase de Paul Tillich: “Dios está más allá de Dios”.
¿Hacia dónde voy de aquí en adelante? Anhelo caminar humildemente con mi Señor; voy a intentar ser justo, desarrollar un corazón misericordioso y amar la paz.
Soli Deo Gloria.